AUTOPISTA

Carlos Payán

En el horóscopo chino las eras se miden en ciclos de doce años. Nuestro periódico tiene una organización celeste bastante parecida. Después de tres periodos de cuatro años al frente de la flota de Balderas 68, Carlos Payán Velver se despidió de sus amigos y colaboradores en la redacción del diario con abrazos y una orden que cimbró las rotativas: ``¡a trabajar!''.

En los catorce meses que llevamos en el diario supimos del carisma de Carlos Payán por las manifestaciones que corean su nombre junto a nuestra ventana y por el respeto que la mención de su nombre despierta en los más diversos círculos sociales.

Para La Jornada Semanal, Carlos Payán fue una especie de capitán oculto en el puente de mando; rara vez lo veíamos, pero estábamos seguros de que alguien decidía la travesía. Concentrados en nuestro cuarto de máquinas, trabajamos con enorme libertad y apoyo irrestricto.

Como revelan los frascos de Melox que amanecen en los botes de basura, los periódicos suelen ser asaltados por crisis terribles cada cinco minutos. En un ambiente donde todo es urgente, donde los teléfonos zumban con exclusivas y amenazas, nuestro director infundió un preciado y extrañísimo sentido de la confianza. Nadie que haya entrado a la oficina de Carlos Payán con una emergencia, podrá pasar por alto su habilidad para transformar a los desesperados en seres felices que olvidan el objeto de su visita.

Cuando La Jornada se fundó hace 12 años no teníamos otra ambición que leerla. Estamos en estas páginas por la generosidad y la pasión por el riesgo de Carlos Payán. Es mucho lo que le debemos y, de acuerdo con la peculiar economía que rige los afanes del espíritu, sabemos que la inmensa hipoteca contraída con él deberá pagarse a los lectores.

En la mayoría de los países, el director sale de su periódico con una embolia o con la muerte. En México, las presiones del gobierno y los pleitos internos han hecho de la expulsión una forma anticipada del retiro. La semana pasada, los accionistas de La Jornada optaron por una nueva fórmula para el relevo de mandos: Carlos Payán Velver dejó la dirección, no sólo sin que mediaran diferencias con sus colaboradores, sino en un clima de franca aprobación. Como las eras de China, sus doce años al frente del periódico ya tienen algo de cosmogonía y de leyenda. La única ventaja de que Payán no sea nuestro jefe es que podemos elogiarlo sin caer en pecado de adulación.

Empezamos un nuevo periodo bajo la conducción de Carmen Lira. La mejor forma de celebrar este comienzo es encarar las páginas en blanco y recordar la frase que sirve de compuerta a dos etapas: ``¡a trabajar!''.

La nación y el chupacabras

Si se hiciera una encuesta sobre el imaginario nacional, el 80% estaría ocupado por el chupacabras. El ilocalizable animal ha renovado el arte de los chistes, las piñatas y los juguetes que asustan. No faltan expertos que buscan el eslabón biológico con otras especies ni granjeros dispuestos a jurar ``por su santa madre" que vieron al indescriptible depredador. Uno de los casos más extraños de la chupamanía se registró en Oaxaca, donde un campesino lanzó los 21 disparos de honor a un animal no identificado que llegó a su corral con la serena intención de matar tres pavos, cuatro cabras y dos asnos. Cuando el cazador se atrevió a acercarse a su víctima, descubrió los restos ¡del emblema nacional! En efecto, el águila real, la misma que "siendo animal se retrató en el dinero y para subir al nopal pidió permiso primero'', yacía despedazada.

Ciertos paranoicos señalan que ésta es la confirmación de que existe el chupacabras. Sus argumentos son los siguientes: el aguila más pintada no puede causar semejante mortandad en un corral ni resistir 20 tiros hasta llegar al protocolario 21. El chupacabras hizo de las suyas y luego se convirtió en emblema nacional para desprestigiar no sólo al tirador matapatrias sino para demostrar cuál es el estado de la nación. El águila hecha trizas es una adecuada representación del país que ampara en las monedas. Ahora, en su mayúscula ironía, el chupacabras también da informes de gobierno.

CONFIGURACIONES

Hugo Hiriart

A un dios desconocido

Porque el lago era sagrado, no navegaba en él ningún barco.

Tal vez estoy inventándolo, tal vez lo cuenta en alguna parte el delicado Lafcadio Hearn, no sé, pero sucedió así: el maestro japonés concedió mostrar al bárbaro occidental el templo más santo y hermoso del país. Viajaron muchos días, en barco, a pie y a lomo de bestia. Finalmente, una mañana, al salir muy temprano de la posada de madera y papel, el anciano guía aseguró que estaban cerca. Se internaron en un bosque de árboles enormes, silencioso, húmedo, y empezaron a ascender. ``¿Falta mucho?'', preguntó el bárbaro. El maestro repudió la pregunta con su silencio. Siguieron avanzando y llegaron a un claro. El maestro se detuvo. ``¿Y el templo?'', inquirió el occidental, ``no veo ninguna construcción''. El maestro extendió entonces los brazos y miró alrededor. Y el otro comprendió avergonzado que ninguna edificación humana maculaba la perfección de lugar sagrado que desde hacía rato estaban recorriendo.

Un bosque, un monte, pueden provocar devoción. Para los persas los ríos eran sagrados. El romano Ovidio escribe: ``Al pie del Aventino se extendía un bosque oscurecido por la sombra de las encinas. Con sólo mirarlo podrías decir: aquí mora algún dios''. Ovidio no precisa cuál dios. Un dios, quién sabe cuál. En su pequeño libro Los romanos y sus dioses (Alianza de bolsillo 1766) R.M. Ogilvie explica: ``Cuando había fundada sospecha de que un lugar o una actividad estaba a cargo de un dios, pero no era posible establecer con seguridad su identidad, los romanos recurrían al sincero recurso de reconocer a un dios desconocido''.

San Pablo utiliza esta noción cuando dice a los atenienses: ``Porque (...) también descubrí un altar con esta inscripción: A un dios desconocido. Al que ustedes adoran sin conocerlo, a ése vengo a anunciarles''. Ahí debe haber un dios, pero no sé nada de él, sólo sé que ahí está. La idea es inquietante, pero ¿quién puede afirmar que conoce a Dios?

Es su carácter de desconocido, sin especificaciones, lo que nos acerca al dios cuya presencia sintió Ovidio en el bosque de encinas. El paganismo empieza en las historias que urdió el genio politeísta de los antiguos. Dionisio descubrió la vid y Hera, esposa universal y eterna defensora de las virtudes domésticas, en castigo, le arrebató la razón. Este, se dice, es un mito acerca de la embriaguez. También Noé hace barbaridades cuando descubre el vino. Algunos estudiosos creen que la historia de Noé debe invertirse: el Diluvio sobreviene después y a consecuencia de la embriaguez. Como sea, Dionisio divaga errabundo por los caminos: ``En su locura, el dios viajaba por Egipto y por Siria'', comenta Alfonso Reyes, ``ha de haber sido tremebundo encontrarse con un dios loco: es lástima que falten noticias''. Este tipo de especificaciones de un dios revela que, más que de teología propiamente, estamos hablando de elaborar mitos que nos permitan comprender y gobernar las cosas humanas, por ejemplo, la embriaguez. Esto no sucede cuando topamos con el bosque donde habita el dios desconocido.

Si un bosque puede ser un templo, ¿por qué no pueden serlo otros lugares? El mar, por ejemplo, el mar atlético que une y separa. ¿Por qué el mar es menos propicio que el bosque silencioso para este tipo de experiencias religiosas? ¿Porque cambia? Proteo, dios marino, se transformó en león, serpiente, pantera, agua, y árbol antes de profetizar para Menelao. ¿Por qué no puede haber un templo portátil, del tamaño, por ejemplo, de un dedal? Un templo, se dirá, no es un objeto, tiene que ser grande, fijo. Un templo es un lugar donde el fiel está (adentro o afuera, como los aztecas o los griegos) con la divinidad.

Hay otro templo muy singular. Es un templo judío y es imposible saber dónde está porque no está en ninguna parte. Se trata del Sabbath y es un templo que no está en el espacio, sino en el tiempo. Es el día sagrado, y corre de la última luz del viernes a la última del sábado. Es tiempo de Dios y no de preocupaciones y negocios humanos. Es un templo que ninguna persecución puede destruir. Está a salvo, no se puede ver, pero se puede vivir en él mientras dura.

Así como se habla de un dios desconocido, ¿puede hablarse de un templo desconocido? Decir, por ejemplo, ``existe un templo muy sagrado, pero no sabemos dónde está, y no podemos hallarlo porque, tal vez, si llegamos a encontrarlo, no podríamos reconocerlo''. Si tú tuvieras que diseñar un templo para un dios desconocido, ¿qué clase de construcción harías? Si otro viera esa construcción, ¿la reconocería como un templo? ¿Cómo y por qué?




Naief Yehya

Multimedia: reinventarse o pasar al catálogo de los media muertos

El fin de la pasividad

La primera gran revolución de la humanidad fue la agrícola, la siguiente fue la industrial y la tercera la informativa; lo que la primera debe al arado, la segunda lo debe a la máquina de vapor y la última a los mass media. La cultura de la modernidad es la cultura de los medios masivos (la imprenta, el radio, la tele y el cine son algunos de los ejemplos más populares), y éstos tienen en común que se deben a una visión particular y que son obras de la imaginación, las emociones y/o la reflexión. Los medios que nos rodean se caracterizan por su verticalidad, porque nos relacionamos con ellos de manera pasiva (relativamente) y por el hecho de que a partir de un origen se dirigen (transmiten o distribuyen) a muchos destinos. Esas características son precisamente lo que tratan de cambiar los medios interactivos que se han dado en agrupar bajo el nombre de multimedia.

Revaluar la interactividad

En los media, como en la tecnología, la redundancia suele ser un eficaz método de selección natural. Para que los multimedia sobrevivan, no deberán parecerse a ningún medio existente. La literatura trata principalmente acerca de personajes, eventos, sentimientos y acciones; en cambio las ficciones interactivas casi exclusivamente se ocupan de estímulos y reacciones (el usuario hace algo, el programa responde, el usuario vuelve a responder y así sucesivamente) percibidos desde un punto de vista en primera persona. De esta manera, se anula el principio de identificación del lector con los personajes, ya que el ``lector-usuario" está presente en la narrativa. Lo que hace falta en las narraciones multimedia y los juegos de video (que van desde las infames películas interactivas hasta los experimentos de hipertexto) es que logren tocar necesidades más complejas y humanas. No se puede negar que algunos juegos y programas interactivos pueden convertir el intercambio de respuestas (llamémosle por su nombre: competencia) entre usuario y máquina en algo parecido a la tensión dramática, en una relación absorbente que tiene algo de impredecible y espontánea (basta ver la adicción que causan juegos como Doom o Myst). Pero la interactividad como un medio para pegar pedazos de historias en una sola, o como sofisticado método de pasar páginas con un mouse y un teclado, es muy poco atractiva. Para ir más allá de ese estancamiento se debe revaluar la relación entre narrativa y toma de decisiones, así como las experiencias adquiridas al jugar y navegar en el ciberespacio, todo esto sin tener que abandonar la idea de contar una historia. Quizás está en lo correcto Darren Toft, quien apunta en su artículo "The Lord of the Files'', en la revista 21-C (1/96), que el principio que deberá orientar la creación de medios interactivos debe ser la arquitectura y no la ficción.

La fiebre del oro

La computadora es el primer aparato en la historia de la humanidad que sirve para crear, consumir y distribuir productos mediáticos como hipertextos, videos, música y demás. A pesar del bombardeo de la publicidad, es impensable que la gente compre programas o computadoras a un ritmo semejante al que gasta en películas, discos, revistas, videos y otros productos. De hecho, mientras el negocio de los media produce un total anual de 200 mil millones de dólares, la industria del software genera apenas 27 mil millones (como afirma la editorialista del New York Times, Denise Caruso). Es por eso que, a pesar de que en general los resultados han sido mediocres, ahora muchas compañías, tanto grandes como pequeñas, están apostando en serio a la interactividad, invirtiendo inmensas cantidades de energía, recursos y tiempo para diseñar los multimedia del futuro.

Velocidad contaminante

El tiempo de Internet ha borrado cualquier frontera entre la vida del hogar y el trabajo. La vertiginosa carrera tecnológica por la conquista del ciberespacio no ha hecho más que acelerarse. Antes, las empresas de software tardaban en promedio dos años para lanzar nuevas versiones de sus programas; ahora, no es raro que entre una versión y la siguiente apenas pasen unos cuantos meses (Netscape lanzó tres versiones entre noviembre de '94 y abril de '96; Explorer, de Microsoft, lleva tres versiones entre agosto de '95 y mayo de '96). David Hancock, el flamante jefe ejecutivo de la nueva división de computadoras portátiles de la corporación Hitachi, dice: ``La velocidad es Dios y el tiempo es el Diablo." Nadie podría estar más en desacuerdo con Hancock que el pensador Paul Virilo, quien considera que esa velocidad (la velocidad absoluta de transmisión y procesamiento, que ha venido después de la velocidad relativa del tren y los aviones) tan reverenciada en realidad está encogiendo y contaminando el planeta. En una entrevista para la revista Wired (mayo de '96), Virilo dijo: "La capacidad de interactividad va a reducir el mundo a algo cercano a nada. De hecho, ya existe una velocidad contaminante que reduce el mundo a nada. En el futuro próximo la gente se sentirá encerrada en un medio diminuto y tendrá un sentimiento de confinamiento que ciertamente estará en el límite de lo tolerable debido a la velocidad de la información [...] La interactividad es al espacio real lo que la radiactividad es a la atmósfera.'' Es hora de preguntarse: ¿en realidad queremos tener el universo en la sala de la casa?

Para un atisbo de lo que podría ser una narrativa hipertextual, se recomienda visitar: http://jefferson.village.virginia.edu/courses/ensp482/resources.html.