Elba Esther Gordillo
¿La muerte tiene permiso?

Tatahuicapa, un poblado de mil 200 habitantes en los límites de Veracruz con Oaxaca, fue el escenario de otro hecho de brutalidad inaudita; el ajusticiamiento de un hombre ante una treintena de pobladores --niños incluidos--, impávidos ante la incineración.

Otra vez, como en Aguas Blancas, el espectáculo aterrador fue recogido por una cámara de video, y luego lanzado a millones de espectadores a través de los espacios noticiosos de la televisión, la radio y la prensa.

Según los lugareños, ya era la tercera violación cometida por Rodolfo Soler, quien esta vez asesinó a su víctima. En el pasado, dicen, a pesar de haber sido identificado plenamente como el agresor, había sido liberado después de unos meses en prisión.

Este hecho atroz, junto con los linchamientos recientes en distintas entidades del país, refuerzan un diagnóstico: los excesos se inscriben en un contexto de injusticias: la de quienes deciden tomarse en propia mano el castigo; la de los que cometen crímenes repugnantes y permanecen impunes o, en el peor de los casos, reciben sanciones que resultan una burla; la de un sistema de investigación y procuración de justicia que, en la práctica, se niega a sí mismo; y la que entrañan condiciones estructurales de pobreza, ignorancia, cacicazgos... ¿Cuál de todas ellas es peor?

Actos brutales como el de Tatahuicapa deben ser repudiados. Pero no basta la condena. Urge enfrentar la violencia más allá de su expresión concreta, en las condiciones estructurales que la prohijan, porque no es posible resolver el problema atacando sólo uno de sus componentes.

Hay que profundizar la reforma al sistema de justicia --que fue una de las primeras tareas emprendidas por el gobierno del Presidente Zedillo-- y llevarla a todos sus ámbitos y, sobre todo, la práctica de todos los días. Pero eso no basta.

Es imperativo traducir la recuperación económica en alivio a la penuria de millones de mexicanos. Mucho de la violencia doméstica --niños y mujeres golpeados, conflictos intrafamiliares, etcétera-- se explica por los desarreglos emocionales que generan la pobreza, el desempleo...

Es preciso reforzar el sistema educativo y, a través de éste, fortalecer los valores; la moral, la ética y lo que enseñan, el respeto a la dignidad de la vida humana. Pero es preciso, también, revisar los criterios y las políticas de información de los medios...

La razón de ser del Estado es garantizar la vida, la integridad física y el patrimonio de los miembros de la sociedad. Esta función debe ser cumplida a cabalidad, so pena de rasgar el tejido social y poner en riesgo la convivencia. Pero los problemas que enfrenta el país no podrán resolverse sólo por las autoridades ni nada más a través de políticas públicas (social, demográfica, educativa...), es necesaria la participación madura y sensata de la sociedad.

Los educadores, los líderes de opinión, los ministros religiosos, los padres y tutores, tenemos la obligación de contribuir a crear mejores condiciones para la convivencia. Son tiempos de corresponsabilidad. Nadie puede permanecer imperturbable cuando ``Fuenteovejuna'' comete, ante una cámara de video, un crimen atroz.

Los tiempos de transición siempre son difíciles. La agudización de tensiones entre las inercias del pasado y los nuevos usos, afecta las relaciones comunitarias y de la sociedad con las autoridades. Pero una de las fórmulas más eficaces para mantener la concordia, la convivencia armónica y la paz social, es el respeto a la ley. El cambio es con la ley, a través de ella, respetándola, todos, sin excepción.