Elia Baltazar González
Historias de familia

Julio Scherer García cruzó por primera vez las puertas de Excélsior meses antes de cumplir la mayoría de edad. No había concluido su primer año en la Escuela Libre de Derecho, cuando un mal empeño del destino lo empujó hacia aquel viejo edificio de Reforma 18, donde lo esperaba su primer empleo. Desterrado de los estudios, combinadas la falta de vocación y la necesidad, Scherer cambió las leyes por el periodismo, al que llegó por el camino largo, empezando desde abajo como mandadero de redacción. No debieron ser tiempos de dicha para el joven aprendiz, quien hasta entonces había gozado de las comodidades y lujos que provee una buena posición económica, heredada desde tiempos porfiristas.

ESQUINA BAJAN Ť Magú

Su abuelo, Hugo Scherer, fue un destacado banquero de origen alemán cuyo apellido se engarzó con lo mejor de la sociedad de finales del siglo XIX. Nada se sabe de cuándo y por qué don Hugo decidió trasladarse a México. Si llegó a mediados del siglo XIX, al cabo de una fuerte migración de comerciantes procedentes de las ciudades hanseáticas de Hamburgo, Bremen y Lubek, quienes se convirtieron en socios menores de los negocios ingleses establecidos en México; si lo hizo durante el interregno de Manuel González, restablecidas las relaciones con Europa, rotas durante la intervención francesa, o ya inaugurado el Profiriato y puesta la mesa para los capitales extranjeros. Lo cierto es que fue uno de los dos mil quinientos alemanes residentes antes de la Revolución, pues no fueron pocos los que decidieron volver a Europa siguiendo la estela del Ipiranga. No fue el caso de don Hugo, que permaneció en tierras mexicanas hasta el día de su muerte, a pesar de que las condiciones no debieron ser muy propicias para quienes, como él, habían simpatizado con el gobierno de Díaz.

Hombre de finanzas, dedicado a la actividad bancaria, Hugo Scherer se convirtió en uno de los personajes más destacados de la alta sociedad porfirista. Su amistad y cercanía con el grupo de los científicos aseguraba su presencia en las más sonadas celebraciones de la época. Presente estuvo en la boda de la hija de don Joaquín Casasús, Margarita, con el hijo de Justo Sierra, Manuel. También asistió como invitado de honor a la conmemoración del centenario de la Independencia, acto encabezado por Porfirio Díaz y en su casa, un palacete ubicado en el Paseo de la Reforma, cada jueves se llevaban a cabo tertulias que reunían a los amigos y artistas de la época, sólo lo más destacado. Nadie en la familia Scherer lo recuerda, pero Hero Rodríguez Toro asegura que de aquella casa salió Belisario Domínguez para caer en manos de las tropas huertistas y morir asesinado.

Como banquero que era, don Hugo encontró en México condiciones más que favorables para su actividad, pues hasta finales del siglo XIX las concesiones bancarias eran otorgadas exclusivamente a europeos, oportunidad que no desperdiciaron, sobre todo, ingleses y alemanes. En su libro, La guerra secreta, Frederich Katz dice al respecto:

``A juicio de Georg von Bleichršder, banquero personal del canciller Otto von Bismarck, México parecía ofrecer una posibilidad única de combinar la obtención de ganancias rápidas con la creación de una hegemonía financiera alemana en el país. Aunque en realidad fue hasta después de 1900 que las instituciones bancarias mucho más poderosas comenzaron a expresar interés por México. Algunos de los bancos más importantes, atraídos por la riqueza y estabilidad de México, intentaron penetrar su mercado. Unos trataron de hacerlo en calidad de socios (generalmente menores) de instituciones financieras norteamericanas; otros se propusieron lograrlo solos. (...) algunos de los negocios que emprendieron resultaron venturosos y arrojaron ganancias considerables (...)''

Aunque la influencia económica y política de Alemania era mucho más limitada que las de Gran Bretaña o Francia, sus intereses en México no eran menos importantes, dada la orientación política de los científicos, preocupados por crear un contrapeso europeo a la influencia estadunidense. Según apunta Katz en Ensayos mexicanos, la orientación proeuropea del grupo de poder encabezado por el secretario de Hacienda, José Ives Limantour, no pasó inadvertida para el ministro alemán en México, Freiherr von Wangenheim, quien la describió así:

``En su opinión, el futuro político del país depende por completo del desarrollo de la economía. Sin embargo, para lograrlo el país necesita ayuda del exterior, inclusive de Estados Unidos. Por ello México estaba destinado a volverse un área de actividad para las firmas capitalistas de todos los países. Sin embargo, los cosmopolitas, tan paradójico como pueda oírse, ven precisamente en la dependencia económica la garantía de una independencia política, en la medida en que pretenden que los grandes intereses europeos que tienen inversiones aquí constituyen un contrapeso para los apetitos anexionistas estadunidenses y que pavimentarán el camino para la completa internacionalización y neutralización de México. Tras bambalinas, pero a la cabeza del grupo cosmopolita, se encuentra el ministro de Finanzas, el señor Limantour. Sus aliados son de la haute finance, así como los servidores civiles de más alto nivel con intereses en compañías domésticas y extranjeras, senadores y diputados y, por último, los representantes locales del capital europeo invertido en México.''

En este contexto, don Hugo destacó como director de uno de los bancos más importantes de la época, el Banco Nacional de México, el cual nació como producto de una fusión que impulsó el gobierno de Manuel González entre el antiguo Banco Nacional Mexicano y el Banco Mercantil, con el fin de crear una institución bancaria que mediante concesiones especiales abriera al propio gobierno nuevas fuentes de recursos y préstamos. Muy reconocida debió ser su labor al frente de aquella institución, pues en 1896 participó en el comité designado por Limantour para formular la Ley General de Instituciones de Crédito, la cual buscaba ``atacar el problema de un sistema bancario congruente y ordenado, que se rigiera por una ley general, respetando los criterios de pluralidad de emisiones que habían sido sancionados por las leyes anteriores y creando ya un fuerte núcleo de intereses nacionales''. Ese comité estuvo integrado, además, por los abogados Joaquín D. Casasús, José María Gamboa, Miguel Macedo y los banqueros Carlos Varona, H.C. Waters, Joaquín Trueba y Hugo Scherer. La ley, presentada al Congreso el 30 de noviembre de 1896, fue determinante para la historia bancaria de México, donde por primera vez se redactaba un reglamento general para la constitución y funcionamiento de la casas bancarias.

Habrá que aclarar, sin embargo, que hubo en aquella época otro Hugo Scherer, también banquero, hombre próspero que vivía en el pueblo de Mixcoac, muy cerca de la hacienda de Porfirio Díaz, por el rumbo de Molino de Rosas, sólo que éste era de origen criollo.

Los Scherer fueron, pues, una de las pocas familias de la clase dominante que permanecieron en México cuando la Revolución cobraba la factura al viejo régimen. Sin embargo, antes de estallar la revuelta, don Hugo había mandado a su hijo Pablo a Alemania, cuando éste tenía apenas siete años. Allá permaneció el padre de Julio Scherer hasta sus años de juventud, luego de haber tomado parte como soldado de las fuerzas del káiser en la Primera Guerra Mundial, obligado por el servicio militar, aun cuando él no era alemán de nacimiento, sino mexicano. Anécdota recurrente sería aquella que años después iba a contar Julio Scherer a sus allegados acerca de don Pablo. ``Mi padre --decía Scherer-- nunca tuvo valor para matar. Todos sus disparos los hacía al aire''. De aquella experiencia, don Pablo sólo guardó los recuerdos y un viejo abrigo verde, maltratado por los años, que lo distinguió como miembro del ejército alemán y que enseñaba a sus nietos con un dejo de orgullo, repitiendo una y otra vez la historia de los disparos al aire. ``Era un viejo loco encantador y amorosísimo'', cuenta hoy su nieto Julio Scherer Ibarra. Amaba a México, pero Alemania era su patria y no pudo ocultar su tristeza ante la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial. Dicen que en un salón de su casa tenía colgado un mapa de Europa donde señalaba las posiciones de los ejércitos alemanes. Todas las tardes don Pablo se sentaba a escuchar la radio para no perder detalle de las noticias que llegaban del frente. Una vez vencido el führer, Pablo Scherer se deshizo de aquel mapa, quizá adivinando que su país, y Europa misma, no volverían a ser como antes.

Después de su aventura en los campos de batalla y sin más heridas que el horror de haber vivido la primera guerra, Pablo Scherer volvió a México aún encendida la mecha revolucionaria. La ciudad que lo esperaba era otra, muy diferente a la que dejó años atrás. El esplendor porfirista que él conoció siendo niño, quedó enterrado al paso de los ejércitos villista, zapatista y constitucionalista. Instalado el gobierno de Carranza en la capital del país, la efervescencia social continuó. Marchas, mítines, huelgas y movilizaciones de todo tipo mantenían en vilo el ánimo de los capitalinos. Carranza no dudó en castigar con mano dura aquellas manifestaciones de descontento. Tres años le duró el gusto de permanecer en el Palacio de Gobierno, pues vendría la rebelión de Agua Prieta que lo obligó a huir de la ciudad. Asesinado Carranza, Obregón ocupó la Presidencia con el respaldo de sus generales sonorenses, en una farsa electoral que puso fin a diez años de guerras intestinas.

Transformada y aturdida por los vaivenes políticos, la ciudad de México crecía al ritmo de los nuevos tiempos. Las calles y avenidas por las que alguna vez corrieron calandrias y carruajes se abrían al tránsito de flamantes automóviles. Las haciendas, palacetes y las construcciones art nouveau, orgullo de las familias del antiguo régimen, fueron ocupadas por las fuerzas revolucionarias, y más tarde devueltas a sus antiguos dueños en condiciones deplorables o utilizadas para la vida privada o la labor pública de la nueva clase política. Al amparo de ésta crecían también nuevos grupos de poder económico, los que se vieron beneficiados con la derrama económica por obras de infraestructura. Había que reconstruir al país y el gobierno no tenía dinero para hacerlo, así que recurrió a los hombres de negocios, en su mayoría extranjeros y mexicanos de apellidos vinculados con el porfiriato, dueños de minas, pozos petroleros, bancos y negocios.

Heredero de fortuna y de las buenas relaciones que cultivó su padre, reconocido y respetado hombre de negocios aun en tiempos de revuelta, Pablo Scherer, con buena visión para los negocios, se abrió paso en la actividad financiera, ya no como banquero, sino como dueño de una casa de bolsa que llevaría su nombre, gracias a lo cual gozó de una buena posición económica en aquella sociedad marcada por profundas diferencias. Fue entonces cuando conoció a la que sería su esposa, Paz García, mujer culta y refinada, de notable inteligencia y modales aristocráticos, quien poseía un encanto especial en el trato con la gente.

Paz era hija de un notable jurista guanajuatense, Julio García, ya reconocido en tiempos de don Porfirio y quien, sin embargo, comulgó con la causa maderista y más tarde colaboró con los gobierno nacidos de la Revolución. Don Julio era hombre de política y como tal actuó, desempeñándose primero como subsecretario de Relaciones Exteriores en el gabinete de Francisco I. Madero, en un periodo tan breve como aquel gobierno --del 4 de diciembre de 1912 al 15 de enero de 1913--. Dieciséis años después se convirtió en presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, puesto que ocupó entre junio de 1929 y diciembre de 1933. Desde aquel cargo vio pasar los gobiernos de Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez, todos sostenidos por la mano del maximato. Años después, don Julio vertió sus conocimientos y sobrada experiencia como abogado en las aulas universitarias, donde impartió las cátedras de derecho civil e internacional. Julio Scherer describe al abuelo en sus últimos años, en su libro Los presidentes: ``Reputado como hombre sabio y honrado, padeció sus últimos años entre el lecho y una silla de ruedas, amputada que le fue la pierna izquierda. No lo dejó el humor, transformados sus ojos en luces de colores''.

Paz García no poseía una belleza que deslumbrara, pero había en ella un encanto que destacaba su buena educación. Pablo Scherer quedó impresionado de inmediato y no tardó en pedir su mano. La boda se llevó a cabo en los albores de la segunda década del siglo. El número once de la Plaza San Jacinto, en San Angel, donde ahora está el Bazar del Sábado, fue el hogar de los Scherer García. Se trataba de una gran casona de estilo colonial, con grandes jardines y un huerto, donde transcurrieron los mejores años de los Scherer García y donde Julio Scherer nació un 7 de abril de 1926.


Primera biografía de Julio Scherer

Aún sin título definitivo, la biografía de Julio Scherer García, en la que actualmente trabaja Elia Baltazar González, aparecerá publicada en forma de libro a finales de este año, por una editorial mexicana con la que ya está apalabrada.

El germen de este trabajo nació a finales del año pasado, cuando Elia decidió buscar ``algo fuerte, pues no era una alumna muy regular'', para su tesis profesional de la carrera de comunicación en la Escuela Nacional de Estudios Profesionales (ENEP) Acatlán.

Tras haberla postergado durante un tiempo, el periodista Humberto Mussachio la impulsó a continuar esta tarea a la que se ha dedicado de tiempo completo desde hace más de seis meses. En ese medio año hizo la investigación hemerográfica sobre el trabajo de Scherer --más de 40 años--; exprimió lo más posible lo que cuenta de sí mismo en sus libros, recopiló lo que se ha escrito sobre él y realizó 25 entrevistas con gente cercana al director de Proceso, entre colaboradores, amigos y familiares. ``De repente me vi llena de papeles y más papeles, y supe que era el momento de comezar a escribir. Es lo que más he disfrutado''.

Para crear este primer perfil biográfico de Scherer García --no existe una biografía completa del periodista--, Elia Baltazar ha cruzado, checado y rechecado las informaciones salidas de su investigación aunque, señala, ``hay cosas que quizá no estén perfectamente ubicadas, pero no hay manera, no hay forma de transgredir lo que él ha impuesto''.

Dividido en cinco capítulos que van del origen familiar de don Julio hasta su adiós a Proceso, los otros apartados hablan de su infancia y adolescencia, sus primeros años en Excélsior como reportero de la Extra, su ingreso al matutino como reportero de asuntos políticos y luego como subdirector editorial; su etapa en la dirección de ese periódico y la fundación de la revista. Por supuesto aborda su relación con todos y cada uno de los presidentes de México.

Nacida en esta capital del ozono en 1969, Elia Baltazar pertenece a ``una generación perdida'' de la ENEP-Acatlán. Sonriente, nerviosa, de figura frágil, ha sido desde 1988 una inquieta y audaz reportera que comenzó a picar tecla desde que era estudiante, primero en el periódico El Día, donde sólo estuvo algunos meses; después en la filas de Summa, cuando ese diario comenzaba. De allí pasó a la sección de espectáculos de El Nacional y luego a la revista Tiempo, para la que reporteó casi dos años. Desde 1992 forma parte del equipo de la revista Mira, primero como correctora de galeras --sitio desde donde, siguiendo sus impulsos, se lanzó por sus propios medios a cubrir los primeros siete días del conflicto de Chiapas--, luego como reportera y desde hace año y medio como jefa de redacción.

En estas páginas presentamos, íntegro, el primer capítulo del libro biográfico de Julio Scherer, correspondiente a su origen familiar.