La Jornada 13 de noviembre de 1996

Octavio Paz
Alí Chumacero, el mago*

Conocí a Alí Chumacero hace ya más de medio siglo. Desde entonces estimo a la persona y admiro al poeta. He escrito varias veces sobre su poesía. Poco podría hoy agregar, salvo decir que merece aquella famosa dedicatoria de Baudelaire, en Las flores del mal, a Théophile Gautier: ``Al poeta impecable, al mago perfecto de las letras francesas''. Sólo hay que cambiar las últimas palabras de esa frase y decir: mago perfecto de las letras mexicanas. La personalidad de Alí es múltiple y en él coexisten varias personas diferentes y aún opuestas pero todas unidas por el centro magnético de la poesía. Para honrarlo en esta ocasión y subrayar que en su figura se unen el corrector de imprenta, el tipógrafo de gusto seguro, el crítico, el humorista de certera puntería y el poeta, se me ha ocurrido desenterrar unas páginas escritas hace años. Su título, Pequeño monumento, se refiere a un soneto mío levantado en honor de Alí Chumacero, maestro de poetas. Mi texto dice así:

Aunque Alí es ante todo y sobre todo un poeta a un tiempo hondo y exquisito, también hay otros aspectos de su persona que vale la pena destacar. Es imposible olvidar al amigo discreto y un poco huraño; al transeúnte solitario, explorador de las noches de México y los confines de la madrugada; al introverso silencioso y cortés que de pronto estalla en una carcajada o en una explosión verbal, surtidor que se dispersa en estrellas y navajas de todos los colores; al devoto de Melibea, Astarté, Belisa, Cordelia, Proserpina y la Virgen de la Soledad; al erudito modesto e infalible; al bebedor heroico; al implacable corrector de pruebas; al tipógrafo que hace de la página un jardín de letras; al crítico lúcido; al interlocutor irónico y tolerante; al maestro de sus amigos. Sobre este último quiero hablar.

En 1941 Alí (todavía no me acostumbro a la inexplicada presencia del nombre del yerno del Profeta como nombre de pila de un poeta mexicano cuya poesía abunda en alusiones a la Biblia y la liturgia del catolicismo romano) ``cuidaba'' a Letras de México, la revista de Octavio G. Barreda. Colaborábamos en ella casi todos los escritores de esa época. Algunos entre nosotros, los más jóvenes, auxiliábamos a Barreda, durante temporadas más o menos largas, en la selección de los originales, la composición tipográfica y la corrección de pruebas. La literatura mexicana era una artesanía. En ese tiempo escribí una serie de seis sonetos que eran el resultado de mis lecturas de Quevedo y, al mismo tiempo, de los paseos que hacía por la ciudad, al anochecer, al salir del Café París, solo o con algún amigo: Villaurrutia, Barreda, Moreno Villa, José Luis Martínez. Los sonetos estaban dedicados a un joven poeta, Rafael Vega Albela, muerto hacia poco y cuyo fin terrible recordaba extrañamente al de Nerval. Sonetos en, desde y contra la ciudad de México; por eso los llamé, homenaje y réplica a Lugones, Crepúsculos de la ciudad. Ahora me doy cuenta de que también estaban escritos contra mí mismo: no estaba contento con mi vida ni con lo que hacía.

Entregué mis sonetos a Alí y uno o dos meses después los vi publicados en Letras de México. Al leerlos descubrí una errata, una sola. No destruía el verso pero cambiaba notablemente su sentido. Yo había escrito: ``yacen la edad, el sueño y la inocencia'' y el texto impreso decía: ``yacen, ya edad, el sueño y la inocencia''. Al día siguiente vi a Alí en el Café París y le mostré el cuerpo del delito. No se inmutó y con ``una apenas sonrisa'' me respondió: ``Es una errata afortunada. Mejora mucho a esa línea. Deberías estar muy contento: hay que confesar que el azar es poeta a veces''. Tuve que convenir en que tenía razón. Pero no me decidí a aceptar aquella ``errata'' y el soneto siguió apareciendo en mis libros según la versión original, claramente inferior. Mi resistencia no se debió a un tonto orgullo sino a que yo tenía 26 años y se me hacía cuesta arriba decir que eran ``ya edad'' el sueño y la inocencia. Además, el verso inmediatamente anterior contenía otro ya: ``Hechos ya tiempo muerto y exprimido,/ yacen la edad, el sueño y la inocencia''. Un día, hace ya dieciséis años, Marco Antonio Campos me llamó por teléfono pidiéndome unas páginas en homenaje a Chumacero. Recordé inmediatamente su ``errata''. No resistí más a la tentación. Lo que no sabía es que la enmienda de ese verso me llevaría a desmantelar el segundo cuarteto y el terceto final.

El cambio exigía la modificación del verso precedente para evitar la repetición del ya. No sin muchas dudas e intentos fallidos escribí al fin los dos endecasílabos: ``Resuelto al fin en fechas lo vivido/ veo ya edad el sueño y la inocencia''. Eliminé yacen no sólo por razones de eufonía sino de higiene mental. La misma razón me llevó a cambiar el cuarto verso del mismo cuarteto, que me pareció un gemebundo pastiche de Quevedo (``Vana cifra del hombre y su gemido''). El último terceto tampoco me satisfacía enteramente: ``Todo se desmorona o se congela,/ del hombre sólo queda su desierto,/ monumento de yel, llanto, delito''. El primer verso era inocuo; el segundo, más cerca de Othón que de Quevedo, indiferente aunque un poco patético; el tercero, abominable: ¿un monumento líquido, hecho de sustancias somo la yel y las lágrimas, coronado por el emblema de un delito abstracto? Cambié todo el terceto. Lo único que quedó del verso final pero como título del soneto, fue la palabra

Monumento

A Alí Chumacero

Fluye el tiempo inmortal y en su latido

sólo palpita estéril insistencia,

sorda avidez de nada, indiferencia,

pulso de arena, azogue sin sentido.

Resuelto al fin en fechas lo vivido

veo ya edad el sueño y la inocencia,

puñado de aridez en mi conciencia,

sílabas que disperso sin ruido.

Vuelvo el rostro: no soy sino la estela

de mí mismo, la ausencia que deserto,

el eco del silencio de mi grito.

Mirada que al mirarse se congela,

haz de reflejos, simulacro incierto:

al penetrar en mí me deshabito.

Cité, al comenzar la frase de Baudelaire acerca de Gautier. Ahora la repito y agregó: yo no hubiera podido escribir ese soneto --el único que me gusta todavía de la serie-- sin Alí Chumacero. Fue y es para mí, como para otros muchos, no sólo el poeta impecable sino el mago, el maestro de los poetas modernos de México.

* Texto leído en el homenaje a Alí Chumacero (La Jornada, 12 de noviembre, pág. 17)