Horacio Labastida
Autonomía indígena y presidencialismo

La primera globalización que envolvió a México durante los trescientos años coloniales, cobijada en la teología de la evangelización del indio, hizo lo posible por destruir las culturas con que tropezaron los hombres de Hernán Cortés y sus sucesores. Los resulados de la servilización de los aborígenes y la sustitución de sus valores por los traídos de ultramar, son bien conocidos. Aparte de las élites latifundistas y mercantiles, y de los altos funcionarios vinculados al régimen monárquico, el resto de la población fue arrastrado desde los estratos medios hacia las capas bajas del pueblo. Sólo una décima de la población, anotó Humboldt al visitar la Nueva España, goza de toda clase de privilegios; los demás, a mayor o menor distancia, son criados de la primera o miembros de la gleba. Poco significaron las batallas de fray Bartolomé de las Casas, las Virtudes del Indio de Palafox y Mendoza, y unas Leyes de Indias sujetas a la lógica del acátese y no se cumpla.

¿Logró la corona española y sus asociadas jerarquías eclesiásticas e inquisitoriales extinguir la presencia india? Lo contrario resulta evidente. La Independencia gravitó sobre espaldas de indios y mestizos, bien simbolizados en los hermanos Galeana, Vicente Guerrero y el supremo caudillo de la época José María Morelos y Pavón. La negación de lo hispano no fue una negación de su cultura --recuérdense la poesía de Sor Juana y la historia de Francisco Javier Clavijero--, sino de la utilización de esta cultura como instrumento de dominación y ultraje de los pueblos colonizados.

El germen republicano de los constituyentes de Apatzingán y la federalizacion de San Pedro y San Pablo ignoraron, al organizar al país, el enorme peso de las comunidades indias y sus aportaciones en los movimientos seminales de la nación. Los hombres de 1824 sólo hablaron de la integración del Estado con entidades locales y federales, principio repetido en 1857 y 1917, aunque en este año se agregó el municipio libre. No hay señas de una apreciación cualitativa de lo indígena porque sus comunidades, brutalmente expoliadas por caciques grandes y pequeños fueron olvidadas en los debates políticos, a pesar de que su existencia no era virtual y sí actual, y que esta actualidad cimbraba al interior del país con los pípilas de la Insurgencia, la palabra reformista de Juárez y la Tierra y Libertad de Emiliano Zapata. Esclavitud y fe cristiana, en la Colonia; explotación y olvido, en la independencia; éste es el epítome de los casi cinco siglos de opresión de los indios en la historia mexicana, contada a partir de 1521. Y tal statu quo aparentemente sin fin, se vio bruscamente quebrantado el 1o de enero de 1994, cuando el EZLN leyó al país el primer mensaje de la Lacandonia, luego de la toma por los zapatistas de San Cristóbal las Casas. Al lado de su secular miseria, los indios miraron acelerar las pobrezas por una tercera globalización tecnocrática y neoliberal. La segunda, efímera, estuvo a cargo del pomposo y pequeño Napoleón III y su emperador pelele Maximiliano I. Pero los zapatistas chiapanecos no sólo hablaron de sus miserias materiales, sino del infortunio del pueblo y de las afrentas a su dignidad. Era necesario reivindicarlo en sus virtudes y en el bienestar, y como punto de partida renunciaron a la opción guerrera y propusieron el camino salvador de los diálogos y acuerdos de San Andrés, en los cuales la semilla reivindicadora floreció en la propuesta, entre otras, de autonomía de las comunidades indígenas como una manera de reactivar sus hasta ahora reprimidas energías creadoras, no extinguidas ni por la ferocidad aniquilante hispana ni por el protervo postergamiento de los mandos poscoloniales. Una justa y armónica autodeterminación inspirada en sus siempre marginadas culturas, en el marco de la Constitución vigente, fue mirada desde el principio como el modo razonable de despejar en los niveles municipal, estatal y federal las vejantes subyugaciones. La propuesta pretende la altura de la Ley Suprema, sin desde luego desconocerla, impidiendo así que el municipio libre, el gobernador estatal o el gobierno general vuelvan a acallarlo y hundirlo en el inconsciente nacional. Esta es la exigencia que asusta al sistema corporativo mexicano por sus ricas connotaciones democráticas. Las comunidades autonómicas, capaces de discutir sus problemas y solucionarlos, son un fuerte reto al autoritario presidencialismo que maneja el poder político desde las cúpulas federativas hasta los municipios y alcaldías. Sujetar a leyes y reglamentos locales la autonomía constitucional de las comunidades indígenas significaría anularla por cuanto que tales reglamentos o leyes ampararían seguramente a grupos adueñados del bien común. El espíritu de la autonomía, solicitada por los indios, se nota ajustado ya en la proposición formulada por la Cocopa; sería absurdo angostarlo más con la interpretación puramente formal, no sustancial, de los artículos 4o y 115 constitucionales. La posible respuesta a esta incertidumbre estremece cada día más al pueblo porque está en juego el porvenir de la democracia en México. Seamos cautos, prudentes y sabios: no echemos por la borda nuestro propio destino.