La Jornada Semanal, 26 de enero de 1997


La escritura como ceremonia

Margo Glantz

Margo Glantz ha recorrido las principales universidades del Grand Slam académico; ha dado clases en Columbia, Yale, Rice, y este mes parte a Princeton. Obtuvo el Premio Villaurrutia por Síndrome de naufragios y en 1996 publicó la novela Apariciones, que ha tenido gran éxito de crítica. Por si fuera poco, Glantz entró a la Academia Mexicana de la Lengua, para ocupar la silla que antes tuvieron José Gorostiza y Juan Rulfo. Ofrecemos un fragmento de su notable discurso de ingreso, en el que se ocupa del tema de la muerte sin fin que tanto interesó a sus predecesores.



Y a pesar de todo, para Gorostiza y Rulfo, poetas que optaron por el silencio, la escritura fue un acto incesante, un acto ritual, en cierta medida un juego, el de estar vivos como escritores en la acción cotidiana de escribir. En el proceso mismo de la escritura se descifrauna manía, los procedimientos que crean una relación indispensable entre el espacio de la creación y los instrumentos que la harán posible. Parece ser que Gorostiza ųnos dice Mónica Mansour, a quien este dato fue trasmitido por su hijo menorų tiraba todos los manuscritos una vez que la última versión le satisfacía; aunque quedaron a mano algunos textos inéditos, mantuvieron siempre su carácter de borradores de trabajo en diferentes estadios de ejecución: un poema extenso, una novela probablemente terminada, una obra de teatro, planes para guiones de cine, traducciones, varios poemas sueltos, proyectos futuros y manuscritos roturados por correcciones, y por tanto en proceso. Con algunas excepciones, por ejemplo "Presencia y fuga", no existen versiones corregidas a mano de los poemas publicados en vida del poeta, hay libros impresos, y sin embargo, aun en ellos podemos ver su obsesión casi paranoica frente a las erratas, y las leves pero sustanciales variantes de la puntuación, obsesión que ya ha sido comprobada por otros críticos y que no obstante yo quisiera volver a subrayar: los versos de Muerte sin fin sufren ligeras modificaciones en las diferentes versiones publicadas; en 1939 y 1952 el primer verso se lee así: "Lleno de mí, sitiado en mi epidermis", la última palabra, epidermis, se separa con una coma del verso siguiente ų"por un dios inasible que me ahoga"ų, misma que fue suprimida en la edición de 1964, publicada en el Fondo de Cultura Económica, y también en la segunda edición de esa misma editorial en 1971, cuidadas por el propio poeta, Laura Villaseñor y Alí Chumacero. Dato aparentemente superfluo, minucia apenas, o quizá una simple errata porque Gorostiza estaba en Roma cuando se publicó la primera edición de Muerte sin fin, pero me aferro a la corrección de esa coma: revelaría una obsesión fetichista por alcanzar la perfección, el deseo perpetuo de distender las palabras y hacerlas rendir lo máximo para que trasciendan y transgredan su sentido, las palabras "putas" que hay que obligar a restallar y a chillar, esa obsesión que le hacía, en sus manuscritos, corregir una palabra en un poema y volverlo a pasar varias veces hasta que quedara impecable: es evidente, al omitir la coma, el cuerpo sitiado queda totalmente a la merced del dios inasible que lo ahoga. Lo sabemos bien, el don divino, la elección que ha permitido el milagro, el instante supremo de la creación, no es espontáneo, sino el resultado de un rigor extremo, un trabajo artesanal de borraduras y omisiones, un rigor instalado en el ámbito infinitesimal de una pobre y simple coma:

En 1985, Rulfo comentó acerca de la primera redacción de Pedro Páramo:

Un proceso laborioso, casi primario, hecho de reglas que revelan una composición de lugar y una estricta selección de los instrumentos usados, sus modalidades específicas y aunque caprichosas, entrañables, por cuanto hablan de la personalidad de quien escribe y porque simulan un emblema que se antoja posible de descifrar ųuna pluma Sheaffers, tinta verde, papelitos de colores específicos, de nuevo verdes o azules, cuadernos escolares de forma francesa, hojas sueltas de blocks de distintos tamañosų, la obsesiva distribución de los espacios caligráficos, los espacios llenos por la propia escritura y los espacios vacíos destinados a ser borrados cuando "la inspiración" permita encontrar el tono y la atmósfera de la novela.

Y una vez logrados esos tonos, esas atmósferas, se deja la pluma, se rompen los cuadernos, y se recurre a la mecanografía para alterar los mecanismos de la creación y trascender el ámbito de lo estrictamente personal contenido en el llamado borrador, compuesto de letras y de tachaduras, para acceder a otro espacio, esta vez más técnico y anónimo: el del texto mecanografiado que sustituye a la caligrafía; la pluma no se desliza más sobre el papel para conformar unos trazos significativamente coloreados, los trazos que una mano inscribe con su propio dibujo peculiar, intransferible, sus borrones, sus tachaduras, su irregularidad; la mano se coloca ahora sobre unas teclas duras; esas teclas nos avisarán en su austera circularidad que hemos accedido a otro ámbito, el de la escritura impresa, el del libro editado: la mecanografía anticipa la impresión, la reproducción técnica e infinita de los caracteres, que los anonimiza y marca el término del juego, ese lugar donde se cumple interminablemente la repetición, se imponen las reglas individuales, el lugar de la imperfección y por tanto de la vida. Tal vez este minucioso procedimiento pueda explicar algo del proceso de creación y a la vez su liquidación cuando el manuscrito se convierte en libro. Salvador Elizondo, en la nota que precede a la edición facsimilar de Muerte sin fin, publicada por la editorial Cvltvra en 1939 y reproducida en 1989, resume una conversación que tuvo con Gorostiza en relación con el proceso de su escritura:

El texto listo para ser editado ųel que se entregará a la imprentaų es la sentencia de muerte del borrador, lo cotidiano que regulaba la escritura y descubría su vida interior mediante normas condicionadas a su posibilidad. El libro es quizá y entonces la verdadera muerte sin fin; es probable que no resignado a ella, a la muerte, Gorostiza siguiera corrigiendo aunque se tratara de un libro publicado. Imagino que así lo creía. En una declaración de fe pronunciada por el poeta poco antes de morir, en el momento en que se le otorgaba en 1968 el Premio Nacional de Literatura, otra forma de consagración oficial, la final, y, por tanto, un embalsamamiento, se lee:

Y aquí se produce la paradoja: cuando tenemos acceso a los borradores que dan cuenta del proceso de la creación de un texto y por tanto de su crecimiento vital, nos encontramos en el lugar de la muerte: nos acercamos a los borradores cuando ya he concluido la vida de quien escribe, conocemos sus rituales en un afán imposible por entender los mecanismos de la creación, cuando ésta era aún imperfecta y palpitante, la maravilla de lo inacabado, la vida en pleno.

Las formas de la muerte

Como diría Borges, el mérito de obras como la de Gorostiza y Rulfo no está en la longitud, sino en el delicado ajuste verbal. Antes de escribir Muerte sin fin, Gorostiza escribe en 1937 acerca de Cripta, un libro de poemas de Torres Bodet, en realidad, una revisión de una manera de hacer poesía, la de su propia generación:

Extraño poder de este texto cuyo destino es explicar. Se previene contra sí mismo, pues en él se oye hablar a un poeta hablando de otro poeta, aunque en verdad José Gorostiza está reflexionando sobre su futura creación, un poema sobre la muerte que habrá de llamarse Muerte sin fin. Y la muerte se configura desde un principio y de manera literal como una forma rigurosa: "Por el rigor del vaso que la aclara,/ el agua toma forma." Pero, suprema paradoja, ese mismo poeta nos ha prevenido contra una concepción del rigor que podría aniquilar el poema en lugar de darle forma, es decir, en lugar de encontrar la imagen de la muerte, matar el poema. En este contexto, la explicación que del mismo poema hiciera más tarde Reyes, parecería una premonición del temor que Gorostiza manifestaba a matar ųasfixiarų su propia creación, temor siempre presente en los numerosos apuntes que dejó sobre proyectos inéditos, angustia transferida al temor de matar o destruir lo que se ama, ya sea una mujer o la propia creación: "La sustancia, sutilizada ųconcluye Reyesų, se asfixia y perece en la eternidad de la Forma" (Poesía y poética, p. 343).

El poema se fue decantando poco a poco y la imagen del agua, la gota de agua que cae, aparece obsesiva en varios escritos anteriores. En 1969, se publicó en Guanajuato por vez primera una compilación de sus textos de Prosa; destaco un apunte intitulado "Esquema para desarrollar un poema", cuyo significativo subtítulo "Insomnio Tercero" revela la lenta y persistente obsesión:

Es iluminativo cotejar también su ensayo "Alrededor del Return Ticket (1928)" de Salvador Novo:

En el límite extremo están otros poemas, donde se conjuga incesantemente la imagen del agua. Gorostiza quizá pensó que sólo había un modo de decir las cosas y lo encontró en metáforas reiteradas a lo largo de su densa y exacta pequeña obra. Torres Bodet, en una carta del 28 de mayo de 1939, acusa recibo de Muerte sin fin :

Para Jorge Cuesta, "La alegoría de Muerte sin fin tiene toda su sustancia expresiva en un vaso de agua (en el hecho de que un cuerpo líquido esté contenido en un recipiente)..." Y para Paz, en Muerte sin fin: "el agua se vuelve cristal y la palabra, poema. En cierto sentido todo poema es una tumba. En Gorostiza la tumba es transparente..."

La muerte es otra cosa para Rulfo. La similitud hay que encontrarla en la insistente búsqueda de una forma que da cuenta de dos concepciones poéticas sobre la muerte. En los primeros apuntes de los Cuadernos, la muerte es apenas una degeneración física, el deterioro que sigue a la pérdida de las facultades vitales. Es una muerte fisiológica:

Descripción realista que puede remitirnos también a un cuadro barroco, uno de esos cuadros recordatorios de la vanidad de vanidades, espeluznantes, tan característicos de una mentalidad trabajada por los flagelos y los cilicios, un teatro de la mente confeccionado por Ignacio de Loyola. Rulfo ensaya, anota, enlista descripciones, se va empapando de esa idea, juega con los cadáveres, y los asocia con el más allá, cadáveres que tienen alma que se desprende de su cuerpo, en realidad un cuerpo siempre presente convertido en alma en pena. Así la muerte es, primero, una admonición: "A los cadáveres se les dice al oído que están muertos y que no vengan a dar guerra a los vivos" (Cuadernos, p. 26); luego, una verificación:

finalmente, una advertencia:

En las correcciones sucesivas, los cadáveres ya unen la vida con la muerte y recuperan su pasado exacto, porque se han suprimido anécdotas demasiado obvias, se han cambiado los nombres ųde Maurilio Gutiérrez pasamos a Pedro Páramo, de Susana Foster a Susana San Juan, nombres definitivosų, se ha alterado la temporalidad, se han dejado espacios de silencio, se ha cancelado la verosimilitud realista. Cuando Rulfo concluye el proceso a que ha sometido sus textos dejándolos en vilo, devastados, consumados, colindando con el silencio, la muerte se ha despojado también, es una muerte física depurada, casi simbólica, mineral. En Pedro Páramo la muerte, como los demás elementos de la textualidad, no está sujeta a la corrupción, ha dejado de ser fisiológica, es una forma móvil, la del tránsito apenas palpable entre la vida y la muerte, la repetición al infinito de una vida mal vivida, infausta.