La Jornada Semanal, 13 de abril de 1997


En la vida hay amores que nunca

Guillermo Niño de Guzmán

Guillermo Niño de Guzmán nació en Lima, en 1955, y es una de las principales voces de la nueva narrativa peruana. Publicó su primer libro de relatos, Caballos de medianoche, cuando tenía 25 años, y en 1955, luego de una larga pausa, dio a conocer dos títulos: la novela histórica para jóvenes El tesoro de los sueños y el libro de relatos Una mujer no hace verano. Ofrecemos uno de los cuentos de su excepcional primer libro.



I

La música se escuchaba desde afuera y cuando entramos el ruido nos abofeteó en plena cara. El lugar era grande y estaba repleto. Debía de haber sido un antiguo garaje porque el techo estaba cubierto por calaminas. En la pista de baile se arremolinaban numerosas parejas con los rostros sudorosos, jadeando frenéticamente al son de la orquesta.

Nos abrimos paso hacia la barra. El cantinero, un negro grandote e inexpresivo, se acercó.

ųƑQué van a tomar? ųdijo. Su voz era gangosa y sonaba como esos viejos discos de 78 rpm.

Me volví hacia Ernesto.

ųƑQué tomamos? ųle dije. Yo no tenía un cobre.

ųCerveza.

ųDos cervezas ųle dije al negroų. Bien heladas.

El negro trajo las botellas. Las destapó pero cuando me dispuse a cogerlas no las soltó.

ųSe paga por adelantado ųgruñó.

Ernesto lo miró, sacó el dinero y lo puso sobre el mostrador.

Serví los vasos.

ųSalud ųdijeų. Por la noche.

Ernesto levantó su vaso.

ųPor la noche ųdijo.

Bebimos. La cerveza estaba terriblemente helada. Su sabor era áspero y delgado como el filo de una navaja.

Eché una ojeada a mi alrededor. La orquesta había terminado de tocar y la gente regresaba a sus mesas.

ųMira ųme codeó Ernesto. Una mujer venía en nuestra dirección contoneando las caderas. No era muy alta pero eso era lo de menos.

ųNo está mal ųobservé.

ųNada mal ųcorroboró Ernesto.

La mujer se recostó sobre la barra y pidió una cuba libre.

Ernesto se inclinó hacia ella y le susurró algo en el oído.

Ella sonrió. Su tez era morena y cuando su boca se entreabrió reveló una hilera de dientes muy blancos y parejos. Me recordó a alguien.

Luego regresó a su mesa, sin dejar de hacer oscilar sus caderas.

ųCarajo ųse lamentó Ernesto.

ųEstás de malas ųdije.

Ernesto alzó su vaso y bebió un largo sorbo.

ųTodavía no se ha perdido la guerra ųdijo.

No era más de la una de la madrugada y había mucha noche por delante. Una pareja dejó libre una mesa y nosotros la ocupamos.

El animador tomó el micrófono. Era un hombre pequeño y redondo, con unos largos mostachos como de mexicano. Vestía una guayabera blanca y unos pantalones negros.

ųY ahora, señores y señores ųcomenzóų, en el Palacio de la Salsa todo el mundo a divertirse... Aquí nadie se queda sentado, a menos que sea inválido... porque nuestra fabulosa orquesta Sensación Latina nos ofrece ahora... šUsté abusó!

Se escucharon los primeros acordes del arreglo de Willie Colón y Celia Cruz. La cantante acercó el micrófono a su boca. Su voz era chillona pero tenía "sabor", mucho "sabor".

Uno de los mozos se aproximó a la mesa.

ųY, chochera, qué dices ųlo saludó Ernesto.

ųAhí, como siempre ųdijo el mozo encogiéndose de hombrosų. Y tú, qué milagro, por aquí después de tanto tiempo.

ųYa sabes cómo es la vida, compadre ųdijo Ernestoų. Uno da vueltas por aquí y por allá.

ųSolito y tranquilo, quién iba a decirlo...

ųEstoy de mala racha, compadre. Las mujeres se han olvidado de mí.

ųƑO tú te has olvidado de ellas?

ųPor favor...

El mozo lanzó una carcajada. Era una risa entrecortada, a tropezones.

ųVoy a ver si puedo hacer algo para aliviar tu dolor ųdijo, y dio media vuelta y se alejó.

El mozo regresó con dos mujeres.

ųLes presento a Lili y a Susy ųdijo y luego se dirigió a ellasų: Las dejo en buenas manos, chicas.

ųSiéntese ųdijo Ernesto.

Susy era voluminosa y sudaba como una condenada. A su lado, Lili se veía más delgada; tenía la nariz aguileña y un lunar se dibujaba sobre su labio superior.

De repente sentí ganas de largarme de ahí pero mi cuerpo no se movió ni un milímetro.

ųƑQuieren cerveza? ųdijo Ernesto.

ųEso ni se pregunta ųdijo Lili, frunciendo la nariz.

El mozo trajo vasos y más cerveza.

ųƑPor qué brindamos? ųdijo Susy, sonriendo. Sonreía por cualquier cosa. Una sonrisa idiota y repentina.

Ernesto me miró. Yo no dije nada.

ųCuando no hay motivo ųdijo Ernesto alzando su vasoų se hace un salud por la salud...

Susy estalló en carcajadas.

ųTu amigo es muy callado ųle dijo Lili a Ernesto.

ųAjá ųobservó él. Los que hablan poco son los que más hacen.

ųƑAh, sí? ųdijo Lili, asumiendo una expresión de incrédula. Luego giró hacia mí: ųƑEs verdad lo que dice tu amigo?

No dije nada. La miré y deslicé una mano bajo la mesa y le acaricié la pierna.

ųHuy, qué rápido ųdijo ella y le hizo un guiño a Ernestoų. Tenías razón: tu amigo es calladito pero mano larga.

Me levanté.

ųYa vuelvo ųdije.

A mis espaldas escuché la voz de Ernesto:

ųSe va a dar la mano al padre de sus hijos...

Y luego un torrente de carcajadas.

En el baño había que caminar de puntillas para no mojarse. Aguardé a que hubiera sitio en el urinario.

Mientras orinaba un tipo se colocó a mi costado y comenzó a mirarme con demasiado entusiasmo.

ųSi sigues mirando así te voy a romper la cara ųdije. El tipo dudó un momento. Luego comprendió que hablaba en serio y se retiró murmurando algo.

ųEstos maricones son insoportables ųdijo una vozų. Si uno no pone mano dura se le tiran encima.

La voz venía de un hombre de unos treinta años, con el cabello alborotado y que no parecía estar borracho.

Terminé de orinar y me disponía a salir cuando el tipo sacó un papel plegado del bolsillo.

ųƑQuieres? ųme ofreció, abriendo el papel.

ųNo tengo plata ųle dije.

ųCortesía de la casa ųañadió. Lo pensé. Qué diablos, no me vendría mal.

El tipo sacó una llave del bolsillo y metió la punta dentro del polvo blanco. Luego lo echó sobre mi mano empuñada, en el triángulo formado entre el origen del pulgar y del índice. Me lo llevé a la nariz y aspiré hondo.

ųƑQué tal? ųme dijoų. ƑQuieres más?

Asentí.

ųEsta vez tendrás que pagar ųdijo el tipo.

Me reí.

ųYa sabes adónde puedes metértela ųle dije y salí.

La música había acabado.

ųCreí que no regresabas nunca ųme dijo Lili, posando en mí su mirada vidriosaų. Te extrañé.

ųƑSí?

Ella agitó la cabeza. Me tomó de la mano.

ųCreo que vamos a ser buenos amigos ųdijo.

ųSeguro.

ųMe gustan tus ojos ųdijo mientras me acariciaba el cabello.

Me reí de buena gana. Si por algo me distinguía no era precisamente por mis ojos.

La orquesta empezó a tocar nuevamente. "Un bolero de la vieja guardia", había dicho el animador. Era Inolvidable.

ųVamos a bailar ųdijo Lili, y me cogió de la mano y me jaló a la pista de baile antes de que pudiera evitarlo.

Casi no había sito para bailar. Uno se tropezaba continuamente con otras parejas.

ųEres muy duro ųme dijo ella en el oído. Su aliento era tibio y sus labios rozaron mi oreja. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.

El calor era intenso. Una oleada de sudor denso y pegajoso inundó el ambiente en poco tiempo.

Ernesto y Susy también estaban bailando. Al pasar por mi lado Ernesto me hizo un gesto de complicidad.

ųƑAdónde vamos a ir después? ųme preguntó Lilių. ƑTienes carro?

ųSí ųdije.

ųPodemos ir a la playa...

ųClaro.

Ella se apretó contra mí. Su boca se pegó a mi mejilla y sentí su pequeño y oscuro lunar penetrar mi piel como una bola de plomo caliente.

II

ųƑQué te pasa?

Me encogí de hombros. Estábamos acostados sobre la arena. Al fondo, el mar oscuro y salvaje.

ųƑQué tienes?

ųNada.

ųƑEstás muy borracho?

ųEso no tiene nada que ver.

ųƑNo te gusto?

No dije nada.

Comenzó a lamerme el pecho y fue bajando lentamente. Se detuvo en mi ombligo y luego continuó hacia mis ingles.

ųDéjame.

Ella insistió.

ųDéjame, carajo ųdije con fastidio y la hice a un lado.

ųƑNo te gusta hacer el amor?

Me levanté y me alejé hacia la orilla. La brisa hería mi cuerpo desnudo. Todo estaba tan oscuro e impenetrable. El agua me mojó los tobillos. Estaba helada. El rumor de las olas golpeaba mis oídos una y otra vez con su monótona cadencia.

Me animé a entrar. La reventazón de una ola me cogió y me arrastró hacia adentro. Comencé a nadar. No se veía nada pero no tenía miedo. Nadé y nadé hasta quedar exhausto. Luego me dejé mecer suavemente por el vaivén de las olas. Escuché la voz distante de Ernesto que me llamaba. Entonces esperé que la marea me arrojara a la orilla como un madero abandonado a la deriva.

III

Eran las cinco de la madrugada cuando Ernesto me dejó en mi casa. Subí las escaleras a tropezones. No encontré la llave de la luz y a tientas me dirigí hacia la cama y me tumbé sobre ella. Parecía que estaba encerrado en un avión que volaba cabeza abajo.

Miré la pared. La luz del alumbrado de la calle entraba por la ventana y se reflejaba en ella. Pronto amanecería y vendría otra vez esa desesperante sensación de no poder resistir la luz del día. Y empezaría a recordar hasta que nuevamente llegara la noche y, una vez más, volvería a arrojarme en sus brazos. Hasta cuándo, pensaba. Cuándo terminará el recuerdo para dejar paso al olvido. Cuándo diablos.

Cerré los ojos y todo empezó a girar a una velocidad vertiginosa. Mierda. Sentí ganas de gritar.

Miré la pared, en la que dentro de poco se reflejaría el amanecer.

ųPuta ųle dijeų. Eres una puta.

El silencio y la oscuridad.

ųPuta ųrepetí.

Pero era en vano. La pared no dijo nada. No podía decir nada tampoco y nunca sería capaz de decir nada. Nada de nada.

Sólo era una pared vacía de un cuarto vacío de una casa vacía.


La Jornada Semanal, 13 de abril de 1997


La cigüeña

Agustín Cadena

Agustín Cadena nació en el estado de Hidalgo, en 1963, y ha publicado, entre otros, los siguientes libros: La lepra de San Job (novela), Gordas, feas y chismosas (ensayos) y Orgía de palomas (poesía). Ofrecemos uno de sus relatos más recientes.



Una mañana de enero, oscura y malsana como la sombra del signo Capricornio que en esos días había extendido sus alas por sobre todo el territorio de Piero de Medici El Gotoso, nació en Florencia un niño endeble y curiosamente hediondo, que no lloró al nacer. Vio la luz en una taberna cerca del Arno, de la cual sus padres eran dueños, y desde antes que el primer dolor de parto se presentara, una cigüeña entró a la casa con el viento de los Apeninos y se paró sobre un tonel. Se veía vieja y maltratada y empezó a graznar mientras en la recámara gritaba la parturienta. Su graznido era tan triste que, para cuando el niño nació, ya se había vuelto una especie de llanto humano. Pero nadie se atrevió a espantarla; un frío de superstición había paralizado al tabernero y a sus sirvientes. La cigüeña se marchó sola cuando se fue la partera. Salió caminando detrás de ella, como una gallina mansa, y una vez en la calle levantó el vuelo.

Así reconstruyó un cronista anónimo el nacimiento de Jacopo Ridolfi, en parte con la ayuda de testigos presenciales: un par de clientes de la taberna, una cocinera y la madre del divino loco, quien habría de sobrevivirle por varios años. Y en parte ųtestimonio acaso de más responsabilidadų gracias a un dibujo de Sandro Botticelli, que conoció al orate ya en la época de su predicación. Se trata de un boceto en carbón, realizado muy probablemente después del año 1500, en donde aparece la cigüeña sobre un tonel de vino.

En el año 1491 la primavera volvió a retrasarse. El cielo de Florencia emblanqueció y como que se hizo líquido. Algunas aves, pocas, se abrían paso a través de él, lentas y entorpecidas, y se tenía la impresión de caminar en el fondo de un estanque, con palacios sumergidos y renacuajos que nadaban en lo alto buscando la superficie. El viento del norte descendía en oleadas ácidas.

Aquella mañana de Cuaresma, en el atrio de Santa María del Fiore, el ingente profeta Geronimo Savonarola arrojaba un venablo a la corrupción de Florencia. Para él, había vuelto a instaurarse en el mundo la maligna civilización de las ciudades, monumentos a la soberbia y a la mercadería. En su predicación de entonces, que versaba sobre las Lamentaciones de Jeremías, Savonarola profetizaba tribulaciones inminentes. La gente lo escuchaba absorta, arrebatada por sus palabras. Funcionarios, mercaderes y esa masa cada vez más abyecta que formaba el popolo minuto, bebían las palabras del profeta como un cáliz de necesaria hiel. Entre ellos, nuestro cronista anónimo reconoció a dos figuras: una, un adolescente de dieciséis años con un prodigioso don en las manos: Miguel Ángel Buonarrotti. La otra, un joven exactamente de la misma edad, pero cuya aura no era de luz inspirada como la del primero, sino de ardor oscuro y expectante: Jacopo Ridolfi, discípulo insatisfecho del famoso Marsilio Ficcino.

Miguel Ángel se fue pronto, pues no era muy alto y no podía ver bien al profeta. Su sensibilidad hacia las formas de la materia determinaba que no le bastase oír: su alma asía la verdad por medio de los ojos o de las manos. Pero Jacopo Ridolfi sí se quedó. A él le interesaba mucho lo que ese hombre tenía que decir. Ya lo había escuchado antes, lo había seguido. No se perdió ninguno de los diecinueve sermones sobre el Apocalipsis que Savonarola rugió en San Marcos, de Todos Santos al día de Reyes, para denunciar los vicios que estaban pudriendo a la ciudad. El profeta ejercía sobre él una fascinación vigorosa y sobre todo vitalizante: era hombre de acción, y el joven Jacopo, enclenque y avergonzado, creía en el valor de la acción. Por eso dejó al sacerdote Ficcino.

Llegado a este punto, quiero enderezar lo que me parece una injusticia por parte del cronista. Dice éste que Marsilio Ficcino no tuvo más importancia en la vida del orate que la de determinar su adhesión a la vía de Savonarola. Por mi parte, considero que si el loco hubiera conocido a Savonarola antes de recibir enseñanza de su primer mentor, le habría tenido miedo y lo habría rechazado. Porque el espíritu de Ridolfi antes de Ficcino era tan cobarde como su cuerpo. Ya había tenido visiones (cada vez que le pasaba, el graznido de la cigüeña volvía a sonar en sus oídos) pero le habían producido temor porque no las comprendía: no eran visiones proféticas, no hablaban de lo que iba a suceder en este mundo, sino de lo que ya estaba ocurriendo en un mundo imposible. Y el cobarde Jacopo temía estar cometiendo el pecado de dejarse visitar por el Demonio. Ficcino, cuya primera audacia había consistido en afirmar que la filosofía peripatética no era scientia sino malitia, inició a su discípulo en el platonismo y en las enseñanzas de Hermes Trismegisto. Así, lo infectó con el humor prometeico de la osadía de la inteligencia. Y esto, en honor de Ficcino, no es poco.

Jacopo Ridolfi esperaba una señal para empezar su predicación, y sabía que esa señal tendría que venir de la cigüeña. Si el pájaro había llorado su nacimiento era porque conocía su destino. Mientras tanto, miraba con arrobo los enérgicos ademanes del viril Savonarola, y lo seguía de una iglesia a otra, de una a otra plaza, en su carrera de fuego que iba hacia el fuego. Y mientras tanto a él lo seguían dos misteriosas figuras: un cronista oscuro y un gran pintor que sabía que el loco sabía.

La época en que Ridolfi aún no estaba autorizado a revelar sus visiones coincide con los años de más intensa predicación del profeta. Ciertamente, unos meses después que Savonarola, en su sermón de Adviento de 1492, le advirtiera al Papa Alejandro VI sobre la inminencia del Huracán y de la venganza divina, una cigüeña negra amaneció muerta en la casa del loco. Era la señal. Jacopo Ridolfi, el orate del Arno, abandonó su casa y se fue a vivir a las calles profetizando horrores que sólo hacían sonreír a quienes lo escuchaban. Reside ahí su miseria y, tal vez, también su grandeza. Ridolfi no pasó a la azarosa vida de la historia porque no fue un hereje superdotado de novecientas tesis, como Picco della Mirandola, ni un visionario luminoso como Botticelli, ni un profeta de sangre y fuego como Geronimo Savonarola. Ridolfi no tuvo ni siquiera la tenebrosa gloria del hereje; a él nadie lo acusó, nadie lo torturó; fue simplemente, para los niños de Florencia, el pobre loco al que la cigüeña más vieja de Europa se arrepintió de haber traído.

Lo primero que hizo fue pararse en mitad de una plaza y decir que cuatrocientos setenta y seis mundos habían existido antes que éste. Nadie se detuvo a oírlo: nadie, excepto dos figuras misteriosas, se enteró siquiera de qué hablaba. Una gentil donna hasta tuvo la insolencia de mandar una criada a que le diera de comer.

Pasó así un año terrible, de negro pesimismo generalizado. Hasta los taberneros repetían las dos canciones que estaban de moda: De ruina mundi y De ruina ecclesiae. En abril de 1498 comenzó el proceso contra fray Geronimo Savonarola. Y el 23 de mayo, según consta en las crónicas, fue ahorcado y quemado muerto en la plaza pública. Botticelli vio. El loco del Arno vio.

Lenta pero eficazmente, la desazón gangrenó sus fuerzas y su entusiasmo. Si Dios quería hablar por su boca, Ƒa quién se dirigía? ƑPor qué no decía algo que los demás entendieran, algo que por lo menos los llevara a hacerse la pregunta de si creer o no creer? ƑPor qué lo humillaba Dios así? ƑPor qué lo había convertido en un bufón? El orate Jacopo Ridolfi comenzó a tener pesadillas donde cigüeñas negras le sacaban los ojos. Y un día, por fin, decidió rebelarse: no dejaría que nadie hablara más por su boca, sería dueño absoluto de ella.

Esa noche se fue a buscar una taberna y bebió hasta caer dormido. Cuando despertó, estaba acostado en el suelo, entre mantas piojosas y al lado de una prostituta cuyos olores de estro casi podían masticarse. Se quedó a vivir con ella y trató de olvidar el pasado.

Fue en ese año cuando Sandro Botticelli pintó sus cuadros más apocalípticos: La Natividad y La Crucifixión. Pero el loco del Arno nunca más abrió la boca en sentido inspirado. Lo que llegó a nosotros se conservó sólo gracias a su cronista y a algunas notas del gran pintor de los turbiones.

Entre sus advertencias figura una, especialmente notable por la violencia con que el loco volvía y volvía a elaborarla, según la cual, durante la época que él en sus visiones llamaba del Penúltimo Ciro, la simiente de los hombres comenzaría a pudrirse. Los niños nacerían sin galladura, y las razas del mundo se dividirían en dos: las vesánicas y las despreciables, perros y cerdos, jaurías contra piaras. Y nadie tendría rostro. El loco veía enjambres de seres todos iguales entre sí, ejércitos que oscurecían los campos y las aguas y la luz del día, muchedumbres que hervían como larvas en ciudades de plomo. Pero todos eran iguales unos a otros, sin nombres.

Después, en el tiempo que el orate llamaba ya del Último Ciro, los humanos construían escaleras altísimas para asaltar los templos que ellos mismos habían levantado y derribar a sus viejos ídolos. Los pendones caían al suelo y nadie los pisoteaba siquiera. Los que habían luchado por alguno de ellos, los que habían sido perros o cerdos enfermos de rabia, ahora danzaban cogidos de las manos sobre sus propios excrementos y los de sus enemigos. Ocupados en la celebración de esa despreciable paz sin gloria, se habían olvidado de vigilar. Bajo la noche de su historia, una corona de fuego frío iba de un extremo a otro del cielo, señalando el radio de lo muerto.

Entonces, de la sima de la hembra más envilecida salía un ángel. No nacía niño sino hombre. Las piernas de la ramera se abrían hasta descoyuntarse para dar a luz un animal de sangre negra y piel resbalosa como de pez, sordo y mudo, y que tenía los ojos iguales a los de Dios Padre: blancos. Avanzaba por los desiertos sin vida de las naciones, apagando con sus manos quemadas las estrellas.

El ángel que vendría a hacer justicia llegaría por el cielo, volando con lumbre. A la vista de la ciudad que no tendría fronteras, daría nueve vueltas en torno de una espira y de lo alto le llegarían indicaciones, inaudibles para todas las creaturas, sobre cómo y en qué momento descender. Desde su carro de fuego el ángel contemplaría esa ciudad inmensa que imperaba sobre la noche, más rutilante que el cofre de un judío favorito del Demonio. Y tendría un momento de tristeza por lo que iba a hacer.

Ya en la tierra, el loco lo veía correr desnudo, con el falo desenvainado, sobre largos caminos aéreos como listones de plata, entre árboles rectos y blanqueados que no tenían hojas ni daban frutos sino una luz helada y necrofílica. El ángel seguía su carrera a lo largo de una valla de palacios que no terminaba: unos eran bermejos, otros parecían hechos de vidrio, otros se veían deformes como ruinas de bárbaros, otros más tenían en sus muros figuras gigantescas que poseían movimiento.

Así se abría paso hasta las bóvedas de los mercaderes y las cunas de sus hijos, hasta los guetos de los infectados con el mal de Sidón, hasta los baños donde echaban sus abortos las falsas vírgenes. Así pintó con sangre los umbrales de las puertas.


Una clave le faltaba al loco, que murió privado de fe y sin comprender lo que había visto. La recibió la noche de su borrachera, pero no quiso tomarla en serio y dejó pasar el tiempo. Hasta que la cigüeña llegó a graznar en la cabecera de la cama de su mujer.

Jacopo Ridolfi se emasculó al día siguiente de saber que había puesto en la entraña de su concubina un hijo de Satán. Y murió desangrado como un perro, sin gloria y sin hoguera.