La Jornada 23 de abril de 1997

AMARGA VICTORIA

El desenlace de la crisis de los rehenes en la residencia diplomática de Japón en Lima es, a primera vista, una victoria en toda la línea para el presidente Alberto Fujimori y para las fuerzas armadas y la policía del país andino. Sin duda lo es en términos militares, y acaso lo sea también en el terreno político: tal vez el saldo de un solo rehén muerto, dos decenas de heridos y el exterminio de todo el comando del MRTA que ocupó la sede el 17 de diciembre del año pasado incida positivamente en el índice de popularidad del mandatario peruano, tan alicaído en los meses que duró la toma.

Pero ahora se ha hecho público que casi desde el inicio de la crisis el gobierno inició los preparativos para la solución de fuerza que terminó aplicándose ayer.

Ese dato, más la liquidación, en el curso del operativo, de todos y cada uno de los emerretistas, son un rotundo mentís a la disposición declarada por Fujimori a lo largo de estos cuatro meses de buscar una salida pacífica al conflicto, y acaso las evidencias de ese engaño no lo dejen muy bien parado.

Al margen de los significados que pueda tener para el mandatario su acción de fuerza, por lo que hace a la sociedad peruana y a los valores civilizatorios generales, y sin desconocer el hecho positivo de que casi todos los rehenes salvaron la vida, lo ocurrido ayer es en sí una tragedia y es la culminación de otros procesos trágicos ocurridos en la nación andina.

Para empezar, el surgimiento mismo de organizaciones como el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru y Sendero Luminoso derivó de la incapacidad de la clase política peruana para entender y resolver los graves contrastes sociales, la cerrazón política, la vocación represiva y opresiva del Estado y su tendencia a violar masivamente los derechos humanos, incapacidades que han seguido expresándose --y agravándose-- en el régimen de Fujimori.

Una tragedia más fue la guerra que se desarrolló en diversos puntos del territorio peruano durante la década pasada y parte de ésta, una guerra que desarticuló comunidades enteras, dejó un saldo de miles y miles de muertos y destrucción material y colocó entre dos fuegos a la mayor parte de los luchadores sociales y políticos del Perú: la persecución y represión policial y militar y el terrorismo de Sendero Luminoso.

Entre estos dos fuegos, valiosos sectores de la sociedad peruana fueron atomizados, desmovilizados y aun diezmados.

En un terreno, Fujimori les ganó la guerra al MRTA y a los senderistas; en otro, aprovechó el desánimo social y la dispersión política mencionados para, el 5 de abril de 1992, disolver el Congreso e imponer un régimen autoritario, intolerante y no menos represivo que los de sus antecesores, así como una inflexible política económica de corte neoliberal que agravó sustancialmente los desequilibrios sociales, la miseria y la marginación. Igualmente trágica fue la imposibilidad de la sociedad civil de resistir y detener la destrucción de la precaria institucionalidad política que aún quedaba.

La toma de la residencia diplomática y el secuestro de las personas que se encontraban en ella la noche del 17 de diciembre fue, además de un hecho injustificable y condenable, obra de un grupo aislado y carente de base social, vestigio de una organización político-militar otrora poderosa.

Pero, paradójicamente, esa acción puso en el tapete la posibilidad de que el poder público y los remanentes de las guerrillas forjaran, mediante la negociación, una recomposición incluyente de la sociedad peruana; es decir, la conclusión definitiva y pacífica para los conflictos armados, la reinserción social de los rebeldes, la revisión de las causas profundas que gestaron la guerra, el esclarecimiento de las graves violaciones a los derechos humanos ocurridas en el pasado --tan sólo en 1992 ocurrieron 300 ``desapariciones'' y 60 ejecuciones extrajudiciales por parte de las fuerzas de seguridad-- y el combate a las que se perpetran en el presente.

Pero, otra circunstancia trágica, esa perspectiva auspiciosa fue bruscamente cortada en la tarde de ayer por las tropas de asalto del gobierno, sin que la sociedad peruana haya sido capaz de movilizarse para exigir e imponer a las partes una solución pacífica, negociada y constructiva, como era el deseo mayoritario de la propia población.

En el ámbito internacional, queda claro que tanto el gobierno estadunidense como el japonés comparten la responsabilidad del peruano en la imposición de una solución cruenta y de la concreción del designio exterminador.

El primero, por haber entrenado a los efectivos que participaron en el asalto de ayer, y el segundo por haber sancionado y aceptado tal acción en un sitio que es, según las normas diplomáticas, parte del territorio de Japón.

Por otra parte, bien harían los representantes de otros Estados en detenerse a reflexionar sobre estos aspectos de lo sucedido ayer en la capital peruana antes de apresurarse a manifestar su beneplácito y sus felicitaciones al régimen de Fujimori.

En suma, el presidente peruano y su equipo pueden aducir toda suerte de razones legales --que, en estricto sentido, las hay-- para justificar el operativo.

Pero en lo político, en lo social y en lo humano, las ruinas humeantes de la residencia diplomática y la veintena de cadáveres de emerretistas no llevan al Perú a ninguna parte.