La Jornada 18 de mayo de 1997

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Los sueños de Minerva

El estertor de la motocicleta destruye los restos de la noche. Entre el pedacerío de oscuridad se filtra la mañana con su séquito de ladridos y rumores ásperos. Minerva pretende no oírlos pero un nuevo acelerón de la moto le despierta. ``¿Qué día es hoy?'' No importa. Todos son idénticos y siempre se le anuncian con los carraspeos de la moto y las punzadas en el cuello. Hoy son tan vivas que obligan a Minerva a mover la cabeza en busca de alivio, pero sólo consigue que el malestar se le escurra desde los hombros hasta los brazos.

¿Será el anuncio de las terribles enfermedades que aguardan a costureras, planchadoras y galopinas? Para cerciorarse de que no es así, Minerva levanta las manos y mueve los dedos como si estuviera oprimiendo una pelota. ¿Cuánto tiempo hace que no juega? Desde nunca. Se lo impidió primero el trabajo de su madre -a quien, cuando niña, acompañaba por tianguis y casas-, después el suyo.

A sus 21 años la muchacha ha trabajado en muchas partes, así que tiene una amplia experiencia en servir, obedecer y esperar. ¿Qué cosa? Un cambio. Cuando era más joven confiaba en que de un momento a otro iba a ocurrir la milagrosa transformación de toda su vida; hoy se conformaría con mucho menos, por ejemplo: no salir.

A Minerva le gustaría permanecer en la cama, pero su conciencia le recuerda que no puede hacerlo, a menos que acepte pagar las consecuencias y su fatídico desenlace: la pérdida de una jornada de trabajo; sin embargo, por un momento duda. Quizá, si le describe su malestar, sea su madre quien tome la iniciativa y le recomiende reposo. La esperanza de esa breve liberación estalla en el aire -como los restos del sueño cuando escucha la moto en las mañanas- apenas oye la eterna frase: ``Hija, ya levántate. No se te vaya a hacer tarde''.

Minerva siente un profundo disgusto, pero enseguida procura desvanecerlo: comprende que su madre no puede imaginarse hasta qué punto la dañan las diez palabras que repite cada mañana con el mismo acento tembloroso. La cantinela la deprime porque tras la máscara de hacerla cumplir con su deber, su madre oculta sus verdaderos temores -que ella pierda el empleo, que no cobre los 26 pesos con que apenas cubrirán los gastos del día, y así la enfrenta al abandono en que han vivido siempre.

Minerva no recuerda a su padre, pero él ha estado eternamente en su vida bajo el aspecto de una muy dura ausencia. La muchacha se pregunta si reconocería a su papá en caso de encontrárselo en la calle. Difícilmente, y sin embargo a veces, cuando está esperando el metro o el microbús, observa a los desconocidos y se pregunta cuál de ellos llevará su sangre y cuántos tendrán en su conciencia el peso de haber abandonado a una hija. Un diciembre -después de la celebración en la tintorería- fortalecida por varios don pedros en las rocas, llevó su búsqueda al extremo de pararse en una esquina y a preguntarles a los transeúntes: ``Señor, me llamo Minerva. ¿De casualidad no es usted mi padre?''. Nadie le respondió y al día siguiente sufrió un dolor de cabeza tan terrible que opacó enteramente el bochorno de su extraño comportamiento.

II

``Hija, Mine, ya está caliente el agua, ¿Qué no piensas bañarte?''. La segunda llamada para que Minerva se levante y aparezca en el escenario de su vida: comienza en el camino a la terminal y allí concluye, después de haberse pasado ocho o nueve horas trabajando en la Tintorería Leyva. El establecimiento es sofocante a causa del calor y los solventes; al estruendo de las lavadoras, el radio puesto a todo volumen y la eterna prisa de los clientes impide la mínima posibilidad de que Minerva sostenga una conversación con sus compañeros de trabajo.

Si las cosas no fueran así, Minerva se daría mañas para preguntarle a Eustolia, la encargada de recibir las prendas y hacer las boletas, quién es el dueño de unas camisas blancas de las que siempre se desprende un olorcito a sudor y a perfume que la trastorna. Nadie se ha dado cuenta, pero cuando a Minerva le corresponde doblar esas prendas, ella se demora alisándolas despacio, como si estuviera acariciando el cuerpo del hombre que no está, que es un fantasma como tantos otros que habitan los pensamientos de la joven.

La idea de que tal vez hoy pueda conocer al dueño de las camisas blancas la impulsa a levantarse, pero antes de que pueda lograrlo Minerva cae otra vez en la almohada que le parece llena de alfileres según la intensidad de los dolores que siente en el cuello. Para aliviarse un poco de ellos, se vuelve hacia la pared.

A Minerva le gusta pensar que en algún sitio, debajo de las infinitas y torpes capas de pintura chillona y barata, quedaron para siempre detenidas las orlas de salitre. Cuando era niña la fascinaban porque le hacían pensar en olas coronadas de espuma, aunque nunca supo decirse de qué mares. Sus conocimientos de geografía se limitaron a reconocer la semejanza entre un cuerno de la abundancia y la forma del territorio nacional.

Ese concepto se lo enseñó el maestro Julio. Minerva lo recuerda alto, delgadísimo y con un mechón de pelo agitándose en su frente mientras les hablaba de las riquezas contenidas en el cuerno de la abundancia y en el privilegio de formar parte de una comunidad donde ``todos podemos ejercer todas las libertades''. Minerva piensa que de niña no aspiraba a practicarlas todas, sólo aquella que le permitiera alargar la mano y apropiarse de la torta de huevo de Gerardo o del pan dulce que su amiga Socorro llevaba siempre en su morralito de cotín.

Minerva suspira. Se da cuenta de que, aun cuando han pasado muchos años, sus aspiraciones siguen siendo mínimas: sabe que hoy comprendería cabalmente el concepto de libertad si tan sólo pudiera quedarse en la cama y ausentarse del escenario de su vida. ``¿Ya viste? Por no levantarte ya se te enfrió el agua. Allá tú si te bañas con agua fría, pero luego no andes tosiendo''.

III

Para contrarrestar la retahíla de quejas de su madre, Minerva enciende el radio. Una voz masculina, meliflua, lee el horóscopo: insiste en el comportamiento que debe observar Aries, le aconseja a Piscis sonreir en los momentos difíciles.

a Tauro le desea el mejor de los cumpleaños y a Virgo le recomienda que olvide las experiencias amargas y que se apresure para ir al encuentro de sus sueños.

Minerva se pregunta ¿cuál de todos? Tiene muchísimos que aún no se han realizado: ir al mar, comprarle una casa a su mamá, sentirse protegida por su padre, conocer al dueño de las camisas blancas. Quizá el hombre se parezca al maestro Julio. El recuerdo de su profesor le despierta el deseo de reencontrarlo, pero luego se desanima pensando que no tendría nada notable ni maravilloso qué contarle a su maestro. Es como si el tiempo no hubiera pasado para ella: trabaja, como cuando era niña; igual que entonces, la deslumbra la semejanza entre el cuerno de la abundancia y el territorio nacional; como en aquellos año, sólo aspira a ejercer una pequeña libertad entre las muchas que privilegian a los mexicanos.

Muchacha, ¿piensas quedarte acostada? Fíjate qué horas son. No vas a llegar al trabajo, ¿quieres que te corran? Andale, aunque ya no te bañes, vente a desayunar: es tardísimo''. Asustada, Minerva se levanta de la cama y corre a vestirse. Sabe que para ella cada minuto es tardísimo; sin embargo, es posible que este día llegue a tiempo para colmar el más secreto de sus sueños: conocer al dueño de las camisas blancas.