La Jornada Semanal, 22 de junio de 1997



LA NOVIA DE LAZARO


Dulce María Loynaz


La poeta y narradora cubana Dulce María Loynaz fue contemporánea de la Generación del 27. Amiga de Juan Ramón Jiménez y García Lorca, su novela Jardín y su libro de poemas Versos le garantizan un lugar destacado entre los autores de nuestra lengua. Olvidada por décadas, Loynaz renació con el Premio Cervantes 1992. La Jornada Semanal la recuerda a tres meses de su muerte con una selección de su libro Poemas náufragos, publicado en Cuba en 1991, que incluye textos inéditos por más de tres décadas y desconocidos en México. Para cerrar estas páginas, anexamos una curiosa crónica habanera del joven escritor mexicano Angel Gurría.




En 1991, la editorial Letras Cubanas publicó un pequeño tomo de apenas 76 páginas reunido y prologado por Pedro Simón, investigador literario y amigo de Dulce María Loynaz. Su título fue Poemas náufragos y su contenido revela al lector la poesía que por primera vez la autora publicaba en Cuba desde la aparición de Versos, en el lejano 1938. Como lo señalaba el compilador, aquélla era la única obra que ella daba a conocer en más de tres décadas de silencio editorial.

Los poemas que aquí se publican -consigna Pedro Simón- son, parece que definitivamente, los únicos exonerados por la poetisa del eterno silencio al que su autocrítica implacable ha sometido en el transcurso de los años una parte considerable de su obra, destino que estaba previsto hasta ahora para la mayoría de los textos que integran estos Poemas náufragos.

Prosa que no traiciona en momento alguno las leyes de la poesía, cuya exacta fecha de creación no fue fácil de precisar aunque se sabe que los ``Poemas del insomnio'' datan de 1960 y son los últimos escritos por Dulce María Loynaz. El resto de los textos incluidos en esta colección abarca un periodo que va desde los años veinte hasta los cincuenta.

Por su extensión, seleccionamos algunos fragmentos de los ``Poemas de insomnio'' y ``La novia de Lázaro'' -pieza ésta que a pesar de no haberse publicado hasta 1991, su ocasional lectura en círculos de amigos la hizo trascender debido al enfoque controversial de un mito religioso.

La ``Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen'', es una excepción dentro del tomo, pues fue publicada por primera y única vez en 1953, con muy limitada circulación. No obstante, ya entonces el crítico español Antonio Oliver Belmás la calificó como ``la más desolada carta de amor que pueda escribir una mujer sobre la tierra''. Casi cuatro décadas después, Dulce María Loynaz le diría a Pedro Simón: ``La `Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen' es casi un delicado juego poético, un encaje con los más sutiles hilos de la fantasía. Obedeció a una circunstancia especial, al súbito encuentro de una muchacha sensible, imaginativa, con una edad cuatro veces milenaria y con la exquisita criatura de esa edad...''

El poema ``La antigua Tebas'' -único fragmento que ella quiso conservar de su diario de viaje a Luxor, en 1929- es una joya literaria dentro de la apreciable obra de Dulce María Loynaz. De ahí su elección para integrar el tomo de los náufragos y esta breve muestra de su poesía. (Nota y selección: Minerva Salado)


Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen


Joven Rey Tut-Ank-Amen, muerto a los diecinueve años: déjame decirte estas locuras que acaso nunca te dijo nadie, déjame decírtelas en esta soledad de mi cuarto de hotel, en esta frialdad de las paredes compartidas con extraños, más frías que las paredes de la tumba que no quisiste compartir con nadie.

A ti las digo, Rey adolescente, también quedado para siempre de perfil en su juventud inmóvil, en su gracia cristalizada... Quedado en aquel gesto que prohibía sacrificar palomas inocentes, en el templo del terrible Ammon-Ra.

Así te seguiré viendo cuando me vaya lejos, erguido frente a los sacerdotes recelosos, entre una leve fuga de alas blancas...

Nada tendré de ti, más que este sueño, porque todo me eres vedado, prohibido, infinitamente imposible. Para los siglos de los siglos tus dioses te guardaron en vigilia, pendientes de la última hebra de tus cabellos.

Pienso que tus cabellos serían lacios como la lluvia que cae de noche... Y pienso que por tus cabellos, por tus palomas y por tus diecinueve años tan cerca de la muerte, yo hubiera sido lo que ya no seré nunca: un poco de amor.

Pero no me esperaste y te fuiste caminando por el filo de la luna en creciente; no me esperaste y te fuiste hacia la muerte como un niño va a un parque, cargado de los juguetes con que aún no te habías cansado de jugar... Seguido de tu carro de marfil, de tus gacelas temblorosas...

Si las gentes sensatas no se hubieran indignado, yo habría besado uno a uno estos juguetes tuyos, pesados juguetes de oro y plata, extraños juguetes con los que ningún niño de ahora -balompedista, boxeador- sabría ya jugar.

Si las gentes sensatas no se hubieran escandalizado, yo te habría sacado de tu sarcófago de oro, dentro de tres sarcófagos de madera, dentro de un gran sarcófago de granito, te hubiera sacado de tanta siniestra hondura que te vuelve más muerto para mi osado corazón que haces latir... que sólo para ti ha podido latir, ¡oh, Rey dulcísimo!, en esta clara tarde del Egipto -brazo de luz del Nilo.

Si las gentes sensatas no se hubieran encolerizado, yo te habría sacado de tus cinco sarcófagos, te hubiera desatado las ligaduras que oprimían demasiado tu cuerpo endeble y te hubiera envuelto suavemente en mi chal de seda...

Así te hubiera yo recostado sobre mi pecho, como un niño enfermo... Y como a un niño enfermo habría empezado a cantarte la más bella de mis canciones tropicales, el más dulce, el más breve de mis poemas.


Poemas del insomnio


II


Como he velado toda la noche, el día de hoy se me ha unido al de ayer; se quedaron por tanto los dos días sin línea divisoria entre sí, soldándose uno al otro hasta ya hacerse ambos un solo día grande, amorfo, innominado. No sé cuál es ayer ni cuál es hoy; no sé si ayer es todavía hoy o si hoy ya era ayer. Y no sé qué esperanza me ha fallado, ni qué pena dejó de serlo; o qué afán me sujeta todavía, o qué ilusión me engaña, o qué nube se cierne en mi horizonte. Y pronto no sabré si vivo o he muerto ya de tantas cosas de que debía morir de ayer a hoy, un día anticipado que será pronto mañana.

Sé que mañana es siempre una inquietud aunque no sea ya por lo que mude, sino por lo que deje. Mañana será siempre una sombra que despejar, una cuenta pendiente con el destino. Si no duermo, Señor... ¿Cómo sabré cuándo es mañana? ¿Cómo liberarlo de esta bruma del sueño no saciado, cómo no reconocerlo y reclamarle todo lo que en mi vida hecha de azares, se aplazó, se dejó para mañana?


III


Y yo recuerdo ahora cómo era dulce el sueño: no el sueño mismo, sino su dulzura. Recuerdo el modo en que llegaba sutil como un perfume evaporado de alguna flor sin nombre, exquisito y real al mismo tiempo a la manera de un jardín distante; era ese olor a selva que de lejos trae hasta la ciudad alguna ráfaga cargada de lluvia todavía sin caer.

Porque el sueño era eso, un trascender otros paisajes, no sé si descubriéndolos o simplemente retornando a ellos. Mas era en todo caso un retorno sin pies y sin camino; sin resbalar de luz en sombra, o sombra a contraluz, o sombra pura. Tampoco sé si era yo quien iba al sueño, o el sueño descendía sobre mí. Tal vez él me rondaba, me elegía como elige su flor la casta abeja. Flor puede ser para el ansiado sueño, tierna y propicia con mi gota de miel no muy profunda: sé que dormía entonces -lenta, morosa, deleitosamente-, puedo decir ahora que por zonas del cuerpo y la conciencia, al modo de quien va cerrando puertas y cierra al fin la última.

[...]


V


Ahora, sin dormir... Ya tú ves. Acabaré por perder todos mis rastros y quién sabe si tu señal en ese torvo empate de los días con las noches, que no me deja la ilusión de empezar a vivir, de nacer otra vez cuando despierto. Y no se puede -te lo digo yo- vivir por muchos años sin volver a nacer de vez en cuando; sin estrenar un poco cada día el paisaje de todos los días en la misma ventana...


La novia de Lázaro


A mi hermana Flor

y el que había estado muerto, salió
atadas las manos y los pies con vendas
y su rostro estaba envuelto en un sudario

Vers. 44, Cap. 8, Evang. S. Juan


I


Vienes por fin a mí, tal como eras, con tu emoción antigua y tu rosa intacta, Lázaro rezagado, ajeno al fuego de la espera, olvidado de desintegrarse, mientras se hacía polvo, ceniza, lo demás.

Vuelves a mí, entero y sin jadeos, con tu gran sueño inmune al frío de la tumba, cuando ya Martha y María, cansadas de esperar milagros y deshojar crepúsculos, bajan en silencio lentamente la cuesta de todas las Bethanias.

Vienes; sin contar con más esperanza que tu propia esperanza ni más milagro que tu propio milagro. Impaciente y seguro de encontrarme uncida todavía al último beso.

Vienes todo de flor y luna nueva presto a envolverme en tus mareas contenidas, en tus nubes revueltas, en tus fragancias turbadoras que voy reconociendo una por una...

Vienes siempre tú mismo, a salvo del tiempo y la distancia, a salvo del silencio: y me traes como regalo de bodas, el ya paladeado secreto de la muerte.

Pero he aquí que como novia que vuelvo a ser, no sé si alegrarme o llorar por tu regreso, por el don sobrecogedor que me haces y hasta por la felicidad que se me vuelca de golpe. No sé si es tarde o pronto para ser feliz. De veras no sé; no recuerdo ya el color de tus ojos.


II


Tú dices que no es tarde y que la muerte no tiene más sabor que tiene el agua. Dices que fue apenas en la reciente lunada cuando te dejamos tras la terrible piedra del sepulcro y aún no segaron en la mies el trigo que estaba verde la mañana aquella en que salimos a castrar colmenas y nos besamos por la vez última...

Yo no contaba el tiempo, bien lo sabes. Sólo cuando te fuiste empecé a contarlo, empecé a morirme bajo los números y las horas y los días que en mi cuenta se hicieron infinitos como son infinitas las angustias que caben en un instante de mal sueño.

¿Por qué quieres que cuente bien ahora, que tengo prisa ahora, cuando ya con los dientes le gasté todos sus filos a la prisa? Yo esperé un siglo sin esperar nada. ¿Y tú no puedes esperar un minuto esperándolo todo?

Dime, Lázaro: ¿Acaso no era más difícil resucitar que quedarte, cuando mi alma se abrazaba a la tuya forcejando hasta desangrarse, con la muerte?

Vamos, refrena ahora los corceles de tu estrenada sangre y ven a sentarte junto a mí, ven a reconocerme.

Yo también soy ya nueva de tan vieja: de los milenios que envejecí mientras el trigo maduraba en la misma mies, mientras lo tuyo era tan sólo una siesta de niño, una siesta inocente y pasajera.

Y no te impacientes, amado mío, que yo aprendí paciencia como letra con sangre, bien entrada.