La Jornada viernes 8 de agosto de 1997

Miguel León-Portilla
¿Miedo a la autonomía indígena?

El reconocimiento jurídico de autonomía para los pueblos indígenas provoca en algunos gran temor. Se ha expresado que, de reconocerse a nivel constitucional dicha autonomía, se correría el peligro de fragmentar al país en numerosas ``nacioncillas''. Existirían incompatibles superposiciones de gobierno, dicen otros. Los indios pretenderán --también se ha opinado-- que se les reconozcan otros derechos, consecuencia de su autonomía. Entre ellos se ha señalado que el fomento de sus lenguas atentaría contra la unidad lingüística que el país ha tratado de consolidar, y también, lo que algunos consideran más grave, dar lugar al reconocimiento de territorios propios.

Analicemos esto con objetividad. Una cierta forma de autonomía indígena --aunque a veces precaria y no reconocida jurídicamente-- de hecho ha existido y existe en no pocos lugares del país. La invasión europea no alcanzó a suprimir estructuras de carácter sociopolítico de numerosos pueblos indígenas. Estos mantuvieron la cohesión de los que se conocían en náhuatl como altépetl, es decir, ``pueblos'', no sólo en su sentido de asentamientos humanos, sino también de unidades sociopolíticas con una serie de principios organizativos en un territorio determinado. Las Leyes de Indias reconocieron su existencia. Esto cambió cuando México consumó su independencia. Desde el Plan de Iguala y luego en las constituciones de 1824 y 1957 se partió del principio, de pretensiones igualitarias, de que entre los habitantes del país no debía reconocerse diferencia alguna. Los indios, sus tradiciones y cultura, quedaron entonces excluidos como tales del ámbito jurídico. Con certera burla denunció esto don Carlos María de Bustamante:

``Paréceme que oigo un retintín de que ya no hay indios; de que todos somos mexicanosÉ Valiente ilusión a fe mía para remediar males efectivos y graves. Ya no hay indios, pero sí las mismas necesidades que aquejaron a los indios. Qué bobería alimentarse de ilusiones y por medio de ellas querer engañar a los pueblos.''

Si los indios, en cuanto tales, quedaron fuera del marco jurídico, el artículo 27 de la Constitución de 1857 los privó además de la posibilidad de poseer tierra en forma comunal. Consecuencias dramáticas fueron el incremento del latifundismo y el arrinconamiento indígena en las zonas más pobres. Sólo en la Constitución de 1917, sin emplear las palabras ``indígena'' o ``indio'' sino las de ``condueñazgos, rancherías, pueblos, congregaciones y tribus'', volvió a reconocérseles el derecho de ``disfrutar en común las tierras, bosques y aguas que les pertenezcanÉ''. Atenuante fue éste de la desgracia y exclusión jurídica de lo propio y tradicional de los pueblos indígenas.

Contra viento y marea muchos de ellos han conservado y conservan hasta hoy sus lenguas y su diferencia cultural respecto de los no-indios. Sobre todo mantienen sus propios sistemas de organización social y política en los que ocupan lugar prominente los consejos de ancianos, los ``principales'', los que desempeñan determinados ``cargos'' como presidentes de ``ayuntamientos regionales'' hasta los de ``gobernadores''. Tales formas de organización, con sus variantes, se sustentan en la familia tradicional, la familia extensa y los linajes, pobladores de territorios que les son propios.

Esto, que es realidad insoslayable en muchos pueblos indígenas, significa que, a pesar de todo, ejercen una autonomía de facto, sin fragmentar por ella al país. Su demanda de reconocimiento jurídico no es cuestión de palabras. Implica que se piense y se actúe en México como lo que realmente es: país pluricultural y plurilingüístico.

Han dicho algunos que las diferencias culturales que mantienen los indígenas dan testimonio de su atraso. La respuesta es que, a pesar de la marginación a que han sido sometidos, preservan valores dignos de grande aprecio y que el mundo moderno, en riesgo de globalización, ha perdido o está en peligro de perder. Pensemos en su sentido comunitario y de solidaridad; su cohesión familiar; el respeto a la naturaleza y al saber de los ancianos; el rechazo a la corrupción, así como el aprecio por aquellos que han servido al propio pueblo y son los que habrán de representarlo y gobernarlo.

Partiendo de lo que ya existe, es viable y de elemental justicia que en los casos de aquellos municipios que de hecho se gobiernan por sí mismos con sus consejos, sistemas de cargos, impartición interna de justicia, y tenencia de la tierra en forma comunal, se reconozca a nivel constitucional la autonomía indígena.

Además, aquellos municipios indígenas contiguos, y con afinidad cultural, podrán integrar las que cabrá llamar regiones indígenas autónomas. Sus habitantes deberán tener acceso al disfrute de los recursos naturales de sus tierras y territorios, y a elegir no sólo a sus propias autoridades sino también a sus representantes en varios niveles, como diputados estatales y federales. Todo ello exigirá que dispongan de recursos económicos --incluyendo créditos y subsidios-- para lograr su desarrollo equitativo y sustentable. Es obvio que habrá de legislarse acerca de los requisitos para que los pueblos indígenas reciban el reconocimiento de su autonomía.

Cuando, al fin, suprimido todo vestigio de colonialismo, los pueblos indios vuelvan a ser dueños de su destino, los mexicanos nos sentiremos orgullosos de haber dado su lugar a quienes, oprimidos, han vivido siglos de exclusión en su propia tierra. Los hermanos indios con su cultura han aportado el sustrato más hondo de nuestro ser nacional. Con su presencia contemporánea y sus anhelos preanuncian fulgores de esperanza ante las amenazas de una globalización tan rampante como inhumana.