La Jornada sábado 9 de agosto de 1997

Elena Poniatowska
Cuicuilco* (Primera de dos partes)

Preparan la mezcla, enciman un ladrillo sobre otro, levantan los muros. Cuando han terminado la casa, cualquier casa, los albañiles se van. Nada de eso es para ellos. Si bien les va, el maestro volverá a llamarlos para construir otra cosa. La única recompensa además de la raya que se paga el sabado a medio día: es la fiesta del día de la Santa Cruz. Entonces les dan cervezas, mole o barbacoa, mixiotes o tacos. Si pretendieran entrar a la casa que construyeron y que se saben de memoria, les darían un balazo o, por lo menos, los meterían a la cárcel. En nuestro país, todo se privatiza, ya nada es de nadie, ni siquiera los parques públicos, ni siquiera las grandes zonas arqueológicas.

¿Qué sucedía con los constructores de antes de la Conquista? Cargaban en su espalda sí, levantaban con sus brazos sí, su jornada era de sol a sol sí, morían en su trabajo sí, al igual que hoy mueren bajo un montón de piedras y varillas, pero al final, Teotihuacan era de ellos, Zempoala también y a Cuicuilco podían recorrerlo, impregnarse de su grandeza, ver los volcanes desde su altura, enorgullecerse de su obra, rendirle a sus dioses, amanecer con el mundo y dormirse bajo la bóveda celeste.

Ya no necesitamos de los conquistadores para destruir nuestro pasado, hoy lo hacen los arquitectos coludidos con los empresarios. Tlatelolco, encajonado por la torre de Relaciones Exteriores y por el horrible conjunto de edificios mal diseñados y peor construidos (allí está el edificio Monterrey que se volteó sobre sí mismo y quedó como gato boca arriba después del terremoto de 1985, como ejemplo criminal de la corrupción de los constructores) fue violado cuando en vez de darle espacio a ese maravilloso conjunto de joyas prehispánicas se le convirtió en la Plaza de las Tres Culturas. Era la gran plaza, el mercado con su altísimo templo a Huitzilopochtli. Si la Colonia tuvo a bien destruirlo, nosotros le dimos la puntilla con nuestros mezquinos rascacielos de pacotilla, que se cuartearon de arriba abajo. Lo mismo sucedió con Tenochtitlan, el Templo Mayor, su tzompantli o altar de cráneos en piedra, cuyos restos vemos hoy al lado de la Catedral y a cuya magnificencia debemos el hallazgo de la Coyolxhauqui, la diosa lunar. A éste magnicidio viene añadirse hoy, el de la pirámide de Cuicuilco, el primer centro ceremonial de América.

Cuicuilco es hoy la ciudad más antigua del Valle de México y una zona arqueológica a la que podemos acceder con facilidad. Mutilada por la ex fábrica de Loreto y Peña Pobre, cortada también por los edificios del INAH (¡qué ironía!) subsiste sin embargo frente a los multifamiliares construidos en 1968 para las Olimpiadas, en el sur. Parque público, los domingos es fácil ver a familias enteras trepar por su pirámide circular de 20 metros de altura. Redescubierto en 1922, después de que el volcán Xitle lo cubriera de lava, Cuicuilco es parte de nuestra casa, nos queda a la mano, a la vuelta de la esquina, es nuestra pirámide perro, nuestra pirámide canario, nuestra pirámide cafetera, podemos oírla borbotear y cantar desde la sala, podemos gozarla sin ir más lejos, rendirle pleitesía a nuestro abuelito, el anciano jorobado, el Dios Viejo que sostiene en la espalda un brasero de fuego con toda dignidad y belleza.

--Mira hijo, los volcanes.

La mirada circular del niño lo abarca todo. Se siente crecer, también él puede llevar en los hombros un brasero de fuego como el Dios Viejo.

* Texto leído en el Foro Cuicuilco 97