La Jornada Semanal, 5 de octubre de 1997



TRAS LA REVOLUCION


Hugh Thomas



Carlos Salinas de Gortari, quien hace poco era presidente de México y uno de los hombres más poderosos de América Latina -y ahora vive en el exilio, en Irlanda-, solía defender su decisión de embarcarse en el Tratado de Libre Comercio para América del Norte como un intento de dar un marco formal a una asociación que de hecho ya existía: una boda convencional entre dos personas que vivían juntas. Sin embargo, la relación entre México y Estados Unidos jamás ha sido amorosa. Los mexicanos y los norteamericanos desconfían unos de otros y a veces se desprecian mutuamente. Es innegable que los norteamericanos tienen una larga tradición de antipatía hacia los mexicanos. Después de la Revolución mexicana, las novelas populares crearon un abominable estereotipo del mexicano que parecía habitar la imaginación de algunos anglos. Si bien, por otro lado, los Estados Unidos están salpicados de universidades en las que distinguidos investigadores han realizado grandes tareas de interpretación histórica. Pensemos en el difunto Irving Leonard y sus obras: Los libros del conquistador y La época barroca en el México antiguo. O en Arthur Anderson y Charles Dibble y su extraordinaria traducción, del náhuatl, del Códice Florentino. O en las excelentes versiones que hizo L.B. Simpson de La vida de Cortés, de López de Gomara, y de La conquista espiritual de México, de Robert Ricard. O en Charles Gibson, cuyo libro Los aztecas bajo el dominio español transformó nuestro entendimiento de ciertos días secretos. ¿En México hay alguien que sepa tanto del PRI como Roderik Ai Camp?

A pesar de todo, siempre ha sido difícil saber con exactitud qué libro recomendar a un norteamericano que quiera saber acerca de los orígenes del México moderno. Vecinos distantes, de Alan Riding, tenía un enfoque estrictamente contemporáneo y se concentraba en asuntos sociales y económicos. Los muchos Méxicos, de L.B. Simpson, no tocaba en realidad el siglo XX. La historia de México en un volumen de H.B. Park era una obra calificada y explicaba todo, pero lograba la inusual proeza de aburrirnos con su relato. La vida en México, de Fanny Calderón de la Barca, es un libro encantador y perspicaz, e hizo por el México de antaño casi lo mismo que el Marqués de Custine hizo por la antigua Rusia, pero hasta en México la década de 1990 es distinta a la de 1840. Un viaje a don Octavio, de Sybil Bedford, es un libro de viajes engañosamente simple, pero también es una obra fechada. ¿Graham Greene? Odiaba México y, en todo caso, si se quiere una novela como introducción al país, existen varias de escritores mexicanos -Mariano Azuela, Carlos Fuentes, incluso Luis Spota- que son superiores en todos los aspectos.

¿Qué leer como introducción a lo que ha ocurrido en los dos últimos siglos en México? Ahora puede darse una respuesta con toda confianza: la emocionante y entretenida historia de México desde 1810, de Enrique Krauze. Este libro, hermosamente escrito, ha sido espléndidamente traducido del español por Hank Heifetz. Krauze es ingeniero de profesión y nieto, según nos cuenta, de un sastre polaco judío que emigró a México, pero que se habría ido a los Estados Unidos si hubiese sido admitido. Esta pérdida de Estados Unidos fue benéfica para México. El viejo Krauze hizo trajes para un prominente miembro del PRI. El joven Krauze es el contundente obituarista de ese partido.

PRI son la siglas del Partido Revolucionario Institucional, una organización que emergió de la Revolución mexicana, o más bien de los herederos de esa Revolución, determinados a evitar más brotes de violencia. El último levantamiento militar fue una absurda rebelión contra Lázaro Cárdenas en los años treinta; pero esa instintiva recurrencia a las armas, que hasta entonces fue la reacción que cabía esperar de un candidato derrotado en una elección -especialmente en los años veinte-, ha desaparecido. Ahora el PRI parece estar condenado. Como apunta Krauze: ``... sin duda [en los últimos dos años] ocurrieron cambios progresivos de tipo inimaginable bajo Salinas. En casi todos los casos, las elecciones estatales y municipales habían sido honestas y el PRI aceptó sus derrotas.''

En muchos aspectos, el PRI cavó su propia tumba. Sin embargo, no debería soslayarse su legado positivo. Durante la guerra fría, su política exterior estuvo basada en una neutralidad -a veces expresada con mojigatería- que enfureció a la mayoría de los gobiernos estadunidenses, pero que, nos guste o no, fue un éxito, pues cobijó a México de la guerrilla que fácilmente podría haberse exportado de Cuba en los años sesenta y setenta. El PRI también presidió la modernización económica del país; y es evidente que el régimen no sofocó la vida artística de México, como lo atestiguan los últimos cincuenta años de pintura, literatura y arquitectura.

A pesar de la corrupción en su seno, el PRI también se las arregló para atraerse la adhesión de muchos destacados funcionarios públicos, como Pedro Aspe, el articulado e imaginativo secretario de Hacienda, o el notable Luis Donaldo Colosio, el candidato presidencial asesinado en Tijuana en 1994, a quien Krauze justamente califica como ``un hombre cortés y prudente[...] hecho para la concordia, no para el conflicto''. Es difícil perdonar la ruina de la ciudad de México durante estos setenta años, y es triste ver una fotografía del Paseo de la Reforma durante los años cuarenta, cuando el aire era transparente -para evocar la novela de Carlos Fuentes. A pesar de todo, gracias a una política de benigna negligencia aún se conserva la mayor parte del centro histórico de la capital. La pobreza del campo es grave, pero es difícil creer que cualquier otro gobierno habría logrado el equilibrio con tasas de natalidad tan grandes como las que México registró en los años sesenta y setenta.

Parecería que de cualquier manera el juego ha terminado para el PRI, especialmente tras la victoria de Cuauhtémoc Cárdenas en las recientes elecciones para gobernador de la ciudad de México. En los últimos capítulos, Krauze comenta con gran perspicacia cómo sucedió esto. El asesinato de Colosio provocó un escándalo internacional que dañó los fundamentos del régimen aún más que la rebelión del subcomandante Marcos, y las ramificaciones de las investigaciones sobre las muertes del secretario general del partido, José Francisco Ruiz Massieu, y del arzobispo de Guadalajara, han sido aún más desastrosas. El grado de corrupción que afectó a la familia del ex presidente Salinas se convirtió en un escándalo, no local, sino internacional, cosa que nunca antes había sucedido, pues se trata de un asunto relacionado con el narcotráfico que involucra a generales y políticos. Sólo hasta ahora se ve con claridad la medida en que México ha sido avasallado por los barones de la droga. Krauze nos guía a través de esta maraña de acusaciones e inacabadas persecuciones con un pulso tan firme como el que emplea para discernir las razones de la caída de Porfirio Díaz en 1911, acontecimiento en el que encuentra similitudes con la situación actual.

Krauze hace una breve aparición anónima hacia el final de su libro, cuando habla del movimiento estudiantil del '68, en el que jugó un papel menor, como uno más de los inteligentes estudiantes que anhelaban que el cambio político surgiera de la protesta contra un sistema corrupto. Después, Krauze se convirtió en subdirector de Vuelta, la revista independiente fundada por Octavio Paz. Durante mucho tiempo, Vuelta se mantuvo en un solitario camino de disidencia frente a la cultura política oficial que, casi hasta el final, estuvo dispuesta a concederle el beneficio de la duda a la Unión Soviética, y todavía se lo concede a Castro. (Mi primer contacto con la revista fue en 1985, cuando Krauze consideró publicar un artículo mío en el que comparaba a Castro con Mussolini -un artículo que incluso Vuelta estimó difícil de manejar.)

El tema principal del importante libro de Krauze es la medida en que la tradición ha conspirado con la circunstancia para convertir a la persona del Presidente mexicano en una figura absolutamente dominante -aún más, en su contexto, que el presidente de Estados Unidos, quien, por regla, tiene que gastar la mitad de su tiempo negociando con el Congreso. En México no ocurre tal absurdo. El presidente manda.

El resultado es que, aun para sus críticos más feroces, la atracción hacia la presidencia ha sido irresistible. Alguna vez Daniel Cosío Villegas, el historiador del periodo de Díaz -un hombre brillante y benévolo, que fue maestro de Krauze-, admitió que la idea de convertirse en Presidente formaba parte de sus fantasías. Y no sin razón, en su caso, pues cuando trabajó para José Vasconcelos, el vanguardista secretario de Educación de los años veinte (con quien D.H. Lawrence se rehusó a comer), éste afirmaba que tenía la seguridad de que sucededería en el poder a çlvaro Obregón, y que lo lógico sería que Cosío lo sucediera a él. Vasconcelos participó en las elecciones de 1929 como el último candidato independiente frente al partido antecesor del PRI. Es probable que haya ganado, pero fue despojado en forma fraudulenta, y más tarde se convirtió en un brillante escritor con opiniones acentuadamente hispanófilas.

El libro de Krauze está basado en la serie de biografías de presidentes y héroes modernos de México, desde Díaz hasta Cárdenas, que escribió a principios de los años ochenta. Esas biografías tuvieron un gran éxito, debido a que los mexicanos tienen un apetito por la historia más grande que el de otros pueblos, como lo ha señalado Octavio Paz en su célebre Laberinto de la soledad. Krauze evoca vívidamente la imagen de Madero, hablando siempre desde un balcón en alguna plaza de armas provinciana, y de Zapata, cabalgando interminablemente hacia la capital -y, podría haber añadido Krauze, la de un virrey que inicia eternamente un baile en el Palacio Nacional.

Sin embargo, aunque basada hasta cierto punto en las biografías publicadas, Biografía del poder tiene un alcance mucho más amplio, pues incluye una serie de retratos de otras personalidades que se han impuesto en la política mexicana a lo largo de los casi doscientos años transcurridos desde que, en 1810, un caluroso mediodía Miguel Hidalgo dio el grito contra el imperio español en la iglesia de Dolores.

No todos los personajes presentados por Krauze alcanzaron la cima del poder político. Comienza con dos estudios reveladores acerca de los ``sacerdotes insurgentes'', Hidalgo el primero de ellos, y su sucesor, José María Morelos.

El retrato de Morelos ofrece una imagen justa, atenta e interesante de un patriota bondadoso. Como señala Krauze: ``Uno puede entender cómo este nuevo Mahoma despertó no sólo la adhesión sino el amor de sus fieles seguidores. Durante el sitio de Cuautla, en 1812, las voces de la gente entonaban esta canción:

Y el retrato de Hidalgo hecho por Krauze muestra cuán poco equilibrado fue realmente ese héroe de la Independencia, pese a que sus blancos rizos eran presentados a lo largo y ancho del país como si su dueño hubiese sido un profeta cuyo ejemplo debe recordarse. Krauze cita una reveladora declaración de Hidalgo, después de ser capturado por los españoles, en la que admite que ``ninguno de los muertos por órdenes suyas [en Guadalajara] fue sometido a juicio, ni existía razón para hacerlo'', porque, añade Hidalgo, con una honestidad que se antoja absurda, ``sabía perfectamente bien que eran inocentes''.

Es menos sorprendente el retrato que hace de Lucas Alamán, el culto conservador decimonónico que, desafortunadamente para México, murió demasiado joven para ser Presidente. También hay dos capítulos cautivadores sobre Zapata y Pancho Villa, dos brutales revolucionarios que, felizmente en ambos casos, nunca ganaron el máximo poder político, aunque estuvieron cerca de conseguirlo. Ellos fueron quienes dominaron el segundo acto de esa gran ópera conocida como Revolución mexicana, así como han dominado buena parte de la imaginación política mexicana después de sus violentas muertes. Krauze cita el elocuente juicio que hace Paz sobre Zapata: ``Con Morelos y Cuauthémoc, es uno de nuestros héroes legendarios. Realismo y mito se alían en esta melancólica y ardiente y esperanzada figura, que murió como había vivido: abrazando la tierra. Como ella, está hecho de paciencia y fecundidad, de silencio y esperanza, de muerte y resurrección.''

En la última parte del libro -en un estudio que siempre se concentra en lo personal-, Krauze inserta algunos comentarios serios, interesantes y provocadores acerca del México moderno. Así, el capítulo sobre Miguel Alemán, el presidente que se enriqueció con la expansión del negocio turístico a finales de los años cuarenta, incluye un excelente estudio de ``alquimia'', en el que describe cómo, durante cuarenta o cincuenta años, el PRI se las ha arreglado para mantenerse en el poder de manera ininterrumpida. Esa ``alquimia'' implica impedir físicamente que los votantes lleguen a las casillas, la pérdida de las boletas antes de que lleguen a la casilla o cuando van en camino de ser contadas, la inesperada enfermedad del presidente de casilla, o incluso un incendio ``accidental'', como el que destruyó el edificio en cuyos sótanos estaban guardados los votos de la elección de 1988. La justificación de tal comportamiento, como explicaba alguna vez Gabriel Zaid, un importante colaborador de Vuelta, era que los gobiernos habían temido, o habían fingido temer, que si los votos no eran manipulados, la gente habría elegido como Presidente a alguien totalmente inapropiado -a un sacerdote, a un cantante o a un torero.

México tiene la organización política más antigua del continente americano. Durante quinientos años, su administración ha estado asentada en lo que alguna vez fue Tenochtitlan y ahora es la ciudad de México, y de una u otra forma ha sido una especie de capital desde 1325. La ciudad de México ha conservado muchas de sus magníficas edificaciones coloniales, así palacios como iglesias, en varios de los cuales se emplearon las piedras de tezontle de los palacios aztecas. Sin embargo, en opinión de Krauze, la historia de México se ha caracterizado por una notable continuidad, no sólo con el dominio español, sino también con el azteca.

Krauze hace hincapié, por ejemplo, en un fascinante paralelismo. ``Los aztecas -dice- habían desarrollado un complejo procedimiento para elegir a su tlatoani, y mediante un misterioso proceso de transmisión el modelo apareció casi intacto en el México del siglo XX. Este es el método del tapadismo, un cónclave de nobles y jefes militares que se encuentran de manera privada para discutir en secreto la selección de su heredero al trono.'' Y es precisamente de esta manera que, en los tiempos modernos, la ``familia revolucionaria'' hace su selección. En ambos casos, el voto del gobernante saliente -antes de la muerte, en el caso de los aztecas, al término del sexenio, en el caso del Presidente moderno- ha jugado y sigue jugando un papel importante, pero no siempre decisivo. (Así, el emperador Tizoc parece no haber favorecido a su hermano Ahuizótl en 1486, y el presidente Ruiz Cortines no fue la primera elección de Alemán en 1952.)

Desde luego, entre el imperio azteca y los tiempos modernos está la Nueva España, la era colonial, tan rica y tan descuidada por la mayoría de los historiadores. Ciertamente, el virrey gobernaba a la manera de un monarca, si bien su poder era mucho más limitado que el de un presidente moderno. La diferencia entre el virrey, por un lado, y el tlatoani y el presidente, por el otro, es que estos últimos han de presentarse ante el pueblo para ser aprobados formalmente -el presidente mediante una campaña electoral absolutamente extraordinaria que Krauze describe como ``validar simbólicamente la legitimidad del destape, comportándose como si el voto del pueblo fuera lo que contara''. Krauze cita a Cosío Villegas, quien dice que, hacia 1960, la presidencia en México se había convertido en ``una monarquía sexenal absoluta, heredada a través de una cesión colateral''.

Krauze es un historiador demasiado bueno como para ponerse a profetizar. Pero sabe mejor que nadie que una de las lecciones de la historia mexicana es que el cambio siempre ha sido precedido por un derramamiento de sangre. Recuérdense la Revolución de 1910-1920, las guerras civiles del siglo XIX, la guerra de Independencia y (¿por qué no?) la conquista española en 1520-1521. No obstante, se permite imaginar un final feliz a la tormentosa aventura mexicana con el poder:

Hay razones para semejante optimismo en el México de hoy. Primero, México es un país multinacional (en el que todavía se hablan más de cincuenta lenguas indígenas), pero no es Yugoslavia. La violencia puede ser una de las corrientes ocultas de la vida mexicana, pero no es étnica, ni religiosa, ni racial. (La rebelión del subcomandante Marcos en 1994 tenía un matiz de fondo racial pero, como señala Krauze en un capítulo especialmente bueno, el ojiverde líder de ese grupo es un hombre blanco, proveniente de Tampico, y ex estudiante de filosofía.) Aunque los asuntos raciales no han sido cabalmente resueltos en México, Krauze apunta que ``el racismo no es uno de los principales rasgos de la conciencia mexicana (algo que con mucha frecuencia se vuelve claro para los mexicanos cuando cruzan la frontera norte...)''. Y el sentido de la familia también es fuerte en México, así como el sentido del decoro personal. También perdura una antigua y poderosa clase alta criolla, cuyos líderes son educados y poseen un sentido de lo popular, incluso si añoran, medio en broma, los días felices de don Porfirio o la carroza dorada del virrey. También existe una prensa cada vez más vigorosa e independiente. Y México tiene un alto sentido de la autoestima nacional, que se basa en el orgullo por su pasado. Si en verdad el conocimiento de ese pasado es una llave al futuro, entonces México tiene una oportunidad de salir exitosamente de su grave crisis política.

Tomado de New Republic
Traducción: Rafael Vargas

Enrique Krauze,
Mexico: Biography of Power:
A History of Modern Mexico
(1810-1996)
,
Harcourt/ Brac-Jovanovich,

New York, 1997.