Sylvia Navarrete
Isabel Villaseñor

Una iniciativa excepcional en el mundo de la edición: dos investigadoras de artes plásticas, Carmen Gómez del Campo y Leticia Torres Carmona, financiaron su propio libro y lo publicaron por sus propias pistolas. El volumen se titula En memoria de un rostro. Isabel Villaseñor (editorial LOLA de México y Xul, 1997) y está dedicado a aquella artista semiolvidada, esposa del reconocidísimo grabador Gabriel Fernández Ledesma, ella también grabadora, autora de corridos y protagonista de la película inconclusa ¡Qué viva México!, de Eisenstein (1931). Mal recordada, Isabel Villaseñor lo es porque dejó una obra poco abundante, que sin embargo tuvo su peso en la cultura mexicana posrevolucionaria y que, retrospectivamente, ofrece un terreno fecundo de reflexión.

¿Por qué ambas investigadoras decidieron hacer una edición de autor, capaz de arruinar cualquier bolsillo? Simplemente por no resignarse a que su libro se publique en las calendas griegas. En efecto, la institución en la que trabajan y auspició su investigación, el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap) del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), no publica sistemáticamente los proyectos de sus miembros por cuestiones de presupuesto y por la calidad variable de esos productos; cuando lo hace, es a plazo más o menos largo. Otra razón fue aprovechar la coyuntura, ya que se aproxima una exposición sobre Isabel Villaseñor, para la cual no se solicitó la asesoría de ninguna de las dos especialistas en la obra de la artista.

Este libro escrito al alimón partió del archivo privado de Isabel Villaseñor que su hija, Olinca Fernández Ledesma, facilitó para que se microfilmara y conservara en el Cenidiap. Las autoras no quisieron hacer una biografía clásica ni tampoco un texto de divulgación. De hecho, la idea del libro tomó forma en el seminario ¿Cómo pensar el hecho artístico?, dirigido por María Inés García Canal en el Cenidiap, y el producto final es la prolongación de ese seminario. El texto podría calificarse de ``ensayo poético justificado filosóficamente'', oscila entre la teoría sicoanalítica y la estética, y deja de lado, adrede, el comentario biográfico y el análisis formal.

En esta propuesta inusual de interpretación, las autoras articulan los resortes de la obra de Isabel Villaseñor mediante ``palabras-nudo'', como califica Francisco Reyes Palma las seis secuencias del ensayo. La vocación de Villaseñor obedece primero al don de la escritura (la palabra) que hereda de su abuela paterna, de quien su familia la considera la rencarnación.

La adolescente escribe poemas tiernos y convencionales y letras de corridos (la voz), hasta que se independiza de su familia y ``se quita la mordaza''. En 1928 se inscribe en el Centro Popular de Pintura que dirige Gabriel Fernández Ledesma, según los criterios de enseñanza progresista de las Escuelas al Aire Libre fundadas poco antes. Allí practica el grabado en madera con temas prosaicos y escenas de corridos populares (la imagen). Produce retratos y también autorretratos que, junto con su papel de indígena en la película de Eisenstein, contribuirán a forjar el arquetipo de la mujer mexicana (el rostro).

En esos años, Isabel Villaseñor expone con el grupo ¡30-30!, pinta un mural en una escuela de pueblo en Hidalgo, trabaja como maestra rural y se casa con Fernández Ledesma. En 1934 muere su primer hijo. Esta tragedia repercute en la obra: deja el grabado en madera por la impresión en vidrio o monotipo, se obsesiona por el tema de la maternidad y dibuja figuras sin rostro (el silencio). Desde entonces, la obra refleja la ausencia y el vacío hasta agotarse. Isabel se va retirando, sólo escribe letras de corridos para sus amigos y pinta una que otra acuarela o piroxilina (el secreto) y tiene a su hija Olinca. Muere en 1953 de un infarto.

Hay una buena dosis de drama en la vida de Isabel Villaseñor. En ese aspecto, el libro es púdico y evita ahondar en la leyenda negra del personaje (propagada en buena medida por Lola Alvarez Bravo, quien odiaba a Fernández Ledesma y lo acusó de haber matado a fuego lento a su esposa depresiva). Con todo, el libro resulta poco acogedor y algo frío. No emociona, tal vez debido al enfoque analítico bastante denso, a una narración apretada y atiborrada de referencias a Foucault, Deleuze, Derrida, Lyotard, etcétera, y a giros poéticos que no ayudan a la comprensión del contenido. Muchos lectores se quedarán con las ganas de conocer concretamente la obra de Villaseñor. Sin embargo, la propuesta teórica es válida e interesará a un público académico especializado.

En memoria de un rostro es un pequeño libro de muy digna calidad visual (lo diseñó Germán Montalvo y lo imprimió Madero). Estupendamente ilustrado con reproducciones de obra en blanco y negro y a color, contiene una buena selección de retratos fotográficos de la hermosa Isabel Villaseñor. Uno de ellos es el famosísimo Retrato de lo eterno de Manuel Alvarez Bravo, que la representa de perfil peinando su larga cabellera en un sobrio recorte geométrico de luces y sombras. Los hay también firmados por Lola Alvarez Bravo y otros anónimos, así como algunos stills de la película de Eisenstein. Se podría reprochar a las autoras mencionar los poemas y los corridos que escribió Isabel Villaseñor sin reproducirlos en su ensayo. Una ficha biográfica tampoco hubiera salido sobrando.