Masiosare, domingo 14 de diciembre de 1997



HERRERIAS O EL NEOLIBERALISMO EN LOS TOROS


Leonardo Páez


Siete años han transcurrido desde que Televisa, por medio de una firma subsidiaria, tomó el control de la fiesta de toros en la ciudad de México, un episodio que coincide con la decadencia del Estado nacional y la obsecuencia de la autoridad ante los caprichos del dinero. Desde una perspectiva atenta a la evolución de la sociedad capitalina en el último siglo, este ensayo analiza la imposición doctrinaria del neoliberalismo en un espectáculo premoderno.



Erase que se era una descomunal plaza de toros con 50 mil localidades construida cuando la ciudad de México contaba con unos 2 millones de habitantes, y que el mismo día de su inauguración, 5 de febrero de 1946, resultó insuficiente para alojar a las legiones de espectadores que querían entrar.

Han transcurrido 51 años y diez meses de aquella fecha y la descomunal plaza difícilmente puede ser llenada a toda su capacidad, pese a que la misma ciudad, la más poblada del mundo, tiene casi 20 millones de vecinos, cada día menos interesados en presenciar las supuestas hazañas que supuestos toreros puedan realizar delante de supuestos toros bravos.

¿A qué atribuir esta disparidad entre acelerada explosión demográfica e inversa disminución de público en la plaza dizque más importante de América?

Versiones y excusas pueden haber muchas, pero en el fondo de todas subyace una tergiversación múltiple: de la bravura, de la lidia propiamente dicha y de lo que significa ofrecer espectáculo taurino atractivo. En estos vicios de sus antecesores han caído también los responsables de Promotora Alfaga, S.A. de C.V., filial de Televisa, Miguel Alemán Magnani y Rafael Herrerías, antojadizo administrador este último de abundantes dineros ajenos y empeñado en reinventar la tauromaquia a partir de un torpe concepto maternalista, excento de las emociones y problemas que entraña la bravura.

Sin embargo, como a Alfaga no le interesa el ``público'' que pueda asistir a la plaza sino la venta en paquete de espacios publicitarios en los media, decidió elevar a su máxima expresión un feudalismo sin precedentes: contratar a toreros y ganaderos que le simpaticen y no necesariamente a aquellos dispuestos a competir y a dar espectáculo, y por otro lado, sacrificó la promoción y estimulación de la fiesta de toros en México para ganar anunciantes en las trasmisiones de sus corridas.

Hasta el último domingo del trienio de Espinosa Villarreal, Herrerías aprovechó el frágil concepto de autoridad de la delegada en la Benito Juárez, Esperanza Gómez Mont, incapaz de apoyar a unos jueces de plaza atrapados entre el sentimentalismo villamelón del público y el frívolo despotismo de la empresa; amenazando o despidiendo a todo aquel periodista que no apruebe sus singulares criterios y violando sistemáticamente, envalentonado y pueril, el nuevo Reglamento Taurino del DF.

A cambio de tanta imaginación empresarial, Alfaga aumenta puntualmente el precio de los derechos de apartado y de las localidades -20 por ciento este año-, sin que ni por asomo haya podido aumentar, en casi siete años al frente de la Plaza México, la oferta de toros bravos y de nuevos toreros buenos, con los cuales enfrentar a sus sobreprotegidas ``figuras'' nacionales y extranjeras.

Así, por andar confundiendo politiquería y amiguismo con política, en México -también- el espectáculo taurino de Alfaga hace tiempo que se volvió tragicomedia, fraude, simulación.

Polvos de aquellos toros

De la primera década del siglo a finales de los cuarenta, la llamada fiesta brava acusó en nuestro país dos rasgos fundamentales: uno, sintetizar en buena medida el espíritu de la época, y otro, más original e interesante, expresar un modo de ser, sentir y crear del mexicano -ya no del español- delante de los toros. La independencia taurina de México, iniciada con Ponciano Díaz en las postrimerías del diecinueve, empezó a consumarse con Rodolfo Gaona entre los estertores del porfiriato, la fugacidad del maderismo, la indignidad de Huerta y las revanchas de Carranza; con Juan Silveti y Pepe Ortiz, apuntalando callismo y guadalupanismo respectivamente, hasta consolidarse con la brillante generación taurina del 29 -Armillita, Garza, El Soldado, Balderas, Silverio y Liceaga, entre otros- que remontó la tauromaquia mexicana a niveles de intensa y variada expresión, con profesionalismo y sin complejos.

Entre las dos conflagraciones mundiales, México se vuelve ``potencia'' exportadora, por lo menos en lo taurino. Las condiciones: un toro criado en México con edad y bravura a escala internacional, que pone a prueba conocimientos y valor de los diestros locales y extranjeros, y unas figuras de los ruedos cuya técnica, vocación, personalidad y autoestima permiten un aguzado sentido de competencia y de espectáculo, estimulado y promovido por empresarios con sensibilidad para hacer negocios taurinos y con espíritu de servicio al público.

En los cincuenta, cuando surge la televisión, la fiesta de toros -por una pérdida gradual de edad, bravura y emoción en las reses- se fue rezagando del resto de los espectáculos, cada vez más elementales, cada vez más extranjeros o más cosmopolitas, mientras la imaginación empresarial taurina empezaba a hacer agua y el afán monopolístico su agosto. Desde finales de los sesenta y hasta mediados de los ochenta, la denominada ``trinca infernal'', formada por Manolo Martínez, Eloy Cavazos y Curro Rivera, impidió el surgimiento de nuevos valores, acaparó fechas y escenarios, inclusive los reservados tradicionalmente a toreros modestos y, lo más grave, influyó aún más en la disminución de la edad y bravura en el toro de lidia.

Engolosinados, a empresarios y ganaderos no les importó aplazar no sólo el oportuno relevo generacional de la torería, sino el futuro de un espectáculo taurino medianamente atractivo. Ante tanta imprevisión, la crítica ``especializada'' prefirió dedicarse a ganar propinas.

Era de la television

En plena decadencia de Manolo Martínez, un cansado y aburrido Alfonso Gaona, empresario de la Plaza México durante cerca de 30 años, fue obligado a dejar el coso en manos del entonces regente del Distrito Federal y ya ganadero de reses bravas, Ramón Aguirre, y de un Patronato Taurino -tan mediocre como fugaz- que improvisó el nuevo regente, Manuel Camacho. Error de cálculo o frío futurismo, el patronato fracasó en beneficio de Televisa, empresa que obtuvo una concesión para dar funciones taurinas en el descomunal inmueble por cinco años, prorrogables por otro lapso similar.

Cuando Televisa llegó a la Plaza México en 1990, la fiesta de toros en nuestro país no había contado jamás con tantos recursos: económicos, publicitarios y promocionales. Sin embargo nada, absolutamente nada cambió. En el colmo de la negligencia se siguieron aplicando los mismos gastados criterios para proteger invariablemente -como hasta hoy- a cuatro o cinco toreros que medio figuran pero que son tratados como ``figuras'', como si llenasen invariablemente las plazas, y desde luego tampoco se exigió a los ganaderos que aportaran reses con edad y trapío.

Más de siete largos años han transcurrido desde que Televisa, más que promover la fiesta brava de México, ha agravado su crisis de barra taurina, sin haber sacado al menos una nueva figura, sea de novillero, sea de matador, que despierte apasionamientos y rivalidades. Eso sí, en alarde de menguada imaginación empresarial, Rafael Herrerías, incapaz de escuchar opiniones y sopesar criterios -ya no digamos de manejar una elemental perspectiva histórico-taurina del país-, rechazó públicamente el Reglamento Taurino para el Distrito Federal publicado en la Gaceta Oficial el 20 de mayo de 1997. Irritado, se entrevistó con altos funcionarios, pretendió la anulación de la normativa, calificó a la Comisión Taurina del DF de enemigo de la fiesta brava y declaró que Promotora Alfaga se había amparado -extemporáneamente-, ya que el citado reglamento ``atenta contra la libre empresa'' (sic).

La realidad de las cosas es que a no pocos miembros de la desquiciada ``familia taurina'' de México, ganaderos, matadores, empresarios y subalternos, les preocupa sobremanera el artículo 28 del satanizado reglamento, que dice: ``Para lidiar corridas de toros o novilladas en el Distrito Federal, las reses deberán estar inscritas en el libro denominado Registro Obligatorio de Edades de los Astados. Dicho registro será llevado por la Comisión [Taurina], misma que contará para este efecto con el apoyo de la Asociación Nacional de Criadores de Toros de Lidia''.

A Herrerías le alarman dos hechos: primero, que se le obligue a lidiar en el DF, concretamente en la Plaza México, animales con cuatro o tres años cumplidos, según se trate de corridas de toros o novilladas; y segundo, que la Comisión Taurina sea la que lleve ese Registro Obligatorio de Edades de los Astados, cuando sus funciones son las de ``órgano de consulta y apoyo del jefe de gobierno del Distrito Federal'', según lo establece el artículo 2, fracción I del citado reglamento.

De la ``libre empresa''

Para mayor contrariedad de Herrerías -quien cuenta con el apoyo incondicional de casi toda la prensa especializada en una versión sin precedente del atropello monopólico-, a la fecha se han inscrito en el Registro Obligatorio unas 120 ganaderías, entre ellas las más prestigiadas de México, por lo que a partir de esta temporada las figuras de aquí y de allá tendrán que enfrentar ganado con la edad reglamentaria internacional, en forzoso respeto a la dignidad de estos animales, y ya sin las alcahueterías de la delegación Benito Juárez.

Pero la reacción que se le ha ocurrido a tan singular ``empresario'' fue emprenderla contra el presidente de los ganaderos, José Julián Llaguno, al que censuró por no haberse opuesto ``a los actos lesivos (resic) contra sus asociados''.

Hace 57 años, en el Reglamento Taurino para el Distrito Federal del 3 de septiembre de 1940, firmado por el entonces presidente de la República, general Lázaro Cárdenas, el artículo 64 establecía que las reses que se lidien en corridas de toros deberán ``haber cumplido cuatro años de edad''. No obstante, hay quienes en su ignorancia suponen que son ellos los inventores de la historia, de la tauromaquia y de la libre empresa.

La pregunta obligada es: ¿a quién beneficia este maternalismo empresarial que se niega a adquirir por sistema, no por excepción, reses con edad y trapío, es decir, en plenitud de facultades y de madurez, para ser lidiadas en la plaza más importante del continente y en elemental congruencia con el espectáculo que anuncian y por el que cobran?

¿A las ``figuras'' sobreprotegidas? ¿A los ases españoles que por 50 mil dólares más gastos vienen a jugar al toro después de lidiar cien corridas o más en su país cada temporada? ¿A la docena de exitosos vendedores de novillos con peso de toros para que las tales figuras obtengan triunfos apoteósicos? ¿A los nuevos ricos de la fiesta brava que con su frivolidad han sumido a México en el subdesarrollo taurino, convirtiéndolo en centro vacacional de diestros españoles y sin el menor asomo de reciprocidad? ¿O a un gobierno que sigue emitiendo leyes y reglamentos sin un propósito firme de cumplirlos y hacerlos cumplir?

En cualquier caso, la falta de políticas bien entendidas o el exceso de políticas peor aplicadas en torno a la fiesta brava, mantienen a ésta en los niveles más altos de improvisación y anarquía que haya conocido, y de los que el gobierno capitalino tal vez sea el último responsable pero el más importante, dadas sus facultades y su obligación de poner orden y equidad en las relaciones entre los gobernados, sea en una fábrica, un aula o una plaza de toros.

Mal que les pese a algunos ``empresarios''.