Eduardo Galeano
Los trabajos y los miedos

La sombra del miedo muerde los talones del mundo, que anda que te anda, a los tumbos, dando sus últimos pasos hacia el fin de siglo.

Miedo de perder: perder el trabajo, perder el dinero, perder la comida, perder la casa, perder: no hay exorcismo que pueda proteger a nadie de la súbita maldición de la mala pata. Hasta el más ganador puede, de buenas a primeras, convertirse en perdedor, un fracasado indigno de perdón ni compasión. Dicen que la gran carrera universal tiene por meta la cesta de monedas de oro, que aguarda al pie del arcoiris, pero por lo visto la carrera corre, más bien, hacia ninguna parte.

La rifa del siglo

El miedo a perder el trabajo es uno de los miedos más mandones, en estos días de los últimos años del siglo. ¿Quién se salva del miedo a la desocupación? ¿Quién no teme ser un náufrago de las nuevas tecnologías, o de la globlalización, o de cualquiera de los mares picados que en este mundo son?

Los oleajes que golpean varían de país a país: la ruina o la fuga de las industrias locales, la presión de la mano de obra barata de otras latitudes o el implacable avance de las máquinas, que humillan a la mano humana con su productividad inigualable y que no exigen salario, ni vacaciones, ni aguinaldo, ni jubilación, ni indemnización por despido, nada más que la electricidad que las alimenta.

Es universal el miedo de recibir la carta que lamenta comunicarle que nos vemos obligados a prescindir de sus servicios en razón del ajuste de gastos o el redimensionamiento del personal o la restructuración de la empresa, o el eufemismo que se prefiera elegir para la notificación de la pena de fusilamiento. Cualquiera puede perder pie, en cualquier momento y en cualquier lugar, y cualquier perdurable puede convertirse de un día para el otro en un desechable, un obsoleto, un prematuro viejo de 40 años, inútil en este mundo donde no merece existencia nada que no sea rentable.

El miedo genera impunidad. El miedo al desempleo, en el marco del dramático crecimiento de la población ``sobrante'', permite que se esté derrumbando impunemente el valor del trabajo en todo el planeta y que las contrataciones a destajo burlen los derechos laborales. Tómelo o déjelo, que la cola es larga. Esos derechos laborales, legalmente consagrados con valor universal, habían sido, en otros tiempos, frutos de otros miedos, los miedos del poder: el miedo a las luchas obreras y el miedo a la amenaza del comunismo, que tan al acecho parecía. Pero el poder asustado de ayer es el poder que hoy por hoy asusta, para ser obedecido. Y el fin de siglo se está rifando, impunemente, las conquistas del siglo entero, que tanta sangre, sudor y lágrimas habían costado.

La buena conducta

El miedo, padre de familia numerosa, también genera odio. En los países del norte del mundo, y no sólo en ellos, el miedo de perder el trabajo, o de no conseguirlo, suele traducirse en odio contra los extranjeros de piel oscura que ofrecen sus brazos a precios de desesperación.

Es la invasión de los invadidos. Ellos vienen desde las tierras donde una y mil veces habían desembarcado las tropas coloniales de conquista y las expediciones militares de castigo. Los que hacen, ahora, este viaje al revés, desafiando el naufragio, la bala o la cárcel, no son soldados obligados a matar: son trabajadores obligador a vender sus brazos en Europa o en Estados Unidos, al precio que sea. Vienen de Africa, de Asia, de América Latina, y en estos últimos años, después del naufragio del poder burocrático, también vienen del este de Europa. En los suburbios del mundo, ¿quién no sueña con mudarse a los centros de la prosperidad?

Esos trabajadores, chivos emisarios de la desocupación y de todas las desgracias, están también condenados al miedo. Varias espadas penden sobre los intrusos: la siempre inminente expulsión del país adonde han llegado huyendo del hambre, la siempre posible explosión del racismo, sus advertencias sangrientas, sus castigos: turcos incendiados, árabes acuchillados, negros baleados, mexicanos apaleados. Los inmigrantes pobres realizan las tareas más pesadas y peor pagadas, en los campos y en las calles. Después de las horas de trabajo, vienen las horas de peligro. Ninguna tinta mágica los baña para hacerlos invisibles.

Paradójicamente, muchos trabajadores del sur del mundo emigran al norte, o intentan contra viento y marea esa aventura prohibida, mientras muchas fábricas del norte emigran al sur. El dinero y la gente se cruzan en el camino: el dinero de los países ricos viaja hacia los países pobres atraído por los jornales de un dólar y las jornadas sin horarios, y los trabajadores de los países pobres viajan, o quisieran viajar, hacia los países ricos, atraídos por las imágenes de felicidad que la publicidad ofrece o la esperanza inventa. El dinero viaja sin fronteras ni problemas; lo reciben besos y flores y sones de trompetas. Los trabajadores que emigran emprenden una odisea que a veces termina en las profundidades del mar Mediterráneo o del mar Caribe.

Si se portan mal...

Los países del sur del mundo están metidos en el concurso universal de la buena conducta, a ver quién ofrece salarios más enanos y más libertad para envenenar el medio ambiente. Los países compiten entre sí, a brazo partido, para seducir a las grandes empresas internacionales. Las mejores condiciones para las empresas son las peores condiciones desde el punto de vista del nivel de salarios, de la seguridad en el trabajo y de la salud de la tierra y de la gente. A lo largo y a lo ancho del mundo, los derechos de los trabajadores se nivelan hacia abajo, no hacia arriba.

Ya no gobiernan los presidentes, gobierna el miedo: los países tiemblan ante la posibilidad de que el dinero no venga, o que el dinero huya. Si no se portan bien, dicen las empresas, nos vamos a Filipinas, o a Tailandia, o a Indonesia, o a China, o a Marte. Portarse mal significa: aplicar impuestos, aumentar salarios, formar sindicatos, defender la naturaleza o lo que quede de ella.

En 1995, la cadena de tiendas GAP vendía en Estados Unidos camisas made in El Salvador. Por cada camisa vendida a veinte dólares, los obreros salvadoreños recibían 18 centavos: menos del uno por ciento. Los obreros, en su mayoría mujeres y niñas, que se deslomaban más de 14 horas por día en el infierno de los talleres, organizaron un sindicato. La empresa contratista echó a 350. Vino la huelga. Hubo palizas de la policía, secuestros, prisiones. A finales del 95, las tiendas GAP anunciaron que se marchaban a Asia.