La Jornada Semanal, 26 de abril de 1998



DOMINGO BREVE


Juan Villoro



Escape de Disney World

Disney World es el primer enclave urbano con copyright: su paisaje está patentado. Aunque vive de la imitación de escenarios y personajes célebres (el lejano Oeste, el castillo de Ludwig de Baviera, Dumbo, La guerra de las galaxias), otorga una nueva significación a la copia. Ahí, el Hotel Polynesian cumple el doble propósito de evocar los palafitos en los que se inspira y ser un edificio de Leego. Estamos en una segunda realidad que no necesita lucir auténtica. Al contrario: los cocodrilos motorizados y las lianas de plástico demuestran que jugamos a atravesar la selva. Los parques temáticos de Disney son sitios detrás de la aventura, no porque ahí se conozcan los trucos de la tramoya, sino porque ingresamos a un entorno ``imaginario'', codificado por los cuentos de hadas, el kindergarten, la televisión, los estrenos de los últimos sesenta veranos: Tribilín nos da un abrazo de fieltro mientras Indiana Jones se acerca a una proximidad ideal para oler su épico sudor. Sin embargo, la definitiva singularidad que buscan los viajeros es la de constatar, ya dentro del Reino de la Fantasía, que el lugar sigue siendo imaginario. De ahí la importancia de los vistosos tornillos de plástico en el palacio de Cenicienta, el ronroneo mecánico en las piraguas primitivas, la cortesía de las cascadas que caen cuando ya no pueden salpicarnos. El mundo se reproduce con honesto artificio, y la misión de empleados y viajeros consiste en imitar el gozo pánico de Porky y compañía. En parajes garantizadamente falsos, sentimos la perturbadora fascinación de ser imaginarios, copias de las copias.

Michael Sorkin, profesor de la Universidad de Yale, crítico de arquitectura de la revista Village Voice y autor del ensayo ``See You in Disney World'', del que estas reflexiones son tributarias, cuestiona el carácter imitativo de la ciudadela del ratón: ``En Disneylandia el referente simulado está en todas partes; la `autenticidad' de la sustitución depende siempre del conocimiento de un original ausente, por difuso que sea. Disneylandia está en sombras perpetuas, lanza a sus visitantes a pasados o futuros que no pueden visitar, o a una inconveniente geografía. El sistema entero se legitima por el hecho de que uno haya [...] preferido la simulación a la realidad. Para millones de visitantes, Disneylandia es justo como el mundo, sólo que mejor.''

Al igual que otros exorcistas de la posmodernidad, Sorkin combate el demonio de la copia, como si al alejarse de lo auténtico el ciudadano milenarista se transformara de inmediato en Homo Xerox. Cada vez que les plazca, los amantes de la veracidad pueden bajar los escalones de la Tumba 7 de Monte Albán o despreciar El caballero del casco dorado, el espléndido óleo que por desgracia no es de Rembrandt. Disneylandia es el emporio de la mentira; vale la pena describir sus contrabandos culturales, pero sirve de poco lamentar que las lágrimas de Blanca Nieves sean de glicerina: su efecto depende de su descarada irrealidad.

Como los parques de atracciones se proponen replegar las calles tristemente verídicas, un problema grave es su periferia. La disneificación del espacio debe ocultar lo que queda afuera para construir una Ciudad Alterna, con reglas propias, y para hacer mejor negocio (en sus primeros diez años, Disneylandia ganó 273 millones de dólares y su abusiva periferia, 555 millones). Por ello, el segundo cielo terrestre debía ser, si no inconmensurable, al menos del tamaño de San Francisco. Disney World se alza entre suficientes lagunas y pantanos de Florida para estar garantizadamente aparte. Su tamaño enfatiza la importancia del transporte: el día es una canastilla que sólo se detiene con los fuegos artificiales de la noche.

La sensación de pertenecer a un ecosistema dominado por los vehículos comienza en el aeropuerto de Orlando, donde un tren une las dos terminales y los anuncios prometen que muy pronto nuestros mejores amigos serán de plástico. De hecho, el aeropuerto ofrece la posibilidad de un juego adicional. Al menos esta es la experiencia de una familia tan cercana que considero la mía. El día del regreso, el padre se presenta en el mostrador, la cabeza decorada por su hijo con las emblemáticas orejas negras. El encargado de American revisa el boleto y descubre que la familia ha llegado una hora tarde a la cita. Estamos ante uno de los grandes momentos en la ronda de las generaciones: papá cometió una pendejada. Ya no hay tiempo para registrar el equipaje; la familia debe romper un récord paraolímpico, entre carritos de maletas y monjas con zapatos de Peter Pan. En el control de metales, se dispara un ruido atronador. Un comando descubre que el hijo lleva un revólver en la maleta, junto a su cocodrilo de peluche. No importa que el arma sea una estafa comprada en el galerón donde actúan los dobles de Indiana Jones: un niño empistolado califica como aeropirata. Hay que decir adiós a las armas y correr rumbo al tren sin dejar de gritarle al huérfano de armamento: ``¡En México venden cuernos de chivo!'' Luego viene la carrera hasta el gusano que conduce al avión, el check-in de pánico, el sprint a gatas y empellones hasta los asientos. ``¡Lo logramos!'', dice el equívoco jerarca de la tribu. ``¡Este juego sí que estuvo padre!'', comenta el hijo que sintió la más real de las emociones mecánicas que puede propinar Disney World.