La Jornada Semanal, 12 de julio de 1998



R. H. Moreno-Durán

ensayo

Esa novela que entre todos escribimos

La vastísima obra de R.H. Moreno-Durán cuenta con un ensayo imprescindible para la literatura latinoamericana: De la barbarie a la imaginación, recorrido-bitácora por varios siglos en busca de un estilo. En esa tónica, el autor de Femina Suite y Los felinos del canciller cuestiona y analiza la literatura colombiana más reciente.

Colombia es un país que a diario vive un complejo proceso que lo lleva de la barbarie a la imaginación. De esa barbarie se han ocupado, con inusitada y sospechosa dedicación, la mayor parte de los medios de comunicación del mundo entero. Sobre su imaginación, en cambio, la crítica internacional no ha sido tan objetiva y atenta como cabría esperar. Y la verdad es que en Colombia priva más la imaginación que la barbarie y así lo pone de presente su literatura, al frente de la cual aparece Gabriel García Márquez, autor cuyos relatos conmueven a los más diversos lectores de los cinco continentes.

¿A qué obedece este ostensible desfase que se advierte en la valoración sobre la realidad y la ficción de un país tan rico en peculiaridades? Es probable que la clave del problema radique, precisamente, en esta riqueza de peculiaridades, aunque la respuesta no pertenece al campo de la literatura sino a los dominios de la antropología, la historia y la sociología. En cualquier caso, una de esas peculiaridades es la que señala a Colombia como un país de ciudades frente a otros países de nuestro ámbito cultural, en los que se impone una realidad mayoritariamente rural. Pero, aún así, la imagen de Colombia ante el mundo es la de un país atrapado por un drama atávicamente rural -conflictos civiles iniciados en las provincias, guerrillas endémicas, desastres agrarios y sociales impulsados por una botánica sospechosamente generosa en estupefacientes-, drama que repercute en las ciudades como un eco letal y sin perspectivas razonables de que cese. A esto se añade una tradición literaria que ofrece de Colombia una imagen bucólica pero signada por la muerte, como sucede en María, de Jorge Isaacs; o telúrica y salvaje, como aparece en La Vorágine, de José Eustasio Rivera; o mágica y atemporal, como lo traslucen la mayor parte de las novelas de García Márquez y Alvaro Mutis. Colombia, vista de esta forma, es una novela marcada por el mismo cliché. Y ese cliché es el que, pese a la Violencia implícita, cautiva a los lectores ávidos de exotismo tercermundista, es decir, a esas mentes cómodamente instaladas en los divanes del mundo desarrollado.

Pero Colombia, hemos dicho, es fundamentalmente un país de ciudades, aunque en esas ciudades se multipliquen los dramas que los desplazados por la barbarie rural trasladan a su nuevo hábitat. Y también en esto la ciudad es una enciclopedia de peculiaridades: las compulsiones y temores que el campo reproduce al instalarse en ámbitos que le son ajenos. Y esta ciudad, en la que coexisten los privilegios del Primer Mundo -el derroche y el consumismo de una sociedad atrapada por toda clase de acrobacias financieras y morales- con los lastres del Tercer Mundo -el sentimiento de nomadismo y la falta de identidad de tribus que en vano intentan aclimatar sus miserias a la sombra de los rascacielos-, es la que reclama un género literario que exprese con argumentos estéticamente válidos sus vivencias. Y ese género no es otro que la novela.

Ahora bien, para un novelista ¿qué es la ciudad sino esa amplia página en blanco en la que poco a poco adquiere forma y sentido la escritura? Espacio abierto y plural, la ciudad nos asedia como una cartografía que imperiosamente pide la definición de sus claves: sus grados de latitud y longitud, el salvoconducto para deambular por sus calles sin nombre. La ciudad se ha convertido en un plano pletórico de guiños y secretos, que constantemente nos invita a sumergirnos en su tráfago, a perdernos incluso en sus pasajes y avenidas, en sus antros y jardines, en sus innombrables vericuetos. Pero la ciudad -la metrópoli y la de extramuros- es de por sí una metáfora: biblioteca o casa, útero o laberinto, ghetto o manicomio que se expresa en un lenguaje plural, bastardo, babelizado, en pos de un orden y un sentido. La ciudad busca su novela pero también su gramática.

Espacio dentro del espacio, la ciudad es una caja china de infinitas resonancias, tantas como habitantes tenga. Pero la ciudad es también pretexto para fundar equívocos, para vender sofismas, para introducir el maniqueísmo en el relato. De ahí ese viejo juego que pretende sacar partido al enfrentar a la urbe con el agro, la metrópoli con la colonia, el burgo con el campo. Es como si de esta forma se buscara hacer del edén perdido de las fábulas una perspectiva única de la que está desterrada la vocación promiscua de los hombres. ¿Fatalidad histórica? Nada de eso: mera argucia conceptual que llama barbarie a todo lo que aparentemente es refractario a lo que previamente llamó civilización, sin advertir que ambas denominaciones no son más que el haz y el envés de la misma figura. ¿Necesidad sociológica? Tampoco: hábil demagogia elaborada sobre la inicial argucia, que busca colocarnos en este o aquel lado de la cuestión, como si la suma de adeptos de una u otra postura gestara una identidad que nadie reclama. Como novelista, el escritor no sólo deroga esa antinomia sino que a diario palpa en su recorrido por la ciudad la presencia de ambas pretensiones, como otros podrán sentirla en sus bucólicos desplazamientos.

Más allá, pues, de argucias y equívocos, el novelista colombiano de este fin de siglo quiere ver en la ciudad lo que por temperamento, afinidad y gusto le es inherente, sin descalificar por ello lo que otros creen ver allende los muros. A diferencia de los protagonistas del Decamerón, que huían de la peste de las ciudades para narrar en el campo sus historias, los personajes de esa novela que es Colombia abandonan la barbarie de los campos para forjar en las ciudades el nuevo mundo de su imaginación.

Pero una ciudad es un mundo de muchas páginas. Su palpable exterioridad de concreto y acero, sus monumentos y avenidas, su fauna díscola o amable, sus tugurios y catedrales, sus transeúntes nativos o foráneos, ocultan una verdad más profunda: su interioridad, es decir, la subjetividad de la convivencia urbana. Al pasar de un sector al otro, del frontis del rascacielos a la penuria del inquilinato, el transeúnte -esto es, el novelista- deja de ser un mero peatón y deviene fläneur, un atento lector y a la vez amanuense de lo que le dicta su entorno. La ciudad es entonces ese libro cuyos distritos se hojean como capítulos, sus calles se agotan como párrafos y sus monumentos se glosan como inmejorables notas a pie de página: un asterisco para profundizar un ápice en su historia o en su drama.

Esa subjetividad que se opone a la chata lectura turística que unifica todas las ciudades es lo que como novelistas nos interesa. Quien globalmente escribe sobre la ciudad -esas novelas que sólo hablan de calles, plazas y citas de café- no siempre accede a la intimidad, es decir, a la natural promiscuidad de sus gentes. Quien escribe sobre la subjetividad urbana engloba siempre su exterioridad: de ahí que extienda paulatinamente su lectura sobre la cartografía humana y social que las anima. Como Asmodeo, el diablo cojuelo de la homónima novela de Vélez de Guevara, o el no menos curioso diablo amoroso de Cazotte, también el novelista contemporáneo debe levantar los techos de las casas para ventilar los humores más secretos, que son los que en suma trazan la verdadera identidad del vecindario, la ciudad y el mundo. Pero, por indiferencia o desconocimiento de su tradición, muchos novelistas colombianos han hecho caso omiso de hitos tan memorables como los que ofrecen el nacimiento de una ciudad como Santafé de Bogotá en las páginas de El Carnero o en los que se afianza su sensibilidad a través de las anécdotas de De sobremesa. Porque si el extraño libro de Juan Rodríguez Freyle inaugura un género desde los aposentos y calles de la urbe fundacional, la exquisita memoria de José Asunción Silva nos instala en el centro mismo de la modernidad gracias al periplo cosmopolita de su texto. Como la mano al escribir, también la imaginación se hace tránsito y con ella se reivindica o instaura una más ágil y perdurable tradición.

De ahí la sugerente necesidad de convertir al transeúnte en lector y al habitante de la casa en autor de una escritura que no es otra que la de la cotidianidad libre y desnuda. Porque al formar parte de un recinto que es un texto y de una ciudad -todo un país- que esconde una lectura, los involucrados se ven impulsados a mudar su identidad en lenguaje. Seres de lenguaje serían esos habitantes y el ámbito de sus pasiones el libro. Un libro extraño e ininteligible para quienes sólo conocen una lengua excluyente y violenta, inmediata y agraria, multicolor y telúrica. No es buen lector quien sólo ve lo que tiene delante de su ventana, sea una calle huérfana de drama o un establo, nunca lo que define el ámbito que habita: sus pasiones, sus miserias, sus fastos y que, por desdén o miopía, ignora el párrafo más importante de su vida diaria, esa página que se multiplica hasta conformar el capítulo más intenso y complejo de la vida colectiva: el libro de la urbe.

¿Por qué entonces no se prodiga una escritura urbana en un país que, como se ha dicho, es un mosaico de ciudades? En Colombia el bosque se ha introducido en la ciudad. Las calles de Bogotá o Medellín, de Cali o Barranquilla, de Bucaramanga o Manizales han visto sin asombro cómo la realidad le ha dado una vuelta completa a la última frase de La Vorágine: a los émulos del escritor Arturo Cova ya no se los traga la selva sino que, sin darse cuenta, los devora una ciudad que ni siquiera han visto. Una vez más queda el recurso de la ciudad que se abre ante el nuevo milenio: la megalópolis en tanto enorme biblioteca abierta a las curiosidades del transeúnte: pasear por sus parques, calles y tugurios es tanto como recorrer con avidez los párrafos de un libro que nos ofrece una doble evidencia: la sorpresa que nos revela la cartografía menos visible y el íntimo placer que nos depara la sucesión de frases estéticamente perdurables. Porque para el novelista -que al escribir se enfrenta a dos patrias: aquella que inventa y aquella a la que su imaginación suplanta- ciudad y libro son las dos caras de una misma realidad -la inmensa sociedad del país- a la que sólo la escritura y la atención del lector le otorgan todo su sentido.