La Jornada Semanal, 30 de agosto de 1998



Sergio Fernández

Guiños a Greta Garbo

Sergio Fernández revive algunos momentos esenciales del quehacer cinematográfico de la diva de divas y la ve imperando ``totalmente sobre su cuerpo, incluido, más que nada, el esqueleto que, en posesión de la figura, vuelve a la carne luz, como en un cuadro de Goya, Turner o Monet''. Sergio entra sin reticencia alguna en el mundo del ditirambo para encomiar a Greta Garbo, ``belleza metafísica''.

El Romanticismo -dice Virginia Woolf- aparece en Inglaterra debido a la humedad. Jardines, enredaderas, invernaderos, parques, bosques y todo tipo de yerbajos reverdecieron a tiempo de aparecer manchas con hongos favorecedores de la yedra, la poesía, la novela, la música, la existencia en sí misma. A Francia -acaso con menos vehemencia- le ocurre lo mismo. Por ello de su seno surge una Margarita Gautier en una villa cualquiera para protagonizar lo mismo la novela de Dumas que la cinta de George Cukor. Del libro (un texto romántico-naturalista) se nutre -cosa rara- una película que, al quedar en las manos de Garbo, supera la ñoñez de la novela y la convierte en una verdadera obra de arte.

Las apariciones de la actriz, en la pantalla, siempre son espectaculares. Baste recordar la de Cristina de Suecia -vestida de caballero, corriendo por la nieve-; la de Anna Karenina, envuelta en los gases grisáceos de un tren del que desciende; o en La dama de las camelias, cuando, de la casa de flores de Madame Barjou, la dueña sale con el ramo, llega hasta la portezuela del carro de caballos y ofrece a esa ``dama de entretenimiento'' -como la nombra Dumas- el bouquet. Son ineficaces los apelativos, pero a veces se tiene que acudir a ellos, de modo que la inaudita belleza de Garbo, en el marco adecuado, es un cuerpo hecho sólo de luz. Se la ve de perfil (siempre estará con la boca levemente abierta, en señal de una fementida felicidad) cuando aspira un aroma inexistente pero que a ella, a Margarita, debe llegarle a rachas; me refiero a esa profundidad que ella ha buceado intensamente. Baja los párpados, jalados por unas pestañas verticales, pesantes y dañinas; entonces sonríe, encantada con la compañía de las camelias, tan blancas como su tez, el cuello o la frente, cortada en dos la línea del pelo, enmarañado, muy rubio y tan ligero como la banalidad misma de flotar en el aire. Parece, más que una prostituta, una mujer de alcurnia, de aquellas damas galorromanas que protegían, con las manos, los medallones de oro o algunas reliquias antiguas en aras del amante.

No nos es ignorado que la hermosura es nueva en el diseño femenino de Occidente. Basta observar lo hiperbólico de las cejas que, en arco, levemente delineadas muy por encima de los ojos, permiten con holgura la concavidad de los párpados. Se trata, a qué dudarlo, de una belleza metafísica, desde luego acorde con la actuación, que puntúa nítidamente al personaje y, sobre todo, de ensamblar en principio dos seres iguales y dispares, a la manera de los dióscuros: por un lado una joven prostituta parisina, deseosa de lujos y dinero, vulgarona y corriente; por el otro una mujer aterrorizada por la enfermedad y el amor, que vive soterrada pero que a su pesar asoma en actitudes necesitadas de la timidez, del asombro, del orgullo, de lo afable, de lo amoroso y pasional. A ambos seres los unen la belleza y la tuberculosis, padecimiento, éste, al que la heroína obligatoriamente habrá de entregarse, todo ello acompañado por un inevitable triángulo amoroso ya que Margarita no por enferma es menos atractiva; se diría que, al contrario, en ella la tisis es imán de algunos galanes con tendencias sexuales desviadas o perversas, explotadores y explotados de la situación, excelente para una novela que abreva en Manon Lescaut no su perfidia, sino su abrir los brazos a la muerte.

Fuera de la impronta que causa el rostro dentro del coche, hay que decir que en todo momento su figura es fulminante. El movimiento de cuerpo y espíritu -siguiendo el texto de Dumas con la mayor fidelidad posible- nos hace pensar en la personalidad de la actriz, quien, sin dejar de actuar al personaje, consolida a una Garbo sin la cual es imposible pensar en el erotismo cinematográfico. Su figura, especialmente destacada en el palco de proscenio del teatro de vaudeville, es erótica sin proponérselo siquiera; al contrario, enferma, lejana, difusa, hace más bien pensar en lo tanático de sus expectativas, contrariadas, desde luego, por su éxito con los hombres. He aquí el momento adecuado para presentar -con el pretexto de un encuentro en la escalinata- al amante de su vida, a Armando Duval mismo, ambos de relevancia en el mundo del erotismo literario, teatral y, claro está, el de la pantalla. Por supuesto que los amantes se corresponden al instante (ella sin aún saberlo) porque serán otros, que no el amor mismo, los enemigos de la pareja: la envidia, la tradición familiar, la muerte, compañera de la novela desde el principio al final mismo de la trama.

Pero ¿hay alguna novela de amor sin que exista algún triángulo? En este caso el barón de Varville representa el polo contrario a Duval: millonario, de edad madura, enhiesto y antipático, además de noble, viene a perfección como contrincante. Entre ellos se debatirá Margarita no tanto porque prefiera las comodidades del dinero, sino porque sabe bien que una ``mujer galante'' no convendrá a los intereses de la sociedad parisina de la época. Pero ella, sin embargo, es una antítesis de personalidades: la prostituta y la mujer interior, marginada por su timidez y por la enfermedad. No es de extrañar que ambas se sucedan una a la otra cuando menos se espera, como recíprocas máscaras para un mínimo carnaval redactado en una lengua hasta entonces no escrita, basada en la incapacidad que el amor tiene para cubrir a dos, por lo que se requiere, siempre, del triángulo en cuestión, como es el caso de El velo pintado. Si lo precisamos, una de estas mujeres es indiferente, burlona, dura aun cuando en ocasiones también cruel. A la otra ya la hemos pergeñado. Unos y otros humores se apoyan en gestos corporales nítidamente inscritos en la cinta; todos, también, amparados por la segura meta que es la muerte. Y como ésta es su única garantía, lo demás (un galán, las flores que deshoja, la envidia que despierta, los atavíos que porta) poco dura, ya que todo, por último, se halla recargado en una trayectoria de agua. No es de su incumbencia que se la relacione con las capas más bajas de la sociedad, o con ciertos personajes marginales -objeto paradójico de desprecio y deseo-, pues una puta tiene el mismo precio que una bruja o que un mago; pero cuando es hermosa puede llegar hasta la aristocracia, aunque de nada le sirva el ascenso.

La nostalgia -signo sombrío en el que se ensarta el enigma de Garbo- se desgarra, en el espacio reducido del palco, como los miembros de una diosa a punto de aparecerse entre nosotros en medio de una frivolidad que la actriz, por enferma, nunca alcanza a cumplir (con creces cumpliendo a su modo) como cuando, en las pocas ocasiones en que la cinta lo amerita, la enferma toma el pañuelo y lo lleva a los labios, para no hacer de la tos algo estentóreo. Y sin embargo la utiliza: ¿o no es la tisis la mejor triaca contra la cursilería, el chisme grueso, la difamación, la lujuria o el dinero ganado por artes tan diversas? En el palco, sentada junto a Olimpia, su pobre enemiga de aventuras, ¿qué es si no un espectro? Plumas, gargantillas, pulseras, brazaletes, anillos, ``tesoros d'Aucoc y d'Odiot'' constituyen adornos de pacotilla para quien está acostumbrada también a esperar, a humillarse, a ser tomada como un objeto de uso. Por ello la muerte vino a purificarla de ``esa cloaca espléndida'' donde también se encontraban ``Muebles de palo de rosa y de Boule, copas de Sèvres y de China, estatuillas de Sajonia, raso, terciopelo y encajes...''

La seudo muerta sabe coquetear y ``venderse'', ya al mejor postor, ya frente a la cámara para que el mundo la contemple. Igual que si se tratara de un soneto, la actuación es un ritmo. Los pómulos y el mentón logran una veloz inclinación -una derrota auténtica- al ensamblarse con el pecho, cuyas energías se dedican a erradicar lo que las murmuraciones señalarían como sus malos hábitos. Come, come, dear, dice al escapar de sus ojos (con viejas creencias allí adormecidas); al escapar la arrogancia que paradójicamente acompaña la inclinación de la cabeza. Y es que Garbo no escucha el ruido de la vida: simplemente se deja llevar, caracterizada por la captura que de sí misma hace; pero si no la vemos es que se halla escondida en la nitidez de las facciones en las que imperceptiblemente aparecen los hoyuelos al hacer, de la risa, una mueca más bien de fastidio que va desde el alargamiento de los labios hasta el cuello -curvado hacia atrás-, también quebrado por mustias carcajadas, mentís a su felicidad. Come, come. Esta frase, característica de su no saber qué hacer en la vida, significa algo así como ``ven, no te hagas distraído'', o ``¿hasta cuando fingirás que finges?''; frase que recorre (mediante una sabia mezcla de severidad, burla y educación) la profundidad de los párpados, el peinado o la moda a la que el terciopelo está sujeto. Hollywood atinó en saber que en ella toda ridiculez deja de serlo para trascenderse y desaparecer o, en su caso, sin escape alguno, volverse importante. Pero se trata, a qué dudarlo, de una puta a la que se le transparenta el esqueleto, con el Romanticismo de por medio, bien sea el de un novelista, el de un filósofo o el de un modisto en voga.

¿Acaso hablamos de la redención del ser humano por medio de los sentimientos? De ser así, ¿Margarita la logra? Dejemos la pregunta al aire y pasemos al alma, sexuada y atormentada al mismo tiempo, ya que su cuerpo, estatuario, le tiene sin cuidado. Más bien se diría que en su interior posee un vacío que ella intenta llenar vacuamente con objetos, con cosas externas, ayudadas por las manos, prestas a tomar, a aprehender aunque después, fastidiadas, dejen a su presa. Garbo en ese sentido parece no tocar jamás, ya lo dije, ni al amado ni al mundo. Su intimidad temblequea; los dedos asen en el espacio garabatos que se diluyen antes de tocar la pechera, el mentón o la cabeza misma de Armando Duval. Él quiere, con sus brazos de aldeano, rodearlo para apoderarse, así, de una cintura presta a desaparecer de cualquier vista, por aguda que sea. Abraza un arco, pues tal es su figura, moldeada hacia adelante, caída sobre sí, asfixiada por el ``esputo'' que en el film -por razones de gusto- no asoma a la garganta de la enferma. Y con el brazo extendido tiende al rechazo, bien por no contagiar a los otros, bien por protegerse de los otros. Sea como sea, una mujer ``galante'' como ella logra acomodar los cabellos que rodean la frente, pero jamás pensará en la palabra matrimonio, ya que es un tabú para cualquier cabeza no convencional, por admirable que su busto resulte.

Es, esta, una cinta que explota de punta a cabo su feminidad. Cuando sonríe; cuando el velo sombrío de las pestañas (que no necesitan de maquillaje) asoman quitándole al perfil toda seguridad, parece comunicarse sólo con las flores, apresadas entre las manos. Ladea el rostro a su lado, las consuela, las acaricia tibiamente con una sonrisa de verdad. Pero los cambios del rostro -lo repito- son instantáneos, aunque la crítica haya aglutinado la gran actuación con la belleza, perdiendo de vista a la actriz. La melancolía no le impide pedir, pedir, pedir como hambrienta, pues es el complemento de sus dos mitades, perfectas en su voracidad y en su aislamiento, líneas que van del óvalo del rostro hacia las comisuras de la nariz, entroncando con la lejanía de la mirada. Pues ver y tropezarse con ``algo'' es todo uno. Lo difícil es denotar qué es, qué encuentra, por qué se detiene fijamente en un punto verdoso, semejante a uno de los muchos entronques que al vivir tenemos con la muerte, que barre con los caireles que el peluquero le ha colocado para que no se nos olvide que 1840 aún la sabe con vida. ¿Será el fin de Margarita el encuentro con la putrefacción de su cuerpo? ¿Con el albedo del alma?

Margarita Gautier sabe esperar. La novela y el cine nos dicen que deja a Armando por dinero, pero sabemos que es mentira, aunque la comodidad para alguien tan transitorio como ella sea un sostén. Reiteramos que al asentarse en uno o en otro sitio la acompaña el timbre de voz y el acento en un idioma que nunca es reconocible como el propio. Me refiero ya al sueco o al inglés, porque el que escuchamos es una invención propia: es el de Garbo. Se trata de una voz que surge de la entraña, de las grandes oquedades de la tuberculosis, de una sombra que empaña el espíritu. Es la suya una voz ronca, desangelada, a punto de petrificarse pero que, curiosamente, exalta multitudes. Murmura, ronronea, silba en lugar de hablar, se desliza por los pastos y por el cuello de los hombres, obediente a cualquier amante si se acuerda de que es puta; arbitraria a cualquier encuentro, de pasar -si no conocemos su profesión- por una mujer ``decente''. Pero si vuelvo a Armando sabemos que el abandono se lo debe al padre -al Sr. Duval-, un hombre viejo, católico, puritano, que le exige que le dé la libertad a un hijo que con Margarita perdería, así como el honor, prestigio y fama tirados en la alfombra del provenir, real o ilusivamente convenido. Es claro que ninguna pareja tan poco sólida como la de ellos: no es sólo la familia (y lo que significa) lo que los separa, sino el pasado, sin redención para la época; para ninguna época, quizá. De balde pues sus falsos, sus esquivos y equívocos besos, de balde la rotación de la claridad nórdica del iris, empañado a veces por lágrimas que nunca se derraman porque caen hacia adentro. De balde, en suma, la entrecortada risa debida a un nerviosismo intenso y en ocasiones -a la hora del abandono del amante o de la muerte propia- demencial.

Con esa voz le dice a Duval que está conforme con el amasiato: ``Pero le prevengo que yo quiero ser libre, hacer lo que me parezca bien sin darle el menor detalle sobre mi vida. Hace tiempo que busco un amante joven, sin voluntad, enamorado sin desconfianza y amado sin derechos. No he podido nunca encontrar ninguno. Los hombres, en lugar de estar satisfechos con lo que se les concede, muchas veces lo que apenas habían esperado obtener una vez, piden a su querida cuentas del presente y hasta del pasado. A medida que se acostumbran a una mujer quieren dominarla, y mientras más se les entrega más exigen. Si yo me decido a tomar ahora un nuevo amante, quiero que tenga tres cualidades bien raras: que sea confiado, sumiso y discreto.'' Tal la confesión a través de Dumas, pero el resultado es que nadie, siendo hombre (a menos que fuera abiertamente femenino) admitiría la imposición que proviene, claro, de un contrario aunque sublimado sexo que por lo pronto se impone victorioso, no sin la amargura de la soledad.

Ya con el sombrerín echado a manera de guante sobre la nuca, ya suelto el cabello, ya con un atavío extravagante de sedas, perlas y plumas sobre la cabeza para obligarse a ser aún más altiva, al hablar o callarse resalta paradójicamente la insignificancia de todo lo demás. Ni las crinolinas la afean, engrosándola, ni la ridiculez de los peinados, ni el que comparta -codo a codo- su mesa con Prudencia, que huele al puro que le baila por la sonrisa. El mundo no la toca porque va en pleno vuelo, haga lo que haga en la pantalla. Recordemos, por ejemplo, que toma -casi a escondidas- una pastilla para respirar; que es la única mujer que, frente al espejo, es capaz de clavarse una camelia en el centro de la cabeza sin fijarse en la cursilería misma de quien la porte, o el que los huesos de la espalda sean el centro de la escena en que la tuberculosa, por primera vez, siente los latidos, de su próximo fin.

``El tipo de gente con la que está hoy no le conviene a usted'', le dice Armando en la fiesta de su cumpleaños. Por respuesta obtiene una mirada, la curva del cuello de un herón y el vaivén de los tules, los caireles, los horrorosos moños, los besos a un espacio sustitutivo de la cara, la barba, la frente, el mentón, los labios; el desmayo después de dejarse tocar, o tocar al amado; los organdíes, el vals, la polka, la penumbra, la organizada cochambre de las putas, compañeras de vicios y también de virtudes. Asimismo, la permanencia de lo entreabierto de la boca -que señala el filo de los dientes- como una floración equivocada, ligeramente torcida, por la noche, al abrazo de un sol inexistente.

Por ello lo suyo posee siempre una tónica casi invisible, como cuando -reitero- saca el pañuelo y sobre él tose, pensando, acaso, que no existe el amor sino tan sólo sus esquejes. Me refiero a un entretenimiento de verdad para el cuerpo, aunque para el alma sea un aborrecimiento transitorio. Esta nueva misión civilizadora se entroniza en París bajo el aspecto de una mujer esclava de la ignorancia, la insaciabilidad y la salsa agridulce del corazón. ``Jamás leo'', afirma con franqueza a propósito de Manon Lescaut. ¿Para qué también escribir? Le fastidia la ortografía y se recuesta entre almohadones pidiéndole a Prudencia, su gorda amiga cuarentona, ayuda para redactar unas líneas al amado. Le encanta lo superficial, lo imprudente y, como contraparte, odia lo triste que paradójica, oscuramente anida en su fondo; odia aquello que a veces -para desgracia suya- logra surgir. Pero nada sirve de nada, pues: ``Sin embargo todos morimos.'' He aquí la filosofía de una mujer de mediados del siglo XIX dispuesta, paradójicamente, a beber la vida desde un pequeño vaso de agua hasta un estanque.

Hay en Garbo una especie de evasividad de los gestos, acorde con su tanatismo, a su vez acorde con la derogación de la belleza ``clásica'', pues es indudable que la crudeza en la que vive no deja de pertenecerle y expresarse cuando menos se piense. De no ser así, anularíamos una de las dos mitades de tan siniestro y bello personaje, destructivo si en cuenta se tiene que a su paso todo cae en remedo del abatimiento del que la vida nos hace presa. Por ello estamos muy lejos de grandes parejas eróticas, ya sean las clásicas, como Dido y Eneas, ya las del fin de la Edad Media -como Calixto y Melibea-, ya las renacentistas, como Otelo y Desdémona. Por ello Armando y Margarita son los héroes románticos por excelencia, ya que a nada aspiran como no sea a las ruinas del amor, asomado a la vida, asombrado también como si se apoyara en el quicio de una ventana para ver un desfile de criaturas cuya desembocadura está en la muerte.

La ventaja para Alejandro Dumas es que su novela se apoya en la enfermedad, lo que libra al texto de quedarse sin armadura. Garbo la maneja, empero, tan discretamente que del novelista, en este sentido, poco permanece. Repito que doblada sobre sí misma, la actriz impera sobre su cuerpo totalmente, incluido, más que nada, el esqueleto que, en posesión de la figura, vuelve a la carne luz, como un cuadro de Goya, Turner o Monet. Por eso, sin geometría precisa (los rasgos se intuyen, pues unos a otros se destrozan en metamorfosis sucesivas), Garbo resulta la actriz más sofisticada, la más decadente de la pantalla. ¿No es por ello que en el Romanticismo la enfermedad se enlaza a la pasión, en abrazo de tal suerte promiscuo que acaban las dos por asfixiarse? La nada que resulta, es la estela que deja la vida al huir. La biografía de Garbo, claro está, de por medio.

Terminemos con dos escenas, de las múltiples, cumbres: me refiero a cuandoÊMargarita toca Invitación al vals, de Weber, en presencia del barón y cuando éste -después de algún tiempo- le regala cincuenta mil francos, ya casi al finalizar la película.

Recordemos que, después de la fiesta (en casa de ``la dama''), Margarita tiene un asfixiante acceso de tos. Deja de bailar y, apoyándose en puntos de los muebles (que no en éstos), entra a su amplísima recámara porque se le añade un gran salón-vestidor, cortinajes espesos, muebles costosos y un espejo que ampara la imagen de Garbo cuando se retoca -después de la tos- arreglándose en la penumbra. Como la puerta ha quedado entreabierta, la admiración en los párpados caídos de la actriz anuncia la presencia de Armando. Por primera vez ella reconoce estar enamorada. Entonces deciden, por medio de Nanine, el ama de casa, correr a los invitados de la francachela para que él, poco después, regrese y disfruten su también primera noche de amor. Pero ¿cómo sabe el galán que podrá entrar, que no será engañado? Margarita le ofrece la llave del apartamento. Se ``besan'' repetidamente y después del convenido ``corte'' la vemos dándose los últimos toques en la cara y atuendo para esperar a que llegue Duval. Estos ademanes son una luz difuminada que se traga a la actriz.

Entonces, radiante, se sienta al piano: es el único instante de felicidad -acaso, por único, palpable- que tiene Margarita en su vida. Cierra los ojos (más bien caracteres de un idioma ya extinto) y aspira, silenciosamente, el momento. Toca, toca el vals, sumergiéndose como si abrazara al amante, pues el espacio -su más asiduo cliente- lo ha sustituido, como sucede en todas sus películas. Ahora los abre y, llena de estupor, mira, de manos a boca, al barón de Varville, quien supuestamente se halla en Rusia. Si regresa -dice aclarando su presencia- es porque MargaritaÊle es indispensable. Entonces se quita sombrero y chambergo mientras Nanine entra con una charola que ofrece viandas para dos personas; solamente para dos. Ante el gesto del barón, Margarita ofrece una disculpa: lo esperaba a él, pues cuando un hombre decide irse al extranjero jamás hay que creerle. ``Are you hungry?''... ``No, I am thirsty''... ``Are you thirsty?''... ``No, I am hungry''. El duelo de espadas se inicia como un cortejo galante que presagia ruinas, las que sean. Ella se interrumpe. Siempre toca mal. Y lo convida a él, al barón, quien entre complacido y refunfuñante, ejecuta la pieza no sin antes haberse servido una copa de champagne.

Garbo se medio recarga en el piano, mirándolo de frente. En ese momento Robert Taylor intenta abrir la puerta. Se oye el tintineo de unas ``campanas''. En el interior los amantes sonríen, teniendo la cámara, como punto de enfoque, el cuello de la actriz, semejante a una columna mecida por el inicio de un temblor. Se ríen, se miran, se desafían. ¿Quién puede tocar a esas horas? Con seguridad es alguien -dice ella- que se ha equivocado de timbre. Nuevas risas, más altas, que no encuentran acomodo posible en el vals, tocado más y más apresuradamente, como si de la música dependiera el destino. El barón la mira con odio; o con odio, desdén y deseo, todo a un tiempo. Posiblemente -la voz enluta toda carcajada- se trata del ``gran amor de mi vida''. ``¿El gran amor de tu vida?''... ``How charming'' termina diciendo el barón mientras los dos, presa de un ataque de histeria, mecen sus cuerpos en una ansiedad heroica, francamente inédita. Y súbitamente la pantalla oscurece sus sombras, talladas en dos cuerpos que, al bajar de color, se estampan en la nada.

En esta escena, acaso una de las más brillantes de la cinta, Garbo está en la plenitud de su gestualidad. Los nervios del cuello se tienden hacia el exterior dejando, en esta su larga expresión de impotencia, una huella visible sólo para la luz de la piel, de una belleza lisa como horizonte de agua, en tanto que una mano, aferrada al piano, intenta sofocar la acritud de la vida, así, desgarrándola. ¿Y qué decir del rostro? Visible a pesar del espacio quebrado por el cuello, no es sino un girón, una especie de relámpago que opaca el ``tocas maravillosamente'' y el ``mientes maravillosamente'' que los dos se dicen desenfocando sus figuras, irradiándose en la maldad. Hecha especialmente para la actriz, esta escena no existe en la novela, en la que se menciona un piano en otras circunstancias, siempre traviesas siempre amargas, en las cuales la historia se inscribe. En la cinta no hay, en cambio, un instante en que el espectador deje de ver -pues queda además grabado en la memoria- el mechón del cabello, explosivo y fino, con la minuciosidad con la que se raya, en el agua, la espuma.

Es evidente que Armando y Margarita rompen con lo ilícito de su amor, no con el amor. Pero después de varias peripecias, cuando ella ha prometido al padre dejar a Duval; cuando sin cumplirlo decide, en su momento, abandonar a Varville por Duval, el espectador la observa haciendo las cuentas de sus deudas, frente al escritorio, sonriente siempre, pues la crudeza de la vida con la vida se va. Y al llegar el desdeñado amante ella le pide, con descaro, dinero, una fuerte cantidad que debe tener para liquidar a sus deudores. He aquí otro golpe maestro tanto de la actriz como del director. Pues al recibirlo ella se levanta y, ya que él se despide con desprecio y asco por reconocer que ama a una puta, la abofetea al besarlo fraternalmente en las mejillas. Todo se conjunta en el medio rostro que Garbo presenta ante la cámara: el golpe, el azoro, la desilusión de saber que es un ser humillado, la tristeza del mundo y, en definitiva, la soledad: todo -digo- en el parpadeo de unos instantes, seguido el drama por la levísima sonrisa de saberse, finalmente, con el dinero entre las manos.

Pero la filosofía romántica ¿realmente redime a los hombres si se recargan en los sentimientos? En la novela -después de un dato necrofílico extremo- es exhumada por Duval, que no la ha visto morir; por él, que le ha sido infiel por despecho aunque siga queriéndola. La obra se desperdicia en diálogos cortos y superfluos, en una larga serie de ``noticias'' -expuestas en cartas- que no vienen al caso. ¿Es la muerte una redención? La muerte sí, pero no el sentimiento, de una extrema infidelidad por parte de los seres humanos. En el cinematógrafo Garbo desfallece espléndidamente, devorada por una enfermedad que no toca su cuerpo: ``¿No te parece que cada vez actúa mejor?'' me dijo, al salir del cinematógrafo, alguien que, sin dejar de reírse del chiste, sabía que merodeaba en la verdad.