La Jornada Semanal,6 de septiembre de 1998



Rubén Moheno

Graham Greene: Los mapas perdidos

La relación de Graham Greene, el enorme novelista inglés, con América Latina, su estancia en el Tabasco de Garrido y sus pasos, reales o ficticios, por la geografía del subcontinente, son la sustancia de este preciso y admirativo ensayo de Rubén Moheno. Sobre las aventuras humanas se proyecta la miseria del Señor, pues de ƒl ``es el reino, el poder y la gloria''.

La relación de Graham Greene con América Latina adquiere, en la perspectiva, la dimensión de un sueño. Greene tuvo un estrecho contacto con los lectores de habla hispana por los muchos libros que situó en este espacio: El cónsul honorario en Argentina, Viajes con mi tía en Paraguay, El Capitán y el Enemigo en Panamá. También por dos cuentos ambientados en México: ``Al otro lado del puente'' y ``El billete de lotería''. Y la leyenda negra que incubaron en nuestro país con motivo de su polémico testimonio, Caminos sin ley (1939), donde refirió el legado del presidente Calles. Un story line para su adaptación al cine iría más o menos así: ``Fastidiado por el rumbo que imprime el desarrollo avanzado a su país, un hombre decide viajar a una nación atrasada, que vitupera al conocerla porque lo horroriza. A su regreso encuentra un horror diferente, pero de igual intensidad, en su propio país (que también vitupera); sin embargo, se apresta a combatir por él contra un horror aún mayor a todos los anteriores.''

Algunos quisieron señalar su pluma (tal vez los inspiró su análisis extraordinario del oficio de un sicario en A Gun for Sale) como una pluma a sueldo. Pero la realidad de su tarea en México fue la de reportero literario, y su libro, un libro de trayecto (lo que al cine sería un road movie) que incluye sus sueños y lecturas. Episódico, y escrito con descuido a veces -dijo John Updike-, una obra cuya circulación estuvo vetada aquí tácitamente. Algunos -los más, como suele suceder- hablaban de oídas, pero se sumaron a la campaña en descrédito de Greene: ya les quedaba chico: ``de la generación de Huxley'', ``odiaba a México, ¿no?'' Pero también recuerdo (sin ánimo de injuria para los que no acuden a mi memoria) inteligentes páginas de Paco Prieto, la traducción de sus cuentos en la UNAM, más de un Inventario de José Emilio Pacheco, un escrito de René Avilés Fabila cuando Greene pasó a formar parte de lo que llamó alguna vez ``el digno y disciplinado rango de los muertos''. El libro apareció en las librerías mexicanas a fines de 1996. A veces es interesante conocer a los que descubrieron cosas que otros repitieron más tarde.

Hay quienes dijeron que vino a hacer trabajo de espía, con motivo de la expropiación petrolera, asociada en el tiempo a su visita. Una versión del asunto hablaría del significado de la batalla de Inglaterra contra el nazismo, por una parte, y por la otra, el gesto herético de un verdadero estadista, el general Lázaro Cárdenas, que llegó a amenazar a las llamadas democracias con vender nuestro petróleo a las potencias del Eje si se empeñaban en impedir que lo hiciéramos verdaderamente nuestro.

Greene había realizado trabajo de inteligencia en otras latitudes cuando era muy joven -del que no renegó porque también estuvo comprometido moralmente-; después lo hizo contra Hitler en el MI6 de 1941 a 1944. Pero la minuciosa y monumental biografía del escritor, a cargo de Norman Sherry, no documenta ni el mínimo indicio, ni una sombra del supuesto espionaje en nuestro país.

Había soñado con México; quería escapar de Inglaterra: I want to get out of this bloody country. Tenía el ímpetu extra de los conversos. ƒl y su esposa -también católica- seguían las notas de prensa sobre el salvajismo que se desarrollaba en nuestro país, entonces como ahora. Después de muchos años de anhelar el viaje, logró financiamiento de la editorial Longman, en Inglaterra, y Viking, en los Estados Unidos, para escribir sobre la Cristiada. Cuando llegó sólo quedaban sus remanentes. Descubrimientos históricos, de esos que alteran el pasado y corrigen el futuro, nos dicen que muchos sobrevivientes de la Revolución mexicana participaron en la Cristiada al lado de los católicos.

En compañía de su esposa fue a Nueva York y luego a Nueva Orleans; después ella regresó a Inglaterra mientras él se dirigía a San Antonio. Ahí fue testigo de una huelga de jornaleros mexicanos encabezada por el padre López, contra la reducción de salarios en la industria nogalera. San Antonio era una elegante torre de marfil, con fachada mexicana durante el día y aparentemente limpia de todo pecado original hasta que se leían los periódicos, o se observaba la prominente riqueza del Hotel Plaza que parecía burlarse de los superlativamente pobres cobertizos del barrio oeste mexicano: un contraste que no halló ni en el México de entonces.

Viajó en los estrechos años treinta; cinco semanas de la primavera del 38. Nunca confesó a las autoridades mexicanas el propósito de su vista (documentarse sobre ``la más feroz persecución religiosa que se haya dado en cualquier parte desde el reinado de Queen Elizabeth''). Y para evitar la deportación dijo estar interesado en las ruinas de Palenque, que jamás le importaron en realidad.

Su libro levantó protestas también en Inglaterra. La persecución religiosa había sido más feroz en el continente, dijo alguno. Pero incluso amigos suyos, como J. Adamson, señalaron que en ocasiones fue injusto (unfair) aquí: cual turista exasperado, no alabó la comida mexicana, ni el tequila (aunque se lo tomó), detestó el traje de charro; y dijo no conseguir, en la tierra de origen del chocolate, sino un producto dulzón y adulterado llamado Wongs que imitaba los chocolates suizos. No sintió el santo olor de la panadería. Tampoco le importó el indio de los murales o de los museos, sino el indio vivo -en el que encontró a veces, pese a su total miseria, una ``gentil cortesía aristocrática''- y su impactante religiosidad: ``Un estado consciente de algo simple y extraño y sin complicaciones, una forma de vida que perdimos irremediablemente pero no podemos dejar de recordar.'' Al observar a los indios, él lo reconoció, su propia actitud religiosa dejó de ser intelectual (una palabra y una actitud que odiaba) para hacerse emotiva: la distancia que va de una creencia a una fe; así fue a pedir su protección a la Virgen de Guadalupe.

``Inglaterra antes de que se cortaran los bosques -dijo del sureste mexicano-, una congregación llamada Sweyn, chozas con techo de paja, el mundo de Ivanhoe... Y había un mundo más viejo aún después de la colina... un talud de altas cruces negras que se alzaban como árboles barridos por el aire contra un cielo ennegrecido. Esta era la religión india -un oscuro, atormentado, culto mágico''.

Ese viaje lo marcó así hasta su muerte. A pesar de que casi no hablaba español, en aquel libro anotó en nuestro idioma, y con odio, la palabra pistoleros. Refería las provocaciones que presenció y sufrió en varias regiones del país, sobre todo al recorrer Chiapas; hambre, montañas e irresponsabilidad, además. Las iglesias estaban abiertas pero no se permitía oficiar misa. En la plaza de San Cristóbal de las Casas los pistoleros (verdadero germen para una tercera fuerza) agredían al escritor por ser gringo: ``La atmósfera de hostilidad se hizo más espesa; y se dirigía contra mí. Un grupo de ebrios pasaba y volvía a pasar, haciendo burlas, traían revólveres bajo el chaleco, así que no había nada que hacer... Yo estaba sufriendo por los atropellos de los antiguos colonizadores petroleros, el tedioso apego legal del gobierno inglés'' (a eso habría que añadir la prepotencia del embajador inglés de entonces).

Viajó a lomo de mula por el norte de Chiapas; enfermó de disentería, se devaluó su dinero, perdió sus lentes para leer y sufrió de verdad. Pero habló de la caridad de los indios; escuchó el sollozo de sus mitologías. Hubo un momento en que sintió ser un caso acabado, y entonces encontró... ``un hombre viejo al borde de la inanición que vivía en una choza con ratas, dando la bienvenida a los extraños sin pedir a cambio ni una palabra en pago, murmurando apaciblemente en la oscuridad. Yo me sentí otra vez entre la población del Cielo''.

Tuvo profundo respeto y simpatía por los sacerdotes; hizo amistad con pilotos de rústicos aviones que volaban por el incomunicado sureste mexicano. Percibió con claridad que México no formaba un todo homogéneo; era habitado por criollos, indios, mestizos y una población extranjera flotante: una atmósfera con fuertes problemas raciales donde florecían humillaciones profundas para personajes socialmente ínfimos. ``Era una guerra -ellos lo admitían- por el alma del indio, una guerra en la que podían usar al ejército, compuesto principalmente por indios atraídos por el dólar diario... es muy fácil mantener en la ignorancia de lo que está haciendo a un soldado sin educación.''

El río no lleva las mismas aguas ciertamente, pero hemos visto imágenes así en los tiempos que corren.

En México corrige pruebas de una historia de gangsters en una ciudad inglesa, Brighton Rock: ``¿Habrían resentido la novela aún más profundamente si ellos hubieran sabido que describir Brighton era para mí realmente una tarea de amor, no de odio?''

Inglaterra no lo recibió con los brazos abiertos. La Twentieth Century Fox lo atacó en un claro judicial al descubierto. Retribuyó su crítica cinematográfica en la revista Night and Day con un juicio por difamación de la actriz infantil estadunidense Shirley Temple (que más tarde ligaría sus actividades profesionales con Reagan, Bush y Kissinger), por el tiroteo que habían recibido desde la columna del escritor. Sin embargo, desde que la demanda cernía su ruinosa sombra -en México se enteró del fallo en su contra; pudo ser cárcel, pero debió pagar lo que serían unas 15,000 libras actuales, que no le sobraban, y Scotland Yard guardó su expediente-, él anotó en su diario que todo aquello ``parecía no tener importancia porque Lucy [su hija] estaba enferma'' (la sentencia estuvo pegada en el baño de su casa hasta que una bomba alemana redujo todo a escombros).

La guerra no cambia nada -dijo entonces-, sólo pone al descubierto lo que el tiempo de paz disfraza. A su regreso a Europa encontró los aprestos para la guerra -trincheras, y planes de evacuación para sus dos pequeños hijos y su mujer-; pudo ver los preparativos del bando opuesto desde el barco alemán que abordó en Veracruz. Y dudó de la justeza de su visión sobre México, en el mismo libro: México era una extraña región del pensamiento, violenta y miserable; ``un estado de conciencia''.

A partir de su visceral testimonio concibió una novela -que el Santo Oficio condenó en su momento- ubicada en México también: El poder y la gloria (1940): ``Una historia que escribí acerca de un alcohólico sacerdote mexicano con una hija ilegítima y que lleva su vocación a tropezones, a veces con cobardía, durante la persecución religiosa en los inicios de los años treinta.'' La historia puede leerse también como una novela de detectives, con el ascético teniente que persigue al sacerdote (no conoceremos los nombres de ninguno de los dos, como conviene a la representación de una lucha cósmica). En ese catolicismo -dice Updike- hay algo de encantamiento. El personaje -``un pequeño hombre harapiento en traje de ciudad, portando un pequeño maletín''- cumple una función irreprochable, trascendente. La falta de importancia de ese hombre en el mundo de los sentidos sólo es igualada por su enorme importancia en otro mundo. No gracias a Dios, que guardó silencio, sino al factor humano.

Lo que más admiraba Greene en la cristiandad era su noción de fracaso moral: el meollo del asunto: ``Porque una vez que usted es consciente del fracaso personal, entonces tal vez en el futuro llegue a ser una persona un poco menos falible.''

Respetaba a los ateos, por su valentía. La herejía era sólo un sinónimo de libertad de pensamiento. Pero el acto creativo seguía siendo propio de una facultad mágica. En su experiencia, además, el primero en mostrar indicios de una fuerza sobrenatural no fue el Cielo, sino el Mal. Esas potencias conferían a la obra artística una atmósfera especial, como la del sueño tal vez: ``Con la muerte de Henry James se perdió el sentido religioso en la novela inglesa, y con el sentido religioso se fue el sentido de la importancia del acto humano. Fue como si el mundo de la ficción hubiera perdido una dimensión: los personajes de escritores tan distinguidos como la señora V. Woolf y el señor E.M. Forster erraban como símbolos de cartón en un mundo tan delgado como el papel.''

Vivió la influencia de autores como Bernanos -``Bernanos pertenece al mundo de hombres iracundos, a una tradición que se remonta al Dante, `quien amaba bien porque odiaba'''-, Claudel y Mauriac. En este último percibía los ecos de Pascal: ``Nuestro Señor exige que amemos a nuestros enemigos; suele ser más fácil que no odiar a quienes amamos.'' Mario Vargas Llosa habla de aquellos literatos franceses: ``Eran buenos escritores pero sólo sabían escribir para creyentes y convencidos. El poder y la gloria, en cambio, es una novela para incrédulos.'' Lo juzga un libro moderno, para lectores de nuestros días; un manifiesto del derecho a la esperanza.

Simultáneo al trabajo en El poder y la gloria realizó un entertainment, El agente confidencial (1939), en el término de seis semanas, impulsado por la benzedrina, con el propósito de ganar dinero para su familia ante la inminencia de la guerra. Se vendió para el cine inmediatamente, como casi todas sus novelas -en tanto la obra maestra debió esperar su momento, y resignarse al tiraje de 3,500 copias en la primera edición. Ese libro narra la historia de un catedrático de francés medieval llamado D, cuyo país (la República española, que nunca se menciona) lo envía a Londres para cerrar un importante acuerdo de carbón y hacer frente a la guerra civil. En Londres no falta quien trate a D como bloody dago (término despectivo para los morenos del sur de Europa): ``...siento ganas de partirte la cabeza, un extranjero de mierda, que viene aquí, come nuestro pan, piensa que puede hacer... habla en inglés o te rompo el hocico...''

Si Greene había observado aquí ojos mexicanos cargados de un sentimentalismo que le fue insoportable, allá habló de ``ojos azules muertos como un ojo de pescado: no registraban ninguna emoción''. D encuentra en Londres la misma atmósfera de sospecha que era condición de vida en su país (y en México). Inglaterra no era dirigida por cruzados, ni políticos, sino por hombres de negocios. Allá todos se conducían con nobleza y hacían mucho dinero. Pero en sus calles hay mendigos, disparos con silenciador, y una mafia que asesina a una pequeña hindú que había simpatizado con D. D había confiado en ella -como el sacerdote alcohólico confió en Coral Fellows. Era un campo de batalla; pero D encuentra el amor ahí también: una mujer hermosa y tan joven que podría ser su hija. Ella pregunta si él cree mejores a sus líderes que a los del bando opuesto. ``No'', le responde. ``Claro que no. Pero aún así prefiero a la gente que ellos guían; incluso si la guían mal. Los pobres'', dice ella, ``bien o mal''. Entonces él responde: ``Escoges tu lado de una vez para siempre -claro que puede ser el lado equivocado. Sólo la historia puede decirlo.'' La historia personal de Greene también señala una misma línea hasta su muerte. El entertainment sigue; pero lo que ahí resaltó es que no se escapa de una guerra cambiando de país: ``Tienes que amar tu hogar por algo -así sólo sea por su dolor y su violencia.''

Greene volvió a México brevemente en los años sesenta y dejó testimonio escrito de que las cosas habían progresado mucho aquí, pero no en lo que hace a la crueldad (que aceptó como condición del universo aun antes de recorrer los caminos sin ley), el desprecio y la arrogancia con que los mexicanos solemos tratarnos por la diferencia en el tono del color de la piel (y el monto económico que respalda a cada uno); la casa más lujosa que vio en una de las zonas más caras de la capital era propiedad del jefe de la policía. Y en el aeropuerto de la ciudad de México, con rumbo a Cuba, la entonces obligada aduana fotográfica para los servicios de inteligencia estadunidenses (recuérdese a Salvador Allende, indignado por la misma vejación).

Su libro póstumo, Un mundo mío. Diario de sueños (A World of My Own. A Dream Diary, 1994), narra el singular regreso de Graham Greene a nuestro país:

``En enero de 1983 yo andaba en México unido a una brigada guerrillera perseguida por el ejército...''

Este libro señala el ambiente de degollina que flota en una ciudad del Medio Oriente. Habla del muy actual mundo de los servicios secretos de inteligencia. Reseña maravillosas vías de escape. Describe a la realeza británica desde dentro; refiere los peligros mortales que acechan a una misteriosa princesa desconocida. Y será difícil que el lector no asocie los sueños con las noticias del mundo común; será inquietante cuando coteje las fechas.

Greene dijo que un escritor debe ser juzgado por sus amigos como por sus enemigos -aunque no siempre son merecidos los enemigos de un hombre. Le parecía justificable que los habitantes de un país resintieran que un escritor con poca experiencia escribiera sobre él. Pero se alegró al encontrar mexicanos que elogiaran la novela que ubicó aquí, y argentinos que elogiaran la que ubicó en su país.

El lector se preguntará si este texto breve y superficial busca, digamos, exculpar al escritor. Desde luego que no, y, en todo caso, la tarea correspondería a hombres de mayor talla que la mía. Greene mismo da un buen consejo para este y otros casos, cuando dice a un crítico, que admira demasiado al artista que analiza: ``usted debe odiar un poco al hombre (you have to hate the man a little) para dar una justa estimación de su importancia''. Hay que odiar un poco al hombre, pues; a pesar de sus errores pudo desarrollar su trabajo a la perfección, como el cura alcohólico de El poder y la gloria -para quien ``el odio sólo es un fracaso de la imaginación''- pudo ser más que un buen sacerdote: a riesgo de su vida, que perdió, supo llevar consuelo a las almas y encarnó La Virtud.

No es necesario hacer de Greene un personaje para verlo, más tranquilamente, cruzar la frontera del odio; en México todos esos odios deben ser tomados con un grano de sal. Sobre todo ahora que los ánimos se crispan cada vez más. Es un requisito para la reconciliación nacional; para que ésta sea, ahora sí, impecable y diamantina. Eso es lo esencial. Pero tal vez se me disculpe el decir cómo encontré a Graham Greene en el mundo mío; fueron dos sueños sucesivos. Yo estaba ante la puerta entreabierta de su sala de trabajo y él de pie junto al escritorio. En perfecto castellano me preguntó si había leído Monseñor Quijote. Fui a ver su libro; debía contener alguna clave. En efecto, pensé al leerlo, porque ahí aparecen unos mexicanos que no son tales. Así dice la gente a unos que regresaron a España después de hacer la América y ahora tienen mucho dinero y pueden comprar las prebendas y privilegios que les vende la iglesia del pueblo y despiertan la santa ira de Monseñor Quijote.

Entonces volví a soñar y ahí estaba Graham Greene en una estación de ferrocarril. Fui a saludarlo. ƒl era muy amable y extrajo de su maleta una botella de whisky, ``para las emergencias''. Buscamos algo que sirviera como mesa. Propuse la botella de tequila que traía yo; él podía darle otra oportunidad. Brindemos por eso, dijo, y bebimos una ronda. Me parecía bueno que supiera él que después de la expropiación, y hasta la fecha, las sucesivas administraciones del país metieron los veneros del petróleo mexicano -por dar un ejemplo- en casi todas las tribulaciones imaginables, incluida la posible marcha atrás en la nacionalización. Y todo eso fue sabiamente aprovechado por nuestro vecino del norte. Mas lo vi muy serio y traté de aligerar las cosas. Dije que, en realidad, sus obras deberían estar en los libros de texto. Un rayo de ferocidad cruzó por el azul de sus ojos y, por un momento, temí lo peor. Pero explotó en una carcajada, y volvimos a brindar. Hablamos de cine. Expuse una teoría del odio y el espionaje y México y sus escritos. No había problema, expresé, puras habladurías. Greene escuchaba. Rellenamos los vasos y luego, como si pensara en otra cosa, miró al cielo y dijo en voz baja, Oh, no sé; después de todo, no hay humo sin fuego.

Este trabajo fue apoyado por el FONCA