Los hijos de México

Richard Rodríguez

Cuando yo era niño, para los trabajadores agrícolas mexicanos de California todavía era posible viajar entre el pasado y el futuro.

El pasado estaba de regreso cada octubre, cuando el cielo blanco se aclaraba hasta hacerse azul y la neblina abría fisuras blancas en el paisaje.

Luego de que los jitomates, los melones y las uvas habían sido pizcadas, era tiempo para que los mexicanos cargaran sus carros y se enfilaran a México para pasar el invierno.

El maestro decía a mi madre, en tono muy alto, que era una lástima que los mexicanos hicieran eso --sacar a los niños de la escuela.

Como judíos errantes, los mexicanos no tenían hogar sino el tabernáculo de la memoria.

El maestro se escandalizaba por lo que consideraba la negligencia de los mexicanos con respecto al futuro de sus hijos. Los niños reprobaban exámenes. No hacían amistades. ¿Qué importancia tenían esas cosas? Al llegar noviembre, ellos se irían rumbo a un mundo brillante que olería como los jueves --día del frijol-- en la cafetería. La próxima primavera, los niños estarían inscritos en otra escuela, en algún otro pueblo del valle.

En el mito del salón de clase, Estados Unidos era descrito como un océano --inmigrantes que dejaban atrás los nombres de las cosas y otras zonas del tiempo.

La memoria de los mexicanos-americanos describía la proximidad. Hay enormes poblaciones de ellos en Seattle, Chicago y Kansas City, pero la mayoría vive en donde la mayoría ha vivido, en el suroeste de los Estados Unidos, a una o dos horas de la frontera, lo que significa estar dentro de la posibilidad de regresar a México o estar al alcance del sonido de su voz.

Mi padre conoció gente en Sacramento que había llegado caminando desde México.

Existen aquí confluencias de la tierra. El trazo o los dobleces de los campos, el cielo desteñido, el golpe del viento, la longitud de las sombras --todas estas cosas recordaban a México. El sentimiento de dislocación tan cercano a la experiencia del inmigrante se mitigaba así.

En noviembre la niebla se hacía más densa, los caminos peligrosos. Era mejor estar en camino los últimos días de octubre. En automóviles y camionetas desvencijadas rumbo hacia el sur por carreteras de dos carriles, familias enteras dejaban atrás los campos que se teñían de colores marrón. Rollos de papel higiénico fluían desde ventanillas abiertas. Luego de haberse sujetado al ciclo vegetal de California, estos mexicanos eran libres. Eran mexicanos. ¿Y qué mejor persona se podía ser?

Ayyy-eee. Ay. Ay. Ay.

Existen aquí confluencias de la historia.

Ciudades, ríos, montañas retienen sus nombres hispanos. California alguna vez fue México.

La niebla se cierra, se condensa, y gotea día y noche de las ramas desnudas en los árboles. Mi madre se asoma por la ventana de la cocina y no puede ver la casa de los vecinos.

La amnesia fija el cariño de los norteamericanos por el pasado. Recuerdo a una estudiante graduada en la Universidad de Columbia durante los años de Vietnam; ella podría haber encarnado una ingenua salida de un libro de Henry James: ``Luego de Vietnam, nunca volveré a creer que los Estados Unidos son ese país puro y bueno que alguna vez pensé'', decía la joven.

En cambio, los mexicano-americanos han pagado el precio por la lucidez de su pasado.

Considérese a mi padre: cuando él decidió solicitar la ciudadanía norteamericana, no se lo dijo a nadie, a ninguno de sus amigos, aquellos hombres con los que había llegado a este país para buscar trabajo. La ciudadanía estadunidense se habría parecido demasiado a una traición a México, un pecado contra la memoria. Una tarde, como si fuera un hombre cometiendo un acto que había que esconder, mi padre se escurrió. Fue al centro, al edificio federal de Sacramento y desapareció en los Estados Unidos.

Ahora la memoria ejecuta su venganza sobre el hijo.

``Vete pero no me olvides'', alguien ha escrito en un muro cerca de la frontera de Tijuana.

Los mexicanos pueden saber que sus almas están en peligro en Estados Unidos, pero no reconocen el riesgo por su nombre propio.

Traducción: Gustavo Martínez González

Richard Rodríguez: editor de Pacific News Service, en San Francisco, así como editor asociado del periódico Los Angeles Times. El presente fragmento fue tomado de su novela Days of obligation, publicada originalmente por Penguin Books.