Masiosare, domingo 13 de septiembre de 1998

¿Quién aventó
a Juan Escutia?


Héctor Cuauhtémoc Hernández Silva*


La muerte del cadete del Colegio Militar, sostiene el autor, ``fue un crimen de Estado realizado para perpetrar nuestro nacionalismo y a nuestras instituciones. Como los magnicidios recientes, su muerte se realizó con premeditación, alevosía y ventaja en aras del bien nacional''

Nuestra memoria histórica está conformada por una serie de mitos y leyendas. En la llamada ``historia de bronce'' o historia oficial heroica y patriótica, el objetivo de cada uno de ellos ha sido afianzar sentimientos nacionalistas de orgullo hacia nuestro país y aquellos individuos que lo forjaron con entusiasmo, entrega y hasta heroicidad, sin importarles nada, incluso perder la vida, con tal de servir, defender o beneficiar a la nación. En efecto, aquellos mismos liberales que pugnaron por una historiografía racional, objetiva y científica, no se amilanaron para utilizar tergiversaciones y cuentos con el fin de consolidar nuestra identidad mexicana. Todo, por supuesto, en aras de la nación.

Lo anterior se ilustra con el proceso de mitificación por el que surgieron los Niños Héroes de Chapultepec, una de las grandes leyendas de nuestro imaginario nacional.

Con la imagen de estos soldados rememoramos los desgraciados sucesos y resultados del enfrentamiento bélico que tuvimos hace más de 150 años con los Estados Unidos. Hoy se recuerda esa derrota con la conmemoración de la muerte de los cadetes del Colegio Militar frente al invasor en la batalla de Chapultepec del 13 de septiembre de 1847. Esa victoria estadunidense dejó a su merced las puertas de la capital del país y su consecuente ocupación, con la que se iniciaron las negociaciones finales entre las dos naciones, que culminarían con la cesión mexicana de territorios El resultado de la guerra contra los Estados Unidos no sólo significó esta pérdida, sino el inicio de la hegemonía de este país sobre nuestro destino histórico.

Acontecimientos de tal trascendencia no podían faltar en nuestro calendario cívico-histórico. Sin embargo, con el correr de los años tan importante derrota quedó eclipsada por la conmemoración festiva de la hazaña realizada por los Niños Héroes de Chapultepec. ¿Cómo uno de los acontecimientos fundamentales de nuestra historia llegó a convertirse únicamente en la conmemoración de los cadetes muertos del Colegio Militar?

De los usos de la historia

La investigación histórica no sólo se ocupa en explicar los procesos, acontecimientos y personajes del pasado, también puede esclarecer cómo estos elementos se convierten en símbolos ideológicos, explicativos y/o identitarios, pues contribuye a dilucidar las razones que aclaran la creación de estos emblemas.

Todas las sociedades humanas de las que tenemos noticia necesitan de un pasado común para justificarse e identificarse. Este fue el caso de las naciones que surgieron en el mundo occidental, las cuales, entre otras cosas, tuvieron que imaginarse e inventar una historia común que enlazara a las diversas colectividades y grupos sociales que las conformaban(1). El nacionalismo es el ``ejemplo clásico de una cultura de la identidad que está anclada en el pasado por medio de mitos disfrazados de historia... Inevitablemente, la versión nacionalista de su historia consiste en anacronismos, omisiones, descontextualizaciones y, en casos extremos, mentiras''(2).

En la conformación de México como nación, la historiografía también tuvo un papel de primera importancia en la implantación del imaginario social y de la memoria histórica. La conciencia de nuestro pasado nacional ha quedado grabado en nuestra memoria por dos características de su enseñanza: por concebir el conocimiento de las cosas como un saber memorístico y la conmemoración periódica de los eventos para sostener su recuerdo. El primero es proporcionado por el sistema educativo y el segundo por el calendario cívico-nacional. La escuela, los profesores y las ceremonias cívicas son los baluartes de este discurso nacionalista.

Cómo se puso la mesa

El calendario no sólo es la medición del tiempo cósmico, sino también un objeto social que rige la vida pública y cotidiana, y un elemento esencial de quienes detentan el poder, pues lo manipulan y controlan. Una de sus aplicaciones es la regulación del festejo de aquellos hechos que recuerden la conformación del orden de cosas vigente por medio de actos que consoliden el statu quo.

Se llama a septiembre el mes de la patria por la serie de acontecimientos cardinales para el proceso histórico mexicano que se verificaron en diferentes años, pero -principalmente- por aquellos que tienen que ver con la Guerra de Independencia. La guerra contra los Estados Unidos sumó nuevas fechas a septiembre. Todas ellas desagradables.

Después de una serie de campañas victoriosas iniciadas desde mayo de 1846, las tropas invasoras llegaron a las orillas de la ciudad de México para dar el golpe final. El 8 de septiembre de 1847 se enfrentaron en Molino del Rey a las fuerzas mexicanas en una batalla sangrienta, festejada como victoria por las dos partes, al grado que desde los años cincuenta de la centuria pasada fue considerada por nuestros gobiernos generales como la fecha emblemática que recordaba este conflicto internacional. La celebración de ese acontecimiento duró hasta más o menos los años veinte de este siglo.

Posteriormente, el 13 de septiembre sustituyó tal conmemoración. En esa fecha se había verificado la última batalla formal entre los dos ejércitos beligerantes y con su resultado la capital quedó a merced del invasor.

Militares egresados del Colegio Militar fueron quienes iniciaron la tradición de recordar en las fechas conmemorativas del 47 los nombres de los cadetes muertos en Chapultepec. Miguel Miramón, uno de los anti-héroes favoritos de la historia liberal, fue de los primeros en mencionar como presidente los nombres de sus compañeros caídos (3).

Sin embargo, no fue sino hasta principios de los ochenta del siglo XIX cuando las figuras heroicas de los cadetes muertos fueron promovidas de manera permanente.

Dos factores fueron fundamentales para ello: la profesionalización del ejército porfirista iniciada por el general Sóstenes Rocha y la aparición de una historiografía que permitió afianzar este proceso de institucionalización. La mesa estaba puesta para aquellos jóvenes muertos en el 47.

Como renuevos cuyos aliños

Lo épico era uno de los elementos principales de la visión individualista y romántica que se tenía en el siglo pasado respecto a la marcha histórica de las naciones. Y este valor titánico se reflejaba en la animosidad de los individuos. La bravura cobraba cuerpo en las figuras de Lucas Balderas, Gelati, Xicoténcatl, Cano, Antonio de León, o en el inmortal acto del general Anaya. Pero faltaba algo, un símbolo que significara todo ello y que cobrara arraigo en el imaginario social.

Para ello se recuperó la participación de los cadetes en la batalla de Chapultepec. La asociación de ex alumnos del Colegio Militar, fundada en 1871, fue su promotora incansable. En septiembre de 1882, el presidente general Manuel González inauguró el monumento conmemorativo.

La historiografía también contribuyó a este encumbramiento: los Recuerdos de la invasión norteamericana (1846-1848), de José María Roa Bárcena; las Memorias del coronel Manuel Balbontín, lo mismo que textos de Sóstenes Rocha, Heriberto Frías, así como la obra México a través de los siglos, perpetuaron esta nueva memoria.

Las celebraciones anuales, las lecciones de historia en las escuelas y los cantos de los poetas también pusieron su grano de arena para que este nuevo símbolo prevaleciera. Un momento apoteótico fue el poema declamado por Amado Nervo el 8 de septiembre de 1908, por el cual los cadetes no sólo confirmaron su paso al salón de la fama del panteón histórico nacional sino que fueron canonizados como niños:

Si tuviéramos parque...

Y después vino el delirio. Surgieron las narraciones en las que se presentaría la vida de los Niños Héroes y las descripciones de su participación, palabras, gestos y acciones en el suceso cumbre de su vida, el asalto a Chapultepec.

Todas ellas provocarían en la actualidad la envidia de las Comisiones que investigan las muertes de Colosio y Ruiz Massieu. Paso a paso, palabra por palabra, estos autores lograron plasmar las acciones de los cadetes, sus ubicaciones y el momento cumbre de su muerte (ver el recuadro).

La envidia de Nervo

Faltaba la escena delirante. Uno de los cadetes, Juan Escutia (de quien no se han podido comprobar su inscripción como cadete del Colegio ni su actuación en el evento del 13 de septiembre y sí en cambio se cuestiona su existencia), ya herido y conocedor del inevitable triunfo enemigo, corrió hacia la bandera mexicana y, para impedir que se convierta en botín del invasor, se envolvió en ella y se lanzó al vacío estrellándose en las rocas del promontorio. ¡Qué momento tan excelso! ¡El propio Nervo lo hubiera deseado para su poema a ``Los niños mártires de Chapultepec''! El conocimiento de tal suceso lo hubieran añorado los historiadores románticos de mediados del XIX. Pero ni en ese entonces ni aún en 1908, fecha en que el vate de Tepic pronunció aquel inolvidable poema, había noticia de tan inigualable hazaña.

Morir por la patria. Tan noble honor y desprendimiento provocó, en un principio, una disputa acerca del personaje que realizó la acción: Heriberto Frías, por ejemplo, señaló al coronel Xicoténcatl como el actor del suceso; en los expedientes de la Defensa Nacional, para los años veinte del presente siglo, fueron señalados otros de los cadetes (Melgar y Montes de Oca), como los inmolados (4). Lo cierto es que, en la realidad, los norteamericanos tomaron el castillo y sus banderas, las cuales se llevaron como trofeos de guerra a su país.

Tal parece que esta leyenda se fraguó en la segunda o tercera década del presente siglo. Su éxito ha sido memorable. El significado traducido de esta imagen que ha perdurado a través de varias generaciones es el del sacrificio que reclama la patria de todos los mexicanos. Morir por la patria es tan excelso como vivir con los sueldos ahora existentes. Estas acciones patrióticas están a la altura de la contestación valerosa que el general Pedro María Anaya dio al comandante estadunidense cuando le exigió, en la toma de Churubusco, la entrega de sus pertrechos militares: ``Si hubiera parque no estaría usted aquí'', frase que algunos mexicanos de ahora gustosos lanzaríamos al autor de la política económica y salarial del régimen.

Hasta este momento de la investigación, no se tiene el nombre del primer autor material que aventó a Juan Escutia de manera inmisericorde hacia las laderas del cerro. A quien sí se conoce es al autor intelectual del homicidio: la muerte de Juan Escutia fue un crimen de Estado realizado para perpetrar nuestro nacionalismo y a nuestras instituciones. Como los magnicidios recientes, la muerte del cadete se realizó con premeditación, alevosía y ventaja en aras del bien nacional. ¡Que la patria les premie su sacrificio!

(*) El autor es doctor en Historia por El Colegio de México. Estudia de forma especial temas relacionados con el siglo XIX mexicano. Es investigador del CIESAS y pertenece al SIN.

(1) Anderson Benedict. Comunidades imaginadas. México: FCE, 1993. Para este aspecto ver ps. 63-227.

(2) Eric Hobsbawm. ``La historia de la identidad no es suficiente'' en Sobre la Historia. Barcelona: Grijalbo, 1998. p.270. (Colec. Crítica).

(3) Hay que recordar que Miguel Miramón fue uno de los prisioneros de aquel 13 de septiembre de 1847, por lo que estuvo a punto de convertirse en héroe; sin embargo, pasó a la historia oficial como todo lo contrario por haberle dado tanta lata a Juárez y a su grupo político.

(4) Heriberto Frías. Episodios militares mexicanos. México: SDN, 1984; ``Niños Héroes'' en Enciclopedia de México. Tomo IX. México, 1978. ps.390-393.


De cómo cayeron
los otros niños

La tragedia era hórrida. Ya en los patios del alcázar un pelotón yanqui se dirigió hacia la Torre del Mirador. Allí le recibió a tiros el alumno centinela Vicente Suárez, que cayó acribillado. En la otra Torre del Caballero Alto, el pequeño Francisco Márquez abatió a varios asaltantes [por desgracia, no llegó hasta nosotros el número de enemigos que exterminó], con los que peleó hasta no poder más y caer sobre el manto rojo de su generosa y patriótica sangre. Fernando Montes de Oca, que aún estaba en el alba de la vida, fue a socorrerle [y] luchó desventajosamente con las tropas enemigas, que se echaron sobre él acribillándole a tiros y bayonetazos. Agustín Melgar, muy jovencito también, un niño como sus compañeros, peleó como un titán contra el grupo que le quería hacer añicos, pues le dieron balazos en una pierna, otro en el brazo izquierdo y un bayonetazo en el costado derecho. Aún estaba vivo cuando le llevaron al improvisado puesto de socorros, donde murió después de que le fue amputada la pierna acribillada a tiros. Se dice que expiró sonriente. Es que debió tener conciencia de haber cumplido con su deber con la patria hasta el último momento de su vida ejemplar

* Tomado de La épica tragedia de Chapultepec. México: Campaña pro Civismo e historia, 1965. p. 17.