La Jornada Semanal, 13 de septiembre de 1998



Isaac Bashevis Singer

El elogio de la lengua yiddish

Isaac Bashevis Singer, autor de Enemigos, Escoria y La familia Moskat, entre otros, fue Premio Nobel de literatura en 1978, fecha en la que escribió estas consideraciones del yiddish como la lengua de antiguos mártires y santos, de cabalistas y de quienes, junto con ésta, heredaron una mentalidad ``que se escurre, sabiendo que el plan divino para la creación está todavía en sus comienzos''.

El relator de historias de nuestro tiempo, como el de cualquier otro tiempo, debe entretener al espíritu, en el más amplio sentido del término, y no ser sólo un predicador de ideales sociales y políticos. El paraíso no existe para los lectores aburridos, ni tampoco la excusa para una literatura tediosa que no lo intrigue, lo anime, y le de la alegría y el escape que siempre proporciona el verdadero arte.

Sin embargo, también es cierto que el escritor serio de nuestro tiempo debe estar profundamente preocupado por los problemas de su generación. No puede sino ver que el poder de la religión, en especial la fe en la revelación, es más débil hoy de lo que fue en cualquier otra época de la historia humana. Más y más niños crecen sin fe en Dios, sin creer en la recompensa y el castigo, en la inmortalidad del alma, y ni en la validez de la ética.

El verdadero escritor no puede ignorar el hecho de que la familia está perdiendo su base espiritual. Las sombrías profecías de Oswald Spengler hoy se han vuelto realidad a partir de la segunda guerra mundial. Ningún logro tecnológico puede mitigar el desencanto del hombre moderno, su soledad, su sentimiento de inferioridad, y su miedo a la guerra, la revolución y el terror. No sólo nuestra generación ha perdido la fe en la providencia, sino también en el hombre mismo, en sus instituciones y, a menudo, en aquellos que están más cerca de él.

En su desesperación, un número de aquellos que no confían ya en el liderazgo de nuestra sociedad, elevan su mirada hacia el escritor, el amo de las palabras. Ellos esperan, en contra de toda esperanza, que el hombre de talento y sensibilidad pueda, quizá, rescatar a la civilización. Tal vez exista, después de todo, un destello del profeta en el artista.

Como hijo de un pueblo que recibió los mayores golpes que la locura humana puede infligir, debo reflexionar y prevenir sobre los peligros venideros. Muchas veces me resigné a no encontrar una verdadera salida. Pero una nueva esperanza siempre emerge, diciéndome que todavía no es demasiado tarde para juntar fuerzas y tomar una decisión.

Fui criado para creer en la libre voluntad. Aunque llegué a dudar de toda revelación, no puedo aceptar la idea de que el universo es un accidente físico o químico, resultado de una ciega evolución. Aunque aprendí a reconocer las mentiras, los clichés y las idolatrías de la mente humana, todavía me aferro a ciertas verdades que, pienso, todos podríamos aceptar algún día.

Debe existir un modo para que el hombre alcance todos los placeres posibles, todo el poder y el conocimiento que la naturaleza le puede conceder, y pueda aún servir a Dios -un Dios que habla con hechos, no con palabras, y cuyo vocabulario es el cosmos.

No me avergüenzo de admitir que pertenezco a aquellos que tienen la fantasía de que la literatura es capaz de traer nuevos horizontes y nuevas perspectivas -filosóficas, religiosas, estéticas, e incluso sociales. En la historia de la vieja literatura judía jamás existió ninguna diferencia básica entre el poeta y el profeta. Nuestra antigua poesía a menudo se convirtió en ley y en forma de vida.

Algunos de mis camaradas en la cafetería cerca del Jewish Daily Forward(1) en Nueva York me consideran un pesimista y un decadente, pero siempre existe un fondo de fe tras la resignación. Encontré consuelo en pesimistas y decadentes tales como Baudelaire, Verlaine, Edgar Allan Poe, y Strindberg.

Mi interés en la investigación síquica me permitió encontrar consuelo en místicos como su Swedenborg y en nuestro propio Rabbi Nachman Bratzlaver,(2) así como en un gran poeta de mi tiempo, mi amigo Aaron Zeitlin, quien murió hace pocos años y dejó una herencia espiritual de gran calidad, la mayor parte de ella en yiddish.

El pesimismo de la persona creativa no es decadencia, sino una poderosa pasión por la redención del hombre. Mientras el poeta entretiene, continúa al mismo tiempo buscando verdades eternas y la esencia del ser. A su propio modo, trata de resolver los enigmas del tiempo y el cambio, de encontrar una respuesta para el sufrimiento, de revelar el amor en el abismo mismo de la crueldad y la injusticia.

Aunque estas palabras puedan sonar extrañas, a menudo juego con la idea de que cuando todas las teorías sociales se derrumben, y las guerras y revoluciones dejen a la humanidad en la más absoluta de las sombras, el poeta -a quien Platón expulsó de su República- pueda levantarse y salvarnos a todos.

El alto honor que me ha conferido la Academia Sueca es también un reconocimiento al idioma yiddish -un idioma del exilio, sin tierra, sin fronteras, no apoyado por ningún gobierno, un idioma que no posee palabras para las armas, municiones, ejercicios militares, tácticas de guerra; un idioma que fue despreciado tanto por los gentiles como por los judíos emancipados.

La verdad es que lo que las grandes religiones predicaron, la gente que hablaba yiddish en los ghettos lo practicaba día y noche. Ellos eran el Pueblo del Libro en el verdadero sentido del término. No conocían mayor alegría que el estudio del hombre y las relaciones humanas, a las que llamaban Torah, Talmud, Mussar, o Cábala.

El ghetto no era sólo un refugio para una minoría perseguida, sino un gran experimento en paz, en auto-disciplina y en humanismo. Como tal, todavía existe y se rehusa a rendirse a pesar de toda la brutalidad que lo rodea. Yo crecí entre esta gente. La casa de mi padre en la calle Krojmalna en Varsovia era una casa de estudio, una corte de justicia, una casa de oración y de relato de historias, así como un lugar donde se realizaban bodas y banquetes jasídicos.

De niño escuché de mi hermano mayor y maestro, I.J. Singer, quien después escribió Los hermanos Ashkenazi, todos los argumentos que los racionalistas, desde Spinoza hasta Max Nordau, esgrimieron en contra de la religión.

Escuché de mi padre y mi madre todas las respuestas que la fe en Dios puede ofrecer a aquellos que dudan y buscan la verdad. En nuestro hogar, y en muchos otros hogares, las preguntas eternas eran de mayor actualidad que las últimas noticias en los periódicos en yiddish. A pesar de todos los desencantos y todo mi escepticismo, creo que las naciones pueden aprender mucho de aquellos judíos, de su manera de pensar, su modo de criar a los hijos, su manera de encontrar felicidad donde otros no ven sino miseria y humillación. Para mí el idioma yiddish y la conducta de quienes lo hablaban son similares.

Se pueden encontrar en la lengua yiddish y en el espíritu yiddish expresiones de piadosa alegría, lujuria por la vida, nostalgia del Mesías, paciencia y profundo aprecio por la individualidad humana. Hay un humor tranquilo en el yiddish y una gratitud por cada día de vida, cada migaja de éxito, cada encuentro con el amor.

La mentalidad yiddish no es altanera. No toma la victoria como algo concedido de antemano. No demanda ni ordena sino que se escurre, se mete de contrabando entre los poderes de la destrucción, sabiendo, en algún rincón, que el plan divino para la creación está todavía en sus comienzos.

Algunos llaman al yiddish un idioma muerto, pero así fue considerado el hebreo durante dos mil años. Ha sido revivido en nuestro tiempo de manera admirable, casi milagrosa.El arameo fue, ciertamente, una lengua muerta durante siglos, pero entonces sacó a la luz el Zohar, una obra mística de sublime valor. Es un hecho que los clásicos de la literatura yiddish son también los clásicos de la moderna literatura hebrea .

El yiddish no ha dicho aún su última palabra. Contiene tesoros que no han sido revelados a los ojos del mundo. Fue la lengua de mártires y santos, de soñadores y cabalistas -rica en humor y en memorias que la humanidad nunca podrá olvidar. De manera figurativa, el yiddish es el idioma sabio y humilde de todos nosotros, el idioma de una humanidad temerosa y esperanzada.

(1) Periódico en yiddish en el cual Isaac Bashevis Singer publicaba, de manera seriada, sus novelas. (N.T)
(2) (1772-1810). Místico jasídico, carismático líder religioso y autor de numerosos y enigmáticos relatos (N.T.).

Traducción: Gilda Waldman M.


Julian Tuwin

Nosotros, los udíos polacos

Se es polaco o judío, como se es mexicano, fuera de dogmas territoriales, por motivos que ninguna razón justifica. Julian Tuwim, ``judío doloris causa'' reconocido y prolífico poeta, hace una conmovedora apología de la nacionalidad a través de esta vindicación escrita como un ``nosotros''. Entre sus libros de poesía se cuentan: Acechando a Dios, Sócrates danzante, Palabras en la sangre y La Biblia gitana.

A mi madre en Polonia o a su más amada espina

I

E inmediatamente oigo la pregunta: ``¿Y de dónde viene ese nosotros?'' Esa pregunta, hasta cierto punto justificada, suelen hacérmela los judíos, a quienes siempre he explicado que soy polaco, y ahora me la hacen esos polacos que consideran que soy y seré judío. He aquí la respuesta para unos y para otros.

Soy polaco porque me da la gana; es un asunto estrictamente privado, del cual no tengo la menor intención de rendir cuentas a nadie, ni explicarlo, justificarlo o aclararlo. No divido a los polacos en naturales y naturalizados, y dejo este asunto a los nazis, sean éstos naturales o naturalizados; pero sí divido, tanto a los polacos como a los judíos, y a quienes provienen de todas las demás naciones, en sabios y tontos, honestos y ladrones, lúcidos y torpes, interesantes y aburridos, víctimas y victimarios, gentlemen y no gentlemen. Divido también a los polacos en fascistas y antifascistas. Claro que cada uno de estos grupos no es uniforme; muda los matices de sus colores para que ofrezcan distinta densidad. Pero esa línea divisoria sin duda existe, y con el tiempo se podrá apreciar muy claramente. Los matices permanecerán matices, pero el color de la línea misma se hará profundo y deslumbrante en forma decisiva.

Podría decir que en el campo de la política divido a los polacos entre antisemitas y antifascistas, pues el fascismo es siempre antisemitismo. El antisemitismo es la lengua internacional de los fascistas.

II

No obstante, si me viera precisado a justificar mi nacionalidad, o la que siento como tal, me declararía polaco por motivos muy simples, comunes y corrientes, mayormente racionales y parcialmente irracionales, pero sin ningún condimento místico. Ser polaco no es privilegio, honor ni gloria. Lo mismo podría decir de la respiración, puesto que nadie se reviste de orgullo por ser capaz de respirar.

Soy polaco porque en Polonia nací, crecí, me formé y aprendí todo lo que sé, porque en Polonia fui feliz e infeliz, porque estando en el exilio desearía ir a Polonia más que a ningún otro lugar, aunque me brindara delicias paradisiacas.

Soy polaco por un tierno motivo que no puedo justificar con ninguna lógica o razonamiento, por el delicioso prejuicio originado del deseo de que después de la muerte, no me acoja ni absorba otra tierra que no sea la polaca.

Soy polaco porque así me lo dijeron en la casa donde nací, donde desde mi primera infancia me nutrió lengua polaca; soy polaco porque mi madre me enseñó los versos y canciones polacos, porque cuando me llegó la primera irrupción poética lo hizo en palabras polacas, porque aquello que en mi vida se convirtió en lo más importante -la creación poética- no sabría pensarlo en otra lengua, aunque la dominase a la perfección.

Soy polaco porque en esa lengua confesaba las inquietudes de mi primer amor y en polaco balbuceada sus delicias y tormentas.

Soy polaco también porque el abedul y el sauce me son más cercanos que las palmeras y los cítricos, y porque amo más a Mickiewicz y Chopin que a Shakespeare y Beethoven, por motivos que ninguna razón justifica.

Soy polaco porque de los polacos tomé ciertos vicios nacionales; soy polaco porque mi odio hacia los fascistas polacos es mayor que el que me inspiran los fascistas de otras nacionalidades, y considero que ese es un importante rasgo de mi ser polaco.

Pero sobre todo soy polaco porque me da la gana.

III

Contra todo eso se levantan unas voces: ``Bueno, pues si eres polaco, entonces ¿a qué viene ese: nosotros los judíos?'' Me apresuro a responder: ``Por motivos de sangre.'' ``Entonces es racismo.'' ``No, para nada; todo lo contrario.''

Existen dos tipos de sangre, la sangre que corre en las venas y la que sale de las venas. La primera es la savia corporal cuya investigación corresponde a los fisiólogos. Hay quien atribuye a esta sangre misteriosos y peculiares poderes no orgánicos; éste, según vemos, convierte las ciudades en escombros humeantes, extermina a millones de gentes y por fin, como lo veremos, conduce a la matanza a su propio linaje.

La otra sangre -precisamente ésta que aquel cabecilla del fascismo internacional extrae de la humanidad para demostrar el triunfo de su sangre sobre la mía-, es la de los miles de inocentes asesinados, la sangre no escondida ya en las arterias, sino expuesta, revelada. Desde que el mundo es mundo no se había producido una inundación de sangre semejante, y la sangre de los judíos (no ``la sangre judía''), corre a los arroyos más profundos y anchos; sus ennegrecidos caudales confluyen en el río tempestuoso y turbulento. En este nuevo Jordán recibo el bautizo de los bautizos: la fervorosa hermandad en la sangre y en el martirio con los judíos.

Recíbanme, hermanos, en esta honorable Comunidad de la Sangre Inocentemente Derramada. A esta congregación quiero pertenecer hoy día.

Que esta dignidad -dignidad del judío doloris causa- le sea concedida al poeta polaco por el pueblo que lo entregó al mundo, no por méritos, porque no los tengo ante ustedes; voy a considerarlo como un gran ascenso y como el premio máximo por un par de versos polacos que tal vez me sobrevivan y se recuerden junto con mi nombre, el nombre de un judío polaco.

IV

Sobre el listón que ustedes llevaban dentro de los ghettos se pintaba la estrella de David. Creo en la Polonia futura donde esa estrella, la del listón, se convertirá en la suprema insignia que se conceda a los soldados y oficiales polacos más valientes. La llevarán con orgullo, y junto a la antigua condecoración polaca ``virtui militari'' existirá también la ``cruz del ghetto'' y la ``condecoración del parche amarillo'', que será más honorífica que muchos de los oropeles que se usan hoy día. Y se guardará, conservará y eternizará en Varsovia, y en cada ciudad polaca, un pedazo inalterable de ghetto, así como lo encontramos ahora en toda la pavorosa destrucción, los escombros y las cenizas. Cercaremos con cadenas, fabricadas con el fierro fundido de los cañones arrebatados al vencido ejército de Hitler, ese monumento a la infamia de nuestros enemigos y a la gloria de nuestros hermanos martirizados; y día tras día, trenzaremos flores frescas y vivas entre los eslabones para que por los siglos de los siglos quede en las generaciones venideras el recuerdo del pueblo masacrado, como señal de que siempre está vivo y fresco el dolor que por él sentimos.

Al templo de los recuerdos nacionales agregaremos uno más; acudiremos ahí con los niños y les hablaremos del más monstruoso martirio infligido a los seres humanos. En el centro de este monumento, cuyo sentido trágico resaltará entre las modernas y cómodas casas de vidrio de la ciudad reconstruida, arderá un fuego inextinguible. Los transeuntes se quitarán el sombrero frente a él.

Y quienes sean cristianos harán la señal de la cruz.

Así, con el orgullo de nuestro duelo, portaremos esta dignidad que opacará a las demás, la del judío polaco -nosotros, quienes hemos sobrevivido por el milagro y el azar. ¿Con orgullo? Más bien con arrepentimiento y con dolorosa vergüenza, ya que esta dignidad nos corresponde gracias a la gloria y el martirio de ustedes, nuestros redentores.

Pero tal vez no nosotros, los judíos polacos, sino nosotros, los espectros, nosotros, las sombras de nuestros hermanos, judíos polacos, asesinados.

V

Nosotros, los judíos polacos. Nosotros, eternamente vivos, o sea, los que murieron en los ghettos y en los campos de concentración, y nosotros, los espectros, o sea, los que de las otras orillas de los mares y los océanos volveremos a nuestro país, y espantaremos entre las ruinas, con nuestros cuerpos intactos y nuestros almas aparentemente salvadas.

Nosotros, la revelación de las tumbas, y nosotros, la ilusión de la existencia, los millones de cadáveres y unas decenas de miles de los supuestamente vivos, nosotros, una fosa fraterna, infinita, nosotros, beis-oilom, que los tiempos jamás vieron ni verán.

Nosotros, asfixiados en las cámaras de gas y fundidos para jabón que no logra lavar las manchas de nuestra sangre ni la marca de los pecados que el mundo cometió contra nosotros.

Nosotros, cuyos sesos se estrellaron contra las paredes de nuestras casas misérrimas y contra los muros donde nos fusilaban en masa, por el solo hecho de ser judíos.

Nosotros, el Gólgota, donde podría levantarse un bosque de cruces innúmeras. Nosotros, que hace dos mil años hemos dado al mundo un Hijo de Hombre asesinado sin culpa por el Imperio Romano -y bastó su sola muerte para que se hiciera Dios. ¿Cuál religión surgirá de la muerte de tantos, de las torturas, humillaciones y brazos crucificados en su gesto de desesperación suprema?

Nosotros, Szolymy, Srule, Moski,(1) gudlaje,(2) los roñosos, nosotros cuyos nombres, apodos e invectivas van a superar en dignidad a todos los Aquiles, los Ricardos Corazón de León, y a todos los reyes valientes, como Chrobry.(3)

Nosotros, otra vez en las catacumbas -en los desagües bajo las calles de Varsovia, arrastrando los pies entre el hedor de las aguas negras, ante el asombro de nuestras compañeras, las ratas.

Nosotros -con carabinas en las barricadas, entre las ruinas de nuestras casas bombardeadas desde el aire; nosotros, los soldados de la libertad y el honor.

``¡Yoy-ne, ve-te-a-la-gue-rra!'', se burlaban. Se fue, muy estimados señores, y murió por Polonia.

Nosotros, para quienes como en la canción ``cada umbral fue fortaleza'', cada umbral de cada casa que se derrumbaba.

Nosotros, los judíos polacos, embrutecidos entre los bosques, alimentando a nuestros niños aterrados con hierba y raíces, nosotros, que nos arrastramos, reptamos, engallados con una anticuada escopeta de dos cañones, obtenida por milagro o por mucho dinero.

``¿Ya conoce usted el chiste sobre un judío-guardabosque? ¡Delicioso! El judío valentón, fíjese bien, disparó y de miedo ¡se cagó en los pantalones! ¡Ja, ja!''

Nosotros, los Job, los Níobe, nosotros haciendo penitencia por nuestras niñas muertas, nuestras Ursulas4 judías.

Nosotros, las fosas profundas de huesos resquebrajados, triturados, y de cadáveres torcidos, cubiertos de llagas.

Nosotros, el grito de dolor prolongado hasta los más lejanos siglos. Nosotros, el lamento; nosotros, el aullido; nosotros, el coro fúnebre entonando El mole rachamim, cuyo eco se transmitirá secularmente.

Nosotros, la más magnífica pila de estiércol sangrante en los tiempos, que ha fertilizado a Polonia para que los sobrevivientes saborearan mejor el pan de libertad.

Nosotros, una reserva macabra; nosotros, los últimos mohicanos escapados de la matanza, a quienes un nuevo Barnum lleva por el mundo, anunciando en carteles chillones: ``¡Espectáculo inusitado! The biggest sensation in the world! Judíos polacos -¡auténticos y vivos!'' Nosotros, ¡el Gabinete Espeluznante de Curiosidades, Schreckenskammer, Chambre des Tortures! ``Se solicita que las personas sensibles abandonen la sala.''

Nosotros, junto a los ríos de los países de ultramar, estamos sentados llorando como antaño junto a las orillas de ríos de Babilonia. Llorando va Raquel por sus hijos que en todo el mundo no encuentra. Junto a las orillas del Hudson, el Támesis, el ƒufrates, el Nilo, el Ganges, el Jordán erramos, dispersos, llamando: ``¡Vístula, Vístula, Vístula! ¡Nuestra propia madre! ¡Vístula gris, rosado no por la aurora, sino por nuestra sangre!''

Nosotros, que no encontraremos las tumbas de nuestros hijos y madres porque van a sobreponerse en capas expandidas por toda mi patria como un gran sepulcro. No hallarás un lugar elegido para colocar ofrendas florales; a modo del sembrador tendrás que esparcirlas con el amplio impulso de tus manos. Tal vez des con ellas, ¡por azar!

Nosotros, los judíos polacos. Nosotros, la leyenda que chorrea sangre y lágrimas. Quién sabe si sea necesario escribirla con versículos bíblicos: ``¡Que con cincel de hierro y plomo para siempre en la roca se esculpiesen!'' (Job, XIX, 24). Nosotros, la fase apocalíptica de los tiempos. Nosotros, ¡los trenos de Jeremías!

``Yacen por la tierra en las calles el niño y el anciano, mis doncellas y mis jóvenes han caído pasados a espada. Has matado en el día de tu ira, has inmolado sin piedad.

''Han hundido mi vida en la fosa y han lanzado piedras contra mí. Las aguas subieron por encima de mi cabeza, pensé: ¡Estoy perdido! He invocado tu nombre desde las profundidades de la fosa. Tú ves, oh, Jahvé, mi opresión, hazme justicia. Viste toda su venganza, todos los designios contra mí. Has oído su ultraje, oh, Jahvé, todos sus designios contra mí. Les darás la paga, oh Jahvé, conforme a la obra de sus manos. Les darás la ceguera de corazón. Tu maldición será con ellos. Los perseguirás con ira, y los aniquilarás debajo del cielo, oh, Jahvé'' (Lamentaciones, III).

Sobre Europa se levanta un cadáver enorme y perpetuamente creciente. En la cuenca vacía de sus ojos brilla el fuego de la ira peligrosa, y sus dedos se apretaron en un puño huesudo. Nuestro Jefe Supremo y Dictador va a promulgar nuestras leyes y peticiones.

(1) Nombres propios populares entre los judíos polacos usados como genéricos para designarlos.
(2) Apodos despectivos para nombrar a los judíos.
(3) Boleslaw Chrobry (967-1025), rey polaco creador de un fuerte estado feudal.
(4) Ursula Kochanowska, hija del gran poeta renacentista, cuya muerte inspiró a su padre un ciclo de elegías fúnebres.

Traducción: Krystyna Libura y Ester Seligson



Joanna Koziñska-Frybes

¿Por qué sigo viendo sus rostros?

La Embajadora Koziñska-Frybes propuso, para celebrar los setenta años de relaciones entre México y Polonia, la inauguración de una muestra fotográfica que constituye una noble reflexión sobre el Holocausto y la feroz intolerancia, pero también sobre los mil años de convivencia entre judíos y polacos ``en la misma tierra y en la misma patria''. En todo esto queda implícito el rostro del ``judío-polaco-mexicano''.

La idea de una exposición sobre la vida de los judíos de Polonia nació casi al principio de mi estancia en México. Por donde iba siempre encontraba personas que me decían que ellos, sus padres y sus abuelos habían nacido en Polonia. Para algunos esa frase era simplemente un decir, una frase de cortesía, pero para la mayoría constituía -tuve la impresión- una decisión. Empezaban las conversaciones muy reservadas, muy frágiles. Pláticas de las cuales aprendía -no sin tono de acusación- que mis interlocutores eran descendientes de los judíos polacos, que emigraron, que sufrían el antisemitismo, que sus familias murieron en el Holocausto. Difícil. Sobre todo porque yo nací años después de la segunda guerra mundial y mis padres la vivieron apenas como niños. Y porque en casa de los abuelos se escondían judíos.

Con el tiempo las conversaciones se hacían más abiertas. Yo aprendía más sobre la comunidad de los judíos en México, sobre todo de la Keila Ashkenazi y de los que vinieron de Polonia. Gracias a las personas del Centro de Investigación de la Comunidad Ashkenazi, como Alicia Gojaman de Backal, a la amistad de Jenny y David Serur y de Giselle Gross, del Instituto Cultural México- Israel, de Jana Volk, de Jacobo Contente y sus colaboradores del Foro Judío, y luego al Comité Central Israelita y sobre todo a Ishie Guitlin, me acerqué cada vez más a la historia de los judíos polacos de México y a sus historias personales. Aprendí que en México viven alrededor de quince mil judíos de origen polaco. Para mi eran polaco-mexicanos, como otros mil quinientos miembros de la comunidad con la cual la Embajada intenta mantener un intenso contacto. Pero mis ``nuevos compatriotas'' no lo veían de la misma manera. Entre nosotros yacía la historia y un precipicio del Holocausto.

En la conciencia común de los polacos la imagen de la nación judía está determinada por la tragedia del Holocausto durante la segunda guerra mundial. También en el mundo funciona la imagen unilateral de Polonia como país donde el Holocausto sucedió. Otra imagen por lo tanto suele escapar a las conciencias: el hecho de que Polonia fue el país en donde durante largos siglos vivió la población judía más grande del mundo, que encontró las condiciones de vida y de desarrollo de su propia cultura mejores que en otras tierras, que constituía una parte importante de la sociedad multinacional, multicultural y multireligiosa de la República de Polonia uniendo así con su historia su destino, y eso a pesar de las olas de antisemitismo que también y desgraciadamente la atravesaron durante siglos. Sin embargo nunca llegaron al extremo de casi todos los países europeos: la expulsión oficial de los judíos.

No es el lugar para describir esta larga, complicada, pero sin duda muy fecunda, historia de casi mil años de convivencia, en la misma tierra y en la misma patria. Consta que durante largos siglos los judíos de todas partes del mundo, perseguidos y desterrados de otros países, en Polonia encontraban su refugio y que en las vísperas de la segunda guerra mundial allí se encontraba la comunidad más grande del mundo, de tres millones y medio de judíos. Por eso en 1939, cuando la Alemania nazi invadió Polonia, allí decidió ubicar sus fábricas de muerte: campos de concentración. La barbarie nazi aniquiló al pueblo judío con una brutalidad nunca vista en la historia. Con el Holocausto desapareció sin remedio un pueblo y un mundo, una cultura. Si son exterminados con tanta crueldad, ¿pueden resucitar un día, como Fenix de las cenizas? Existen piedras, existen fotos y existen todavía recuerdos. ¿Puede ser la fuerza de la memoria más poderosa que el Holocausto?

En 1994 la fundación americana-polaco-israelí ``Shalom'' lanzó un llamado, un desafío para salvar del olvido lo que quedó: las fotografías, los nombres, los recuerdos de los condenados a la muerte. De ocho mil fotografías recibidas emergió un mundo de antaño con la fuerza que tienen solamente las fotografías de los viejos álbumes de familia. Salvar del olvido fue el lema de Golda Tencer, presidenta de la fundación e iniciadora de la exposición. En su introducción alude a algunos comentarios de los que enviaron fotografías. ``Quise que más gente viera estas fotos. Puede ser que vivan aún personas de Lezajsk. Y esas fotos les traerán buenos recuerdos de antes de 1939.'' ``Mi madre era amiga de esta familia. Cuando los alemanes iban a deportarlos de Opatów, le dieron estas fotos para que las guardara. Si alguien sobrevive tendrá un recuerdo.'' ``Que las jóvenes generaciones judías vean cómo era la calle en Lubartów antes de 1939.'' ``Y sigo viendo sus rostros'', a pesar de la tragedia de la historia. ``La luz de la memoria vuelve la vida'' escribe Golda Tencer. ¿Podrá también en México?

Los jóvenes mexicanos que todos los años participan en la ``Marcha de la vida'' van a Polonia para rendir homenaje a las víctimas del Holocausto. Buscarán un día sus raíces, raíces de los que murieron pero también las de ellos, de sus abuelos y bisabuelos que hicieron a Polonia próspera y que participaron en la creación de su gran patrimonio. Bialystok, £ódz, Cracovia, Wyszków, Boleslawiec. ¿Querrán un día llevar este viaje hasta el manantial del pasado, a pesar de heridas de generaciones y de contracorrientes?

El difícil diálogo polaco-judío y judeo- cristiano empezó todavía durante el régimen comunista por la iniciativa de grupos de inteligencia católica y de oposición democrática. Sin embargo, solamente con el establecimiento del primer gobierno democrático en Polonia, en 1989, y la reanudación de las relaciones diplomáticas formales con el estado de Israel, en 1990, la nueva Tercera República de Polonia atribuyó una gran importancia a los esfuerzos encaminados a la superación del lastre pasado.

Con las crisis económicas de los años de posguerra, Polonia, como el resto de Europa, produjo un gran número de emigrantes que buscaban en América una suerte mejor. Fue también el periodo de la mayor inmigración polaca a México. Fue indudablemente una de las razones más importantes de la apertura del Consulado. Ahora, la mayor parte, incluso aplastante, de esta inmigración de ciudadanos polacos eran judíos. El Cónsul de Polonia informaba en 1929 que 96% de todos los inmigrantes ciudadanos polacos eran judíos. Huían de la pobreza extrema del país renacido pero exhausto después de 120 años de ocupación extranjera. Mas escapaban también de la hostilidad del nacionalismo crecido por larga fila de la independencia. México les recibió. Como a muchos más refugiados e inmigrantes de todas las ideas políticas y nacionalidades a los cuales abría sus fronteras. Los judíos polacos aquí encontraron su nueva patria. A la cual, como antes a Polonia, aportaron todo su talento y amor.

Durante las conmemoración de los 70 años de relaciones entre México y Polonia decidimos precisamente inaugurar con una exposición que recordara y reviviera estos importantes lazos entre nuestros países, nuestras historias, las comunidades, las personas.

Estoy consciente de que para muchos será un camino largo y difícil, y que tomarlo tiene que ser la decisión personal de cada uno, de cada judío, de cada judío-mexicano-polaco. Quisiera que Y aún veo sus rostros fuera una invitación, una puerta que quedará abierta para siempre, dejando la decisión y el momento de pasar a cada uno, quien lo entenderá como la entrada a una nueva historia común que podemos construir juntos.

Espero también que este difícil reencuentro con la historia lleve a la reflexión, no sólo a los polacos judíos mexicanos sino a todos los que quieren basarse en sus historias para hacer un futuro mejor.

Gracias a México, gracias a los amigos judíos.


Konstanty Gebert

Los judíos en Polonia, hoy

"La Polonia de hoy es un país antisemita sin judíos.'' Eso es todo lo que por lo general saben los judíos de Israel y de la diáspora sobre la Polonia contemporánea, si acaso saben algo. Tal aseveración resulta tan rotunda como engañosa.

¿El antisemitismo? Sí, existe. En las paredes de las construcciones polacas suelen aparecer los graffitis antisemitas. En los puestos de periódicos y en algunas iglesias se pueden comprar publicaciones que ven en los judíos la fuente de todas las desgracias de nuestro país, además esas publicaciones cuentan con un círculo de lectores fieles. El conflicto que hoy día ocurre en torno a las cruces en Auschwitz revela hasta qué grado la iglesia polaca no ha entendido lo que fue el holocausto.

Las encuestas demuestran que cerca de veinte por ciento de los polacos ni siquiera tiene referencias mínimas sobre los principales hechos que marcaron el destino de los judíos durante la guerra; un porcentaje semejante declara su antisemitismo. Sin embargo...

Desde hace ya veinte años ha surgido entre los polacos un enorme interés por la cultura e historia del judaísmo, un interés jamás conocido antes. La mitad de las librerías cuenta con sectores dedicados a la temática judía, y presenta numerosas traducciones y originales que abordan todos los temas posibles: desde la historia del Israel antiguo hasta la vida de los judíos polacos después de la guerra. A los festivales de música judía y a las convocatorias para presentar tesis de maestría o doctorado sobre la temática judía o israelí acuden múltiples participantes muy bien preparados. El festival de la cultura judía en Cracovia se ha instaurado como uno de los acontecimientos culturales más importantes. Ningún partido antisemita ha logrado entrar al parlamento, mientras que entre los más destacados personajes del escenario político figura el excelente historiador de origen judío Bronislaw Geremek, actualmente ministro de Relaciones Exteriores. Las investigaciones entre la opinión pública revelan que la mayoría de los polacos rechaza el antisemitismo. Sería imposible reducir las actitudes de los polacos hacia los judíos a una fórmula simple.

¿Sin judíos? Así es. En los sztetls y en las ciudades, sobre todo en los situados al oriente del río Vístula, que durante siglos fueron centros de la comunidad judía más dinámica del mundo, hoy día no queda huella de sus antiguos habitantes, asesinados por los alemanes haces apenas 55 años. Las sinagogas de madera quedaron devoradas por el fuego, las de ladrillo, transformadas en bodegas o museos. A los cementerios que no fueron devastados los cubrió la hiedra. La suma de los miembros de todas las organizaciones judaicas en Polonia no llega a seis mil. Sin embargo...

En Varsovia acuden al jardín de niños judío casi cien pequeños, y otros tantos a la primaria. Las dos instituciones tienen largas listas de espera y ya les falta cupo. En el otoño habrá de inaugurarse una nueva escuela en Wroclaw. Es cierto que la falta de recursos afecta el desarrollo de sus actividades: las comunidades deben en gran parte su existencia a la ayuda financiera de la diáspora, principalmente la de Joint y la Fundación de Lauder. No obstante ya se inició la restitución de las propiedades judías por la vía legal y, gracias a ello, por primera vez desde la guerra podrán disponer de ellas. Disminuye el número de miembros de la Unión de Veteranos Judíos, mientras crece el de la Liga Polaca de Estudiantes Judíos. La mayor parte de los judíos que conozco no pertenece a organización alguna, y se sienten tan polacos como judíos: sin embargo cada uno participa a su manera en la vida de la comunidad.

Durante mucho tiempo, en la sinagoga Nozykow de Varsovia, una de las ocho del país, hasta en los shabat podía faltar el minyan. Actualmente eso puede ocurrir en el shajarit (rezo), en un día común, pero en las fiestas importantes a veces no caben todos. Hace apenas diez años yo era el menor entre los que rezaban. Hoy me percato con cierto asombro de que pertenezco a la mitad más vieja de la congregación.

La reconstrucción de la comunidad no es fácil. En muchos subsiste el temor de volver a sus raíces; otros, la mayoría, ya están tan asimilados, que ni siquiera saben por dónde empezar o -como algunos de los hijos en la haggadáh de seder- ni siquiera saben cómo preguntar. Para ellos se ha abierto el Teléfono Judío de Confianza, un número al que se puede llamar conservando el anonimato.

Durante la guardia semanal el teléfono suena sin cesar. Alguien acaba de descubrir entre los papeles que le dejó su madre las actas de nacimiento de sus abuelos y resulta que no se llamaban Enrique y Rosa, como siempre pensó, sino Henoch y Royza. ``¿Significa esto que debo ir a Israel?'' -pregunta confundido. Otro quiere enterarse de cuáles son las posibilidades de conversión. Uno más solicita comentarios respecto a un pasaje difícil de la Tora. Alguien quiere inscribir a sus hijos en la escuela judía. Finalmente un judío solitario de un pueblo chiquito anhela llorar a fondo como suelen hacerlo los judíos. Los antisemitas llaman poco: el teléfono siempre suena ocupado, y ellos por lo visto carecen de motivación para salvar este obstáculo.

Se calcula que en Polonia vivimos alrededor de treinta mil judíos. Integramos una comunidad que apenas busca su rostro. Con un criterio muy amplio se admite en ella a todo aquel que reconozca su orgien judío, sea por el lado paterno o por el materno; basta con que lo sepa y quiera saber algo más. Todavía no queda claro si a partir de una comunidad tan dispersa y asimilada se logrará construir una comunidad que funcionará, sin embargo lo estamos probando. Lo estamos probando porque consideramos que los judíos deben tener un lugar donde rezar, donde impartir a sus niños la educación judía, un lugar donde juntarse aunque sea tan sólo para quejarse del mundo y de sí mismos. En su segundo año de existencia nuestro periódico Midrasz llega ya a seis mil personas, a quienes trata de ayudar a reconstuir una identidad sin la cual sería imposible la reconstrucción de la comunidad.

¿El antisemitismo sin los judíos? No necesariamente; más bien los judíos a pesar del antisemitismo en el país que seguimos considerando nuestro.

Traducción: Krystyna Libura


Sabina Berman

El único milagro del que se fio mi padre

Hershl Berman, nacido en Radzin, Polonia, escuchó el discurso lleno de utopismo pronunciado en el Zócalo de la ciudad de México, en una soleada mañana. La utopía cardenista, la ilustre morenía de tres mexicanas y el sol de diciembre hicieron que Hershl se volviera mexicano, es decir, judío-polaco-mexicano.

Mi padre no hablaba. Pero cuando hablaba, hablaba al aire. Miraba al techo y hablaba con una voz grave y monótona. Era como oír llover.

A veces contaba un trozo de su vida y luego se callaba sin sacar moralejas. Entonces era como oír llover en algún sitio de la memoria, apartado, lejano. Así, en trozos, me fue contando los momentos que lo marcaron, que lo convirtieron en la persona que era. Diez o doce momentos. No más.

El primero de ellos -aquí solamente contaré ese primer momento y tal vez alguno posterior- sucede a principios de siglo, en Radzin, Polonia. Esa noche de primavera los judíos de shtetl salieron de sus casas, de madera casi todas, algunas de cemento, como la de mi padre y su familia. Caminaron por el camino polvoso hasta la escuela, ``El heder'' la llamaban, y ahí se acomodaron de pie, murmurando, dudando en voz baja si lo que los congregaba era realmente un prodigio por suceder. El rabino estaba al centro, sentado ante una mesa de madera y en la mesa aguardaba, enigmática, una burbuja de vidrio, vacía a no ser por un filamento simple que subía desde su base unos cuantos centímetros.

El rabino pidió que los niños se acercaran a la mesa.

-Que sean los niños los que vean el futuro primero -dijo.

Rav Meyer, según mi padre, era famoso en Polonia por su retórica.

Entre los niños que fueron a rodear la mesa estaba, por supuesto, mi padre, Hershl Berman. Moreno, con los ojos, el pelo y los caireles de niño ortodoxo, muy negros. Se acodó frente a la burbuja.

-Y bueno, veamos -dijo Rav Meyer.

Entonces, sin ruido, sucedió el portento: la burbuja se iluminó como un pequeño sol sobre la mesa y la gente aplaudió. Siguió aplaudiendo mientras el rabino paseaba las manos con las palmas hacia abajo sobre el foco encendido, bendiciéndolo en hebreo.

-Bendito seas señor nuestro, rey del universo, que nos permites prender focos.

¿Qué vio mi padre, con los ojos enormes, en ese foco iluminado?

Al día siguiente en el heder, Rav Meyer habló con un frenesí agitado de la maravilla de un porvenir textualmente brillante. Miriadas de focos llegarían para borrar de la tierra la oscuridad del sufrimiento y la maldad, y desde luego el castigo de la noche. ¿No se había Dios presentado ante Moisés como la luz fulgurante de una zarza en fuego?, ¿no se le había aparecido a Daniel como un relámpago sostenido de luz? La luz era la apariencia de Dios, y si para hablar con Moisés había tenido que prender una fogata en una zarza, ahora, en el siglo XX, hablaría con todos, ecuménicamente, desde los focos; y ya ni los necios podrían pecar.

Con los años, el optimismo de Rav Meyer se amargó en la memoria de mi padre, pero de la felicidad del foco encendido nunca se recuperó.

-Te diré exactamente que sentí -decía mi padre.

Entonces cerraba los ojos y hablaba de los crueles inviernos de Radzin. Inviernos de medio año. Inviernos en que la nieve y el frío encerraban a la gente en las casas y a los más cerebrales en los libros con sus ficciones ocurridas en otras temperaturas. En esos inviernos, el sol era un borrón blanco en el cielo de nubes grises y blancas. Cuando por merced del viento las nubes se recorrían al nivel del sol y el sol poco a poco asomaba, Rav Meyer lo sabía porque la ventana contigua a su asiento se iluminaba y luego, poco a poco, él mismo, encorvado sobre el Talamud con sus largas barbas canas, quedaba bañado en luz. Entonces suspendía la lección y los niños podían salir de la escuela y abrirse los sacos y las camisas y las tzitzis y tenderse a sentir el calor del sol en los pechos.

-Esa felicidad sentí ante el foco -redondeaba mi padre y abría los ojos. Y se quedaba mirando en silencio al techo: un hombre que descreía de las largas oraciones y mucho más de las interpretaciones complejas. (Si necesita explicarse con muchas palabras, decía, es que en realidad no existe).

El rabino le consiguió su primer manual sobre electricidad. Mi padre logró pedir más libros técnicos a Varsovia. A los trece años hizo su Bar Mitzva, se volvió responsable de sus actos ante Dios y construyó con su amigo Wolf un primer radio rudimentario. Wolf y mi padre pasaban sus noches de invierno ante el radio, en una buhardilla; movían un alambre sobre la resistencia hasta sintonizar a Varsovia o Kiev y a veces lugares tan remotos como Berlín. Por ese artefacto simple les llegaron noticias admirables: carruajes que andaban sin caballos, puentes que cruzaban mares, bicicletas con alas que planeaban por el cielo como águilas mecánicas. Todo lo escuchaban absortos a la cálida luz de los veinte focos que colgaban del techo y les prolongaban el día dentro de la noche y hasta el amanecer.

-Fabuloso: focos encendidos al amanecer- mi padre lo decía sonriendo. -No hay lujo mayor: luz dentro de la luz.

Los místicos dedican su vida a la luz de Dios; mi padre decidió dedicar la suya a la luz de los focos. Quiso estudiar ingeniería eléctrica en la Universidad de Varsovia, pero hallo dos impedimentos: la universidad tenía una cuota mínima para la entrada de judíos a las carreras de medicina e ingeniería, las más prestigiosas, y según la ley polaca tenían que hacer antes un servicio militar.

Hizo su examen de ingreso a la universidad y fue admitido con una de las calificaciones más altas de su generación. Lo acuartelaron con los otros conscriptos y se inició en las disciplinas de soldado raso. Así que mientras esperaba convertirse en un universitario, un hombre universal, ya era por lo pronto un soldado más de Polonia; era una mejoría importante: hasta entonces se había sentido un judío arrinconado en un país ajeno.

El asesinato de Rav Meyer, el antisemitismo agobiante de los conscriptos católicos, la conversión de Wolf al sionismo y su escapada a Palestina, la abundante energía de sus diecinueve años: todo ello lo arrancó de Polonia, lo llevó a las costas de Nueva York, en cuyo mar dejó caer, como por descuido, su libro de oraciones y su creencia en Dios, y de ahí al Zócalo de la ciudad de México, donde una mañana soleada de diciembre oyó al presidente Lázaro Cárdenas pronunciar un discurso nacionalista, sentimental y propelido por un utopismo más delirante que el estilado por Rav Meyer. No importa: mi padre le creyó todo. O tal vez, como me diría mucho tiempo después, cuando ya era un escéptico absolutoy dudaba hasta de sus propias afirmaciones, lo que lo convenció de quedarse en México fue el sol de diciembre, tres señoritas morenas con escotes generosos que escuchaban el discurso junto a él y aquella mención de Cárdenas de los miles de pueblos a los que debía todavía rescatar del medievo la luz eléctrica.

A un centenar de aquellos pueblos a los que no llegaba ni un camino de asfalto llegó mi padre a la cabeza de su cuadrilla de técnicos de la Compañía de Luz y Fuerza para plantar postes de madera y tender cables de poste a poste. Una noche cualquiera ocurría la cita en la escuela: en la penumbra aliviada por algunos quinqués de gas, la gente del pueblo esperaba de pie: las mujeres con rebozos, los hombres con los sombreros de palma entre las manos, los niños paraditos y apretujados al centro del salón, rodeando la mesa ante la que el profesor local con traje y corbata y mi padre con su uniforme caqui observaban aquella brújula de cristal vacía.

Hay que detenerse en él un instante: el ingeniero Enrique Berman, la piel curtida por el sol del sureste mexicano, no muy moreno a comparación de los lugareños, el pelo negro abundante, la nariz afilada y más grande que las locales, los ojos negros concentrados en esa bola de cristal, como de mago gitano pero más breve y, por su vaciedad, de un misterio más inocente.

-Y bueno -decía el ingeniero Berman con su español levemente gutural y con entonación polaca-, veamos. Entonces sucedía, una vez más, el único milagro del que se fió mi padre: en el foco se hacía la luz.


Benjamín Mayer Foulkes

La restitución de los nombres

En De la gramatología, Derrida construye una poética del espacio pictórico desde los márgenes. Benjamín Mayer, autor de Perdurabilidad de la historia en Jacques Derrida sucumbe al placer de narrar las conmovedoras imágenes del pueblo judío polaco con motivo del reciente homenaje hecho en México como una lección contra la desmemoria.

Yo, el otro

"Nombres desconocidos'', dice el pie de foto. Miro. Y me miran. Desde la foto soy mirado por una mujer y un joven, al tiempo que sobre la mesa frente a ellos observo claramente una segunda foto, y dos más con gran dificultad. ¿A quién miro cuando miro que, desde una fotografía, me miran dos desconocidos que me muestran tres fotos más, de otros que también me son desconocidos? ``Durante toda la ocupación trabajé en la fundidora de Zawiercie. Para limpiar las máquinas utilizábamos ropa del ghetto liquidado. Esta foto estaba entre los escombros.'' Habla Jan Kochanski. Se refiere a otra imagen, en que aparecen otros para él desconocidos. Kochanski halla una foto entre la ropa confiscada a los ``judíos'' deportados, y la guarda. ¿Por qué? ¿No acaso se expone así a los nazis? Si los desconocidos sin nombre que aparecen en esa foto lo son tanto, ¿por qué, entonces, guarda su retrato?, y ¿por qué, en primer lugar, los mira? Si, como dice Barthes, la fotografía es el advenimiento de mí mismo como otro, entonces quizá sea también el advenimiento del otro como yo mismo. Cuando miro al otro, me veo a mí mismo. La familia del otro es la mía. Al guardar el retrato extraviado del otro, soy yo quien me guardo de un extravío. Si miro al desconocido es porque soy yo quien me desconozco. Yo, el otro.

El reenvío de una promesa

Imágenes familiares de seres incógnitos, Y aún veo sus rostros, imágenes del pueblo judío-polaco: ¿es esta propiamente una exposición?, ¿quién se expone?, ¿quién es expuesto? En el otoño de 1943 me encontré con una mujer en el camino. Me dio su fotografía y dijo: ``Quizás algún día alguien me reconocerá y sabrá lo que me pasó.'' No, esta no es propiamente una exposición, digo. Sólo el reenvío de una promesa, la promesa de la restitución de los nombres. ¿Será posible? ``Mi difunto padre siempre dijo que había judíos en esta fotografía. Cómo llegó a manos de mi familia, no lo sé. Sólo puedo decir que antes de la guerra vivíamos en Lvov.'' El reenvío de la promesa de la restitución de los nombres, insisto. Un raudal de preguntas y ninguna respuesta. Si, como prosigue Barthes, la fotografía implica siempre un trastocamiento de la identidad, aquí la primera identidad trastocada es la nuestra. Asistimos, así, al reenvío de la promesa de la restitución de nuestro propio nombre, el nombre del otro. Porque, judío (sin comillas) o no, es a mí a quien miro mirándome en las fotos infantiles, en los retratos de boda, en las instantáneas sociales, es a mí a quien miro en la profusión de registros de aquella vida de los judíos polacos antes de la segunda guerra mundial a la que no se puede acabar de hacer justicia sin referirse al Shoah (devastación, desolación, aniquilamiento, en hebreo, que utilizo en lugar del aberrante término Holocausto que significa un ``acto de abnegación total que se lleva a cabo por amor''), pero tampoco refiriéndose a él en forma determinante, a manera de un destino. No hay aquí exposición alguna. Sólo mi mirada que se reencuentra con mis ojos. Sólo yo.

83,782

Pero, ¿quién es yo? Los nazis creen saberlo. Ellos sí ``entienden'' quién es el otro. Es decir, ellos mismos. Por eso fotografían lo que ven de antemano: ante la cámara, los ``judíos'', parados frente a frente, tiran de la barba del otro en una foto forzadamente posada. ``En Krosno los judíos fueron concentrados en la plaza del mercado, y luego los transportes se dirigieron al campo de exterminio en Belzec. Los judíos fueron amontonados en camiones abiertos y paseados por toda la ciudad para que todos les vieran.'' Cuando en Auschwitz toman la foto de Jósef Seweryn, los nazis consignan que este ``judío'' es el número 83,782. A sus ojos, ellos son ``ellos'', y los otros los ``otros'', y no cabe error o pregunta alguna. Bajo su monótona perspectiva, Hilda Glanz la mujer del abogado, Soferl Bachner tan depresiva como inteligente, Edwarda Prywes la que toca el piano, Regina Taube o Tauber o quizá Tauberg la de los siete hijos, Abraham Lejb Fuks el hijo del rabino, Ludwig Laszky el médico vienés, Pinio el cargador de agua, Chaim Kadesz el que lleva pasajeros entre Kolno y Stawiski, Edmund Winawer el médico que presenció la guerra ruso-japonesa, María Epsztejn la madre de Pola, la familia Szmul Granatnik que decidió emigrar a Cuba, la tía Adela que no soporta a su marido a su vez loco por ella, y Julius Wagner el dentista, son todos, sin más, ``judíos''.

Hilda Glanz es Hilda Glanz

Pero bien dice Derrida que la vida de un hombre, tan única como su muerte, será siempre más que un paradigma y otra cosa que un símbolo. Hilda Glanz es Hilda Glanz. Regina Taube o Tauber o quizá Tauberg es Regina Taube o Tauber o quizá Tauberg. Edmund Winawer es Edmund Winawer. Son ellos y son otros. Por eso, aunque lo sepamos, sus nombres permanecen esencialmente ignotos; por eso, al mirarlos, me miro; y, por eso, no asistimos aquí a una exposición. Si, con Jan Kochanski, me expongo a tal embate de rostros sin nombre es porque es a mí a quien busco. Pues, ¿qué manifiesta la única fotografía en color que muestra el ghetto de Varsovia en llamas?, ¿qué expone el testimonio: ``Cargué esta foto de mi mamá durante dos selecciones del Dr. Mengele en Auschwitz. Una vez, la escondí en mi boca, la segunda, la adherí con una gasa a la planta de mi pie?''

Si esta colección de imágenes ha de seguir siendo mostrada, si su promesa ha de ser reenviada, no es porque sepamos qué, o a quién, miramos cuando miramos estas fotos, sino precisamente porque no lo sabemos. Si miro a los desconocidos sin nombre es porque me desconozco, y porque mi nombre está, aún, por ser restituido.