La Jornada Semanal, 29 de noviembre de 1998


Carmen Dolores Hernández

crónicas del postboom


Escalas en un viaje centenario


La crítica Carmen Dolores Hernández, continuadora del trabajo ordenador de Concha Meléndez y de Nilita Vientós, nos entrega en este hermoso ensayo un panorama completo de las literaturas de la isla borinqueña y del barrio neoyorquino de ``Loisaida'' (lower east side). Su trabajo parte de las palmeras de Lloréns Torres y llega a las calles nevadas de Miguel Algarín.

Primera escala

Una visión a vuelo de pájaro de la literatura puertorriqueña de este siglo requiere recalar en ciertos hitos que resaltan la amplitud y complejidad de un panorama que es reflejo de una sociedad cuya evolución histórica la ha separado, en ciertos aspectos, de otras del Caribe y de Hispanoamérica.

Cuatro encrucijadas podrían ilustrar las confluencias y disidencias entre los derroteros considerados centrales de esta literatura, los hollados en cada momento por escritores ampliamente reconocidos en su tiempo, y aquellos caminos alternos, desconocidos por muchos, por los que transitaron figuras que fueron ignoradas o menospreciadas por sus contemporáneos. Los primeros caminos se identifican a menudo con movimientos que hicieron escuela, que tuvieron variantes y seguidores, que se estudiaron y discutieron asiduamente en su día. Las figuras alternas que siguieron otras vertientes, las que se nutrieron de fuentes o corrientes tributarias, no tuvieron una proyección de igual envergadura en su momento, pero el papel que cumplieron se ha ido revalorando con el tiempo.

En la ruptura política que significó el 98 para Puerto Rico, la literatura no se vio afectada súbitamente. Siguieron escribiendo los autores y lo siguieron haciendo en español. El influjo del modernismo, el primer movimiento literario importante que se afianzó en Puerto Rico después de esa fecha, estrechó los lazos culturales de la isla con Hispanoamérica.

Una figura colosal domina la poesía modernista en Puerto Rico a principios de siglo: Luis Lloréns Torres (1876-1944). Fue vate consagrado y consagrador de una afirmación colectiva en aquel momento de zozobra. La Ley Foraker de 1900 había limitado enormemente la autonomía obtenida por la Carta Autonómica de 1897; el régimen imperante reafirmaba aún más el colonialismo con un gobernador nombrado por Estados Unidos que administraba el país con la ayuda de un Consejo Ejecutivo. Puerto Rico adquirió un status especial como territorio no incorporado sujeto al Congreso estadunidense.

Como respuesta a esta situación, Lloréns Torres ``inventó una historia halagadora y afirmativa para un pueblo colonizado; celebró y cantó a los héroes antillanos y americanosÉ'' creando para Puerto Rico el mito de una hidalguía vinculada con lo hispánico.

Se puede percibir tal estrategia en su largo poema de tono épico, ``La canción de las Antillas'', algunos de cuyos versos dicen así: ``¡Somos islas! Islas verdes. Esmeraldas en el pecho azul del mar./ Verdes islas. Archipiélago de frondas/ en el mar que nos arrulla con sus ondas/ y nos lame en las raíces del palmar.// ¡Somos viejas! O fragmentos de la Atlante de Platón/ o las crestas de madrépora gigante,/ o tal vez las hijas somos de un ciclón.''

Lloréns sentó las bases de la modernidad literaria puertorriqueña, no sólo en la manera en que se acogió al ``culto aristocrático del Arte'', tan característico de los modernistas, sino también en su cultivo del periodismo.

Fuerte y persistente, el modernismo dominó la vida literaria central en Puerto Rico durante mucho tiempo. Seguía cultivándose aún entrados los años veinte. A él se adhirieron, además de José De Diego, poetas como Jesús María Lago, Antonio Pérez Pierret, José de Jesús Esteves, Evaristo Ribera Chevremont y P.H. Hernández. Curiosamente, parte del ``exotismo'' que para otros poetas modernistas hispanoamericanos residía en un reflejo de Francia, de la antigua Grecia o del Oriente, para los puertorriqueños se encontraba en una vinculación espiritual con España, la antigua metrópoli. En la prosa, su máximo cultivador fue Nemesio Canales, el humorista, conocido por los ensayos que publicaba en el periódico El Día de Ponce con el título genérico de Paliques.

¿Existió en ese momento del primer cuarto de siglo alguna corriente alterna, que difería o se apartaba significativamente de los postulados de esteticismo y de la temática cosmopolita y un tanto rebuscada de los modernistas?

Existió, difirió y se apartó. Se trata de un cuerpo extenso de literatura, desconocido mayormente hasta el día de hoy: la literatura de la clase obrera. Presenta otra faz de la experiencia puertorriqueña. Su génesis es interesantísima y apunta hacia la industria del tabaco como establecedora no sólo de pautas políticas y sociales, sino también literarias.

Desde 1865 se había iniciado en La Habana la práctica de leerles a los obreros mientras despalillaban tabaco. Luego se generalizó por todas las Antillas y hasta en las fábricas de Nueva York. Estos trabajadores, por lo tanto, eran relativamente cultos, aunque fueran analfabetas.

En un país donde no hubo universidad hasta 1903, tales prácticas convertían a ciertos obreros -entre los que también se contaban los tipógrafos- en seres privilegiados con oportunidades insólitas, más aún si consideramos que desde finales del siglo XIX algunos de esos grupos obreros habían establecido casinos en donde se le daba mucha importancia a la alfabetización. Tenían también sus propios periódicos, como El Eco Proletario y El Obrero.

La actividad no decreció, más bien se acentuó con el cambio de soberanía y el acercamiento del líder obrero, Santiago Iglesias Pantín, a la American Federation of Labor dirigida por Samuel Gompers. A esa entidad se afilió la puertorriqueña Federación Libre de Trabajadores fundada por el mismo Iglesias.

La figura de una mujer resulta especialmente interesante dentro de este panorama. Luisa Capetillo (1879-1922), a quien se suele conocer en Puerto Rico porque desafió todas las convenciones de la época, incluso las de la vestimenta, siendo encarcelada en La Habana por usar traje de hombre. Había sido lectora en una fábrica de tabacos y empezó a escribir ensayos en 1904.

Entre sus libros hay un relato utópico a lo George Orwell, La humanidad en el futuro (1910). De 1911 es un libro de ensayos inmensamente retador: Mi opinión sobre las libertades, derechos y deberes de la mujer como compañera, madre y ser independiente. Aunque podría parecer, por el título, un tratado a la manera del de Mary Wollstonecraft, A Vindication of the Rights of Woman (1972), el de Luisa Capetillo es una amalgama de pensamientos, ensayos y hasta cuentos (El cajero es una especie de ``ejemplo'' del poder corruptor del capitalismo y de la solidaridad de las clases obreras).

Si consideramos las condiciones de la escolaridad y la producción literaria en Puerto Rico a finales del siglo XIX, el que haya surgido un movimiento bibliográfico y editorial con un público lector demarcado, el que se hayan escrito obras pensando en él, buscando transformar su sensibilidad, acrecentar su conciencia social e informarlo, es un desarrollo importante.

Segunda escala: los años treinta

Esa década fue, para la literatura puertorriqueña, un periodo de auto-examen, de angustia, de búsqueda en las esencias colectivas comparable al momento del '98 en España. Una nave ``al garete'' llamó el ensayista Antonio S. Pedreira a la isla. Una isla pequeña, colonizada y medio olvidada por España hasta el siglo XIX, que había servido como baluarte militar y que había permanecido ``muy fiel y muy leal'' a la Corona a través de escaseces, guerras, ataques piratas y calamidades administrativas, entraba ahora a formar parte de otra realidad completamente diferente.

La del treinta fue la primera generación que se formó enteramente tras el cambio de soberanía, según señala Josefina Rivera de çlvarez. Como generación, estuvo dolorosamente conciente de una profunda desorientación. ``Somos una generación fronteriza'', escribió Pedreira, ``batida entre un final y un comienzo''. Ya la Ley Jones de 1917 les había dado la ciudadanía estadunidense a los puertorriqueños y se comprendía mejor el alcance de un plan abarcador de americanización cuya arma principal fue la enseñanza pública.

La generación del 30 reaccionó ante tales circunstancias enarbolando una hispanidad concebida como resistencia lingüística y cultural. Ciertos organismos apoyaron este sesgo. En 1927 se fundó en la Universidad de Puerto Rico (la mayoría de cuyos cursos se impartían en inglés) un departamento de Estudios Hispánicos, cuyo primer director fue don Federico de Onís, que llegaba vía la Universidad de Columbia en Nueva York. Con ese departamento se vincularon muchos de los ensayistas puertorriqueños que marcarían el periodo, entre ellos Pedreira -ya mencionado- y Tomás Blanco. También Margot Arce, Rubén del Rosario, Francisco Manrique Cabrera, Concha Meléndez, Gustavo Agraít, Lidio Cruz Monclova y José Agustín Balseiro. El órgano oficial del departamento fue la Revista de Estudios Hispánicos, que comenzó a publicarse en 1928 bajo la dirección de Onís.

Concha Meléndez amplió la vinculación entre lo puertorriqueño y lo hispánico; María Cadilla de Martínez buscó la raíz folclórica hispánica y hubo un entusiasmo generalizado por el estudio de la lengua. Todos reclamaron un sistema educativo en el que se impartiera la enseñanza en la lengua materna.

La vida literaria -y la intelectual- adquirieron una fortaleza y un ritmo nunca antes vistos en Puerto Rico. Enrique Laguerre, con La llamarada, le dio a Puerto Rico su propia novela de la tierra.

La poesía tuvo asimismo nombres eminentes, entre los que sobresalieron los de dos poetas que, como sus congéneres en América Latina, desafiaron las convenciones asociadas tradicionalmente a la escritura femenina: Julia de Burgos y Clara Lair, mientras que en el teatro sobresalieron, entre otros, Manuel Méndez Ballester y Emilio Belaval.

El escritor más emblématico de la generación fue Pedreira, cuya obra -escrita durante una vida muy corta (1899-1939)- incluye una valiosa bibliografía puertorriqueña y un estudio titulado El periodismo en Puerto Rico, además de biografías de Hostos y de José Celso Barbosa y el ensayo La actualidad del jíbaro. (Esta generación reclamó al jíbaro no desde la perspectiva criollista de Lloréns, sino desde una ideológica. Lo convirtieron en el símbolo del atraso socioeconómico a salvar, hasta el punto de que un entonces joven político, Luis Muñoz Marín, hizo de su perfil el emblema del Partido Popular que formó en 1937.)

La obra por la que más se recuerda a Pedreira es su ensayo Insularismo, de 1934, un intento serio de interpretar la realidad puertorriqueña a la luz de su pasado y de su presente conflictivo. Con claras influencias de Ortega y Gasset y de Oswald Spengler, pinta un cuadro bastante pesimista del puertorriqueño, de su carácter nacional y de la trayectoria de su historia.

Fascinante como es esta lectura, que constituye quizás el primer intento serio en el siglo para explicarnos a nosotros mismos, lo cierto es que Pedreira, hijo de su tiempo, manifestó una hispanofilia que utilizaría su generación entera como banderín a enarbolar contra la cultura anglosajona.

Para esa misma época de los treinta, se encuentra en plena producción una figura totalmente diferente, tanto en su sesgo ideológico como en sus preocupaciones estéticas. Incomprendida, criticada y magnífica, se trata del mejor poeta, quizá, que hemos tenido y uno de los mejores, también, en lengua española: Luis Palés Matos. Su obra poética consistió de un solo poemario importante publicado en vida, Tuntún de pasa y grifería. Nacido en el pueblo sureño de Guayama en 1898 y muerto en 1959, fue un hombre que apenas salió en alguna que otra ocasión de Puerto Rico. Con un talento poético extraordinario, sin embargo, recogió otra raíz de la cultura puertorriqueña, la negra, y le dio una expresión poética singular.

Iniciándose como poeta modernista en la juventud, recibió luego -durante la segunda y la tercera décadas del siglo- el influjo de las vanguardias: junto con su amigo José Isaacs de Diego Padró, forjó el diepalismo, movimiento que privilegiaba la onomatopeya y la imagen insólita. Nadie los tomó muy en serio.

La fecha, sin embargo, será crucial en la avanzada de una corriente poderosa de literatura afroantillana que comprendió no sólo a poetas y escritores como Nicolás Guillén, Emilio Ballagas y Alejo Carpentier de Cuba sino también a Manuel del Cabral de la Républica Dominicana. Cultivaron ese tipo de poesía otros antillanos adscritos al movimiento artístico-cultural de la negritud que se desarrollaría duranteÊlos años treinta, cuando el poeta Aimé Cesaire de Martinica utilizó la palabra para significar una identidad social y artística negra supra-nacional. Al movimiento de la negritud se unieron escritores como León DamasÊde la Guayana Francesa, Leopold Sedar Senghor del Senegal y el jamaiquino Claude McKay.

Palés Matos se adelantó a estos movimientos que reflejan el interés suscitado por el arte negro entre los artistas plásticos de principios de siglo, especialmente los cubistas, estimulados a su vez por las investigaciones que sobre las civilizaciones africanas hizo el antropólogo y arqueólogo Leo Frobenius.

La música negra (el jazz) y su difusión a través del nuevo invento del gramófono contribuyó al interés en la cultura negra.

El poeta de Guayama, por lo tanto, se insertó desde muy temprano en una corriente que no provenía exclusivamente de un origen hispánico. Lo hizo por dos vías: la vivencial (su propia experiencia en un pueblo donde una proporción significativa de la población es de color y donde se conservan -o conservaban- cuentos y tradiciones africanas, como los que le contaba la cocinera de su casa) y la literaria. Así empieza su poema Bombo: ``La bomba dice: ¡Tombuctú!/ Cruzan las sombras ante el fuego./ Arde la pata de hipopótamo/ en el balele de los negros./ Sobre la danza Bombo rueda/ su ojo amarillo y soñoliento,/ y el bembe de ídolo africano/ le cae de cuajo sobre el pecho./ ¡Bombo del Congo, mongo máximo/ Bombo del Congo está contento!...

Antillana, en el más pleno sentido de la palabra, es su poesía, síntesis cultural de un mestizaje racial, linguístico y de actitudes. Es una poesía que representa una clara disidencia respecto a la hispanofilia central del talante intelectual puertorriqueño de su tiempo.

Tercera escala

Para mediados de los cuarenta, el entorno puertorriqueño había cambiado notablemente. El Nuevo Trato del Presidente Roosevelt había tenido un impacto notable en Puerto Rico; muchos puertorriqueños se habían integrado al ejército estadunidense en la segunda guerra mundial; tras ésta, Estados Unidos entraba en una nueva época de prosperidad y de confrontación con el enemigo comunista, iniciando así la guerra fría. En la Isla, el recién fundado Partido Popular Democrático había alcanzado, en 1944, su primer triunfo electoral con Luis Muñoz Marín, que había establecido una alianza con el gobernador estadunidense, Rexford Tugwell, perteneciente a la camarilla liberal de Roosevelt; querían mejorar el lote del puertorriqueño. En 1948, Muñoz Marín resultó el primer gobernador elegido por el pueblo y puso en marcha una serie de esfuerzos que resultaron en la Ley 600, dando paso a la redacción de una constitución para Puerto Rico, proceso que culminó en 1952 con la proclamación (y el consiguiente reconocimiento de la ONU) del Estado Libre Asociado de Puerto Rico.

Se obró por entonces una de las transformaciones socioeconómicas más aceleradas y dramáticas que haya experimentado país alguno en la historia. Un plan de industrialización atrajo capital extranjero -especialmente estadunidense- a la isla en un intento por cambiar la economía de agraria a industrial. El progreso económico convirtió a Puerto Rico en una ``vitrina de la democracia'' en el Caribe, concepto que se afianzó poco antes de que Cuba cayera bajo la influencia soviética.

La literatura reflejó los cambios denunciando la desintegración social. Se pusieron en evidencia los costos culturales, sociales y morales de tan rápida transformación. Hubo un lamento, explícito o implícito, por un ``viejo orden'' que se terminaba, por una perdida coherencia social. Predominó, entre los narradores y ensayistas de la época, la noción de que se vendía el alma por un plato, no ya de lentejas, pero sí de hamburguesa y papas fritas.

Muchas de las obras de la época manifestaban un sentimiento anti-estadunidense. El poeta Francisco Matos Paoli estuvo preso por su colaboración con la causa nacionalista. Se refugió en un trascendentalismo espiritual, una mística de la nación que marcó su poesía.

Una serie de instituciones reforzó el talante de resistencia de esa intelectualidad militante. La Asociación de Mujeres Graduadas de la Universidad de Puerto Rico fundó, en 1945, la revista Asomante, que dirigió por muchos años Nilita Vientós Gastón, proveyendo no sólo un vehículo para la creación puertorriqueña sino también una apertura hacia el mundo intelectual del exterior. El Instituto de Cultura Puertorriqueña, fundado en 1955, bajo la dirección del dr. Ricardo Alegría, enfatizó la conservación y la afirmación de lo propio y, mediante sus festivales de teatro y sus esfuerzos editoriales, proveyó de nuevos foros a los intelectuales y escritores.

Los escritores que marcaron la centralidad del momento fueron, entre otros, José Luis González, Abelardo Díaz Alfaro, Pedro Juan Soto, Emilio Díaz Valcárcel y René Marqués. Este último fue especialmente representativo de la época. Narrador, dramaturgo, ensayista, antólogo, guionista y crítico, Marqués (1919-1979) institucionalizó una actitud de protesta ante un cambio que percibía como enajenante. En obras teatrales como La Carreta y Los soles truncos puso de manifiesto las consecuencias sociales de la transformación.

Ante ese sentido de pérdida, esa persistencia de unos recuerdos idealizados en el contexto de un país nuevamente colonizado, un escritor que se había dado a conocer años atrás como poeta, José Isaacs de Diego Padró, llevó a cabo una obra diferente, que podría verse como directamente contestataria del talante predominante. En 1924 había escrito una novela corta, Sebastián Guenard, que siguió retrabajando. Una segunda versión -muy ampliada- se publicó en 1940 con el título de En Babia. Larga, compleja y desigual en su efectividad, resulta tan novedosa para su momento que, de haber tenido su autor acceso a los canales de difusión mundial, posiblemente hubiera sido considerada como un hito señero en la literatura latinoamericana de este siglo.

La acción se sitúa en la ciudad de Nueva York: la cuenta un caribeño de nombre Jerónimo Ruiz Iturriburu, cuya relación conflictiva con un amigo cubano, Sebastián Guenard, suscita una enorme gama de incidentes inverosímiles.

La naturalidad con que los personajes asumen su ser caribeño en medio de aquel entorno contrasta con la actitud defensiva que en la obra de René Marqués tienen los puertorriqueños en su propia tierra. En ésta, y en otras novelas como El tiempo jugó conmigo y El minotauro se devora a sí mismo, De Diego Padró creó un universo literario complejo cuyos ciudadanos pasan de novela a novela, afirmándose en un mundo que en ocasiones tiene visos míticos y que parece a primera vista ajeno a las consideraciones político-sociales tan presentes en los escritores de la generación del '45.

Cuarta escala: los años setenta

La llamada generación del setenta marcó un momento de ruptura. Un título fue el aldabonazo que anunció la nueva modalidad: En cuerpo de camisa, colección de cuentos de Luis Rafael Sánchez publicada en 1966. La alusión a la vestimenta indicaba el tono de los textos; el referente no era ya las clases medias altas, con su empaque de buscada elegancia o su relación jerarquizada con las bajas. Una nueva plebeyización dominó por un tiempo la literatura en temas, ambiente y lenguaje. Lo último resultó especialmente importante en un país como Puerto Rico, en donde la brecha entre el habla dialectal y el texto literario se había conservado muy amplia, debido a los esfuerzos de corrección linguística por parte de los escritores, que se habían atribuído la misión de ``rescatar'' un idioma amenazado y de reivindicar la pureza de su uso ante el peligro de su contaminación con el inglés.

Luis Rafael Sánchez, sin embargo -dramaturgo, ensayista y novelista- se propuso escribir `en puertorriqueño', como dijo el crítico Efraín Barradas. No se trata de que, a la manera criollista, imitara gráficamente la pronunciación coloquial de los personajes sino la voz misma del texto era coloquial.

Este lenguaje deviene `literario' en virtud de que se trabaja concientemente -cuidadosamente- para crear un efecto. Resulta, las más de las veces, ferozmente festivo y se constituye, por sí mismo, en una estructura alterna de lo que hasta entonces había sido el camino principal de la literatura puertorriqueña: comprometidaÊ-no importa cual fuera el tema- con la corrección y con la elegancia en el decir.

Luis Rafael Sánchez sentó el tono de todo un grupo de escritores que duranteÊlos setenta sorprendió a un público que recién se asomaba al Boom latinoamericano. En 1971, Tomás López Ramírez publicó Cordial magia enemiga; en 1976 Rosario Ferré, con Papeles de Pandora, inició una vertiente feminista retadora reforzada por el proyecto de una revista vanguardista e iconoclasta (que publicó con la también escritora Olga Nolla): Zona de carga y descarga. La familia de todos nosotros, de Magali García Ramis, apareció en el 1976 y Llegaron los hippies, de Manuel Abreu Adorno, dos años después, mientras que también para esa época Juan Antonio Ramos y Edgardo Sanabria Santaliz lanzaron sus respectivos primeros libros: Démosle luz verde a la nostalgia y Delfia cada tarde. Edgardo Rodríguez Juliá, quien se había dado a conocer con una novela imaginativa sobre el siglo XVIII puertorriqueño, publicó a principios de los ochenta Las tribulaciones de Jonás y El entierro de Cortijo, en donde ensaya una modalidad que cae entre la ficción y el reportaje y que se puede describir mejor como una crónica. La colección de cuentos titulada Vírgenes y mártires, obra conjunta de Carmen Lugo Filippi y Ana Lydia Vega, conmovió en 1981 al mundo literario puertorriqueño y marcó para la segunda el inicio de una carrera brillante.

Las posiciones retadoras, desde luego, reflejaban el espíritu de los tiempos. Eran los años de la polarización ya clara de la revolución cubana, cuando el caso Padilla estremeció al mundo literario; de la guerra de Vietnam, en la que tantos puertorriqueños sirvieron -y murieron- y de las resonancias en Puerto Rico; del poderoso movimiento en pro de los derechos civiles -y también del feminista- en los Estados Unidos.

No es que lo social desapareciera de esta escritura, pero su presencia se hizo más sutil. Se cultivó la sátira con tono lúdico; se experimentó con la fantasía; se reformuló la historia en términos imaginativos y se incorporaron nuevas técnicas de fragmentación espacial/temporal del texto. El tema sexual se tornó más explícito y combativo, como se evidencia en la obra del fallecido escritor Manuel Ramos Otero.

``Siempre estuvimos aquí'', podría ser el lema de los latinos en Estados Unidos (el llamado comercio triangular entre la Nueva Inglaterra, çfrica y las Antillas así lo garantizaba), ``pero no siempre hemos sido visibles''. Si bien desde la última década del siglo pasado, cuando arreció la lucha por la independencia cubana, Nueva York llegó a ser una sede importante para la intelectualidad y los políticos antillanos, no fue hasta mucho después que se desarrolló una literatura fuerte entre los migrantes puertorriqueños.

Los que acudieron después de la segunda guerra mundial eran en su mayoría campesinos afectados por la revolución industrial puertorriqueña, gente iletrada, sin tradición académica y mucho menos literaria. Los estadunidenses no entendían su lengua y sus costumbres, ni los aceptaban por su color. Estos puertorriqueños, quizá por ello, se negaron a diluirse en el famoso melting pot o crisol. Establecieron comunidades auto-contenidas (ghettos), donde crearon un espacio propio. Empezaron a hablar una lengua contaminada por el inglés en su vocabulario pero de pronunciación castellanizada. Mantuvieron sus vínculos familiares entre sí y con los suyos que habían dejado atrás (la mejor formulación literaria de esta continua conexión la ha dado Luis Rafael Sánchez con su texto La guagua aérea) y, lo que es más sorprendente, empezaron a crear arte según cánones diferentes, tanto de los aceptados en Norteamérica como de los que primaban en el país de origen.

En Estados Unidos nos encontramos a un grupo de escritores, hijos de gente desposeída, trabajando muchos de ellos mismos en los empleos más precarios de una sociedad, ganando salarios ínfimos, gente que llegaba por primera vez a la educación (en un idioma que no era el suyo) y que empezaba a escribir en él.

La primera sorpresa vino en 1967 cuando unas memorias noveladas, Down These Mean Streets, escritas por un puertorriqueño negro y ex-presidiario, Piri Thomas, fueron publicadas por la prestigiosa casa Knopf y se convirtieron en un éxito de librería. Era una historia de caída y redención, de sufrimiento, tentaciones y perseverancia, de las dificultades de un joven con una doble vulnerabilidad -puertorriqueño y negro- que crecía en las calles de Nueva York.

Se inició así una tradición de novelas del ghetto puertorriqueño continuada por Edwin Torres con Carlito's Way que integra a una temática netamente estadunidense (la novela gansteril) la estructura y el tono de la picaresca española.

Una de las más recientes manifestaciones de la novela del ghetto puertorriqueño es Spidertown (1993), de Abraham Rodríguez Jr., que describe la vida de los muchachos puertorriqueños del South Bronx que sirven de corredores y vendedores para los grandes jefes de la droga.

La novela no es el único género cultivado por los puertorriqueños de Estados Unidos. Aún antes hubo un movimiento teatral fuerte y gran cantidad de poetas. El último renglón provee una vertiente singular al vincularse con otras tradiciones literarias. Si bien en Puerto Rico es (o era) corriente la tradición de los improvisadores o cantantes campesinos que componían versos mientras cantaban en ocasiones determinadas -un bautizo, una boda, un cumpleaños- en Nueva York los poetas, como los juglares de antaño, recitaban para el hombre de la calle. Uno de sus cultivadores es Miguel Algarín (quien le dió el nombre de Nuyorican al movimiento y preparó la primera antología de esta poesía junto con Miguel Piñero, Lucky Cienfuegos, Jesús Papoleto Meléndez y Sandra María Esteves.

Un desarrollo interesante, desde el punto de vista cultural, es el uso que hacen muchos de los poetas del Spanglish o combinación de español con inglés. Si un idioma entraña una forma de ver el mundo, entonces la utilización en poesía de dos de ellos contrapuestos puede constituir una apertura poco usual hacia la multiplicidad de resonancias.

Las memorias y las autobiografías noveladas han sido cultivadas sobre todo por las mujeres que escriben en inglés en Estados Unidos. Su situación, como la de la mujer negra, es especialmente difícil.

El panorama de la literatura puertorriqueña en Estados Unidos tiene muchas otras facetas. Una es lo negro, que aparece en la poesía de Louis Reyes Rivera, en sus ritmos, en su vocabulario y en su postulado de que la literatura negra es en realidad una, no importa que provenga de un mundo hispanoparlante o anglosajón. Narradores como Ed Vega, por otra parte, utilizan el humor; otros, como Jack Agueros, intentan darle cabida a personajes que luchan por alcanzar la ``normalidad'' en una sociedad hostil.

Se trata de una literatura mestiza, con un mestizaje cultural del tipo que tan bien conoce la España que pasó por la dominación musulmana y del que conoce también la región caribeña, cruce de culturas y de diferencias, como ha señalado Antonio Benítez Rojo en La isla que se repite.

¿A dónde llevará finalmente el viaje emprendido? Dos fuerzas -una de resistencia y otra de apertura- se han opuesto literariamente a través del siglo. ¿Habrá una resolución para tales tensiones? Quizá nuestro destino sea la continua integración de nuevos influjos sin desechar las raíces: el movimiento constante, el vaivén que podríamos identificar, como lo hace Palés, con la vida y la vitalidad. Así parece indicar en algunos versos de su Plena del menéalo:

Bochinche de viento y agua
sobre el mar.
Está la Antilla bailando

-de aquí payá, de ayá pacá,

vamos, velera del mar,
a correr este ciclón,
que de tu diestro marear
depende tu salvación.
¡A bailar!



Mayra Montero

cuento


La flor más viva de Port-au-Prince

Una apacible tarde de Cuaresma, poco después de haber cumplido los cien años, Madame Lulú miró al vacío, exhaló un pequeñísimo suspiro, que bien pudo tomarse por bostezo, y soltó esta frase como quien suelta un huesecillo que se ha tenido mucho tiempo atravesado en la garganta:

``Hiciste mal, Pablito, en suicidarte.''

Lo dijo en francés, un idioma que ya sólo utilizaba en momentos de gran coraje, o en las contadas ocasiones de alegría mayor.

La única nieta de Madame Lulú, que de casualidad estaba a su lado, le preguntó quién era aquel Pablo invisible con el que conversaba. Antes de contestar, la anciana dio un par de caladas a su habano -se fumaba diariamente un intratable Montecristo- y confesó que acababa de ver allí, delante de ella, a su querido primo Pablo Lafargue, el mismo que se había marchado por voluntad propia de este mundo unos setenta años atrás.

Madame Lulú conservaba todavía en esa época -hablo del año 1982 o 1983- el misterioso arcón donde nacieron todas mis novelas, pasadas y futuras, sobre Haití. Ante la incrédula mirada de su nieta, y desde el fondo de ese arcón de los milagros, ella extrajo la foto del infortunado yerno de Karl Marx, dedicada en francés con esta línea de novela: ``Para ti, querida Lulú, pequeña y delicada flor de Port-au-Prince.''

e De acuerdo con lo que vi después, la foto no recogía la imagen del Lafargue sesentón y desvalido que pactó la muerte con su esposa. Al contrario, lo que se reflejaba allí era la estampa santiaguera y fina del mulato vital que hizo historia en París.

Madame Lulú acarició las mejillas de la foto con la seca reliquia de sus dedos, se apoyó en el brazo de su nieta y le hizo -y se hizo- esta misericordiosa pregunta:

``¿A qué habrá venido mi primo después de tanto tiempo?''

Ambas pensaron, pero no lo dijeron, que el alma de Lafargue se había tomado la molestia de regresar a la antillana cuna sólo con el propósito, caballeroso y tierno, de acompañar a Madame Lulú a su última morada.

Esa noche, la vieja dama cenó como un general -siempre tuvo un apetito de campaña-, bebió su copa de aguardiente y, contra todas sus costumbres, fumó un segundo habano antes de dar las buenas noches.

A la mañana siguiente, estaba y no estaba en su cama, es decir, el alma veterana se había marchado por donde había venido.

El primer recuerdo que guardo de Madame Lulú es el de su rostro envuelto en sombras: las sombras propias, que le venían de adentro, y las que arrojaban sobre su frente las volutas del humo del tabaco. Con su voz ronca y misteriosa, una voz que parecía arrastrar cadenas, Madame Lulú me hizo en ese primer encuentro la típica pregunta necia que se le suele hacer a un niño, pero que en sus labios dejó de ser necia porque encerraba una intención oculta: qué quería ser yo cuando fuera grande.

Le respondí que diplomática, porque en aquella época era lo que decíamos siempre. Su nieta, que tenía mi edad, nueve o diez años, quería ser la misma cosa para viajar conmigo. Madame Lulú agitó amenazadoramente su bastón -desde que la conocí fue vieja y usó bastón- y nos advirtió que esa carrera podría devenir en nuestra gran desgracia, porque ¿cómo estar segura de que jamás nos mandarían a Haití?

Esos fueron los auténticos inicios de una novela oral -y por entregas- que Lulú contaba cada sábado a la medianoche, mientras su nieta y yo, muertas de espanto y de fascinación, la veíamos sacar de aquel brumoso arcón decenas de collares guerreros, muñecos de trapo, viandas momificadas en ofrenda, imágenes de piedra, paquetes rellenos de mágicas sustancias, recuerdos y amuletos de su juventud silvestre y desgraciada en una finca de L'Artibonite.

No, no iba a permitir ella que nosotras pusiéramos un pie en esa oscura tierra de pesares. Sólo teníamos que mirarnos en su espejo: a ella la habían llevado a Haití, desde su nativa Nantes, siendo una niña ingenua y huérfana. Una tarde, después de un pasadía familiar, había querido hacer la siesta bajo un árbol. Cuando se despertó, ya todo había cambiado. Oyó a sus espaldas la voz de uno de los criados, una voz en pena que le susurró:

``Madamita, usted ha dormido bajo el árbol de la muerte.''

Enfermó de gravedad y lo rebasó, pero luego se siguió enfermando con frecuencia. La mayoría de sus amigas perecieron de forma misteriosa; una de las más queridas, llamada Corinne, cayó fulminada el mismo día de su boda, casi a los pies de Lulú, quien de casualidad le estaba sosteniendo el ramo en ese instante.

Lulú casó con un apuesto comerciante -siempre se casan pronto las muchachas lindas que reciben el ramo de una novia-, pero su destino, decía, estaba ya marcado por la mala sombra de la siesta aquella. Tuvo enseguida un hijo y, cuando se hallaba embarazada del segundo, su hogar de Port-au-Prince ardió en una impaciente, inexplicable llamarada. Murió en aquel desastre el primer niño, y el que llevaba en su viento nació arrastrando la cojera sin causa del infortunio. Todavía hoy la arrastra.

Madame Lulú huyó de Haití. Tuvo otro matrimonio y nuevos hijos. Y con el tiempo pudo contar con la presencia cómplice de estas nocturnas adoradoras, a las que permitía usar sus collares de combate, escarbar en los paquetes embrujados, agitar las sonajeras rituales con que se invoca a los misterios que habitan en la Luna.

Nunca supo ella que aun en sus grandes momentos de rencor, en el fragor de una poderosa narración de odio contra Haití, se le escapaba a su pesar un hilillo de amor y de nostalgia. El hilo que yo tomé, mucho más tarde, para contar mis propias historias, todas las cuales le deben desde siempre el alma a quien Lafargue bien llamó ``pequeña y delicada flor de Port-au-Prince''.



Luis Rafael Sánchez


Por qué Puerto Rico es rico


Don Juan Ponce de León, sobrecogido ante los esplendores borinqueños y con el pensamiento puesto en la ``eterna juventud''; el español hablado sabrosamente; la Tía çfrica y su ``caderamen'' cósmico; la Madre Patria y el Tío Sam... son momentos y personajes de una isla que tiene, como nos lo dice Luis Rafael Sánchez, ``una riqueza incalculable en tanta incandescendencia espiritual''.



¿Será porque lo divulgó el explorador Juan Ponce, natural del reino español de León, en el año 1508?

En cierto modo, sí.

Los historiadores cuentan el sobrecogimiento que produjo en el ánimo del joven peninsular lo real maravilloso borinqueño; sobrecogimiento que lo llevó a alabar la riqueza de aquella bahía, de aquel puerto, en la carta de relación dirigida a Fray Nicolás de Ovando, gobernador de La Española.

La alabanza de Ponce de León se tornó en agua bautismal.

Puerto Rico pasó a nombrarse la isla que, años antes, Cristóbal Colón llamó San Juan Bautista y que los aborígenes conocían como Borinquén. El nombre de Puerto Rico, valga la redundancia, exaltaba la naturaleza pródiga y resumía los beneficios que la corona española obtendría de la colonización de la isla -madera de ley a aprovechar en la reparación de los navíos, aguas buenas para el consumo y la pesca, llave del Mar Caribe según el cálculo militar, a pocos días de La Española, de La Habana, de Cartagena de Indias, de Nueva España.

Sin embargo, en el ejercicio de una admirable tozudez onomástica, el nombre aborigen sobrevivió, junto al nombre oficial, como señal de autoctonía, blasón de resistencia cultural y arma de subversión política. Que el himno de Puerto Rico se titule La borinqueña, que los poetas de ayer y de hoy aprovechen el nombre aborigen como motivo inspirador de sus cantos de exaltación patria, que una infinidad de negocios puertorriqueños se llame La borincana, que otra infinidad se llame Los hijos de Borinquén, dan cuenta de ello. No en balde Rafael Hernández, el más ilustre compositor musical puertorriqueño del siglo veinte, titula Lamento borincano una de sus partituras regias.

2. ¿O se llamará Puerto Rico así porque los puertorriqueños, según lo divulga el rumor, se expresan con una ricura que va a dar al ritmo, al movimiento?; ricura esa que la origina la emotividad sabrosa y locuaz, desde siempre asociada con la persona y la personalidad negras.

En cierto modo, sí.

Sabrosamente, locuazmente, al son de un ritmo que emiten las entretelas del alma, con la emoción siempre a flor de piel, se expresan los puertorriqueños. Las palabras salen de sus bocas con una fuerza expresiva y una vibración anímica que despierta y alerta y llama la atención, que hasta fastidia a quien tiene la conversación por una actividad sosegada, por una trabazón de voces comedidas.

Quién quita que tal fuerza sea una ancestral vaina negra.

Quién quita que tal vibración sea una ancestral vaina mulata.

Hasta apenas ayer el Caribe figuró el perfil trágico de una pasarela por donde desfilaban los esclavos negros en ocasión de la atroz subasta. Del trasfondo de la grita que suscitaba la impune deshumanización del negro, de los alaridos protestantes por la reducción a mercancía del idolatrado hijo, del regateo chillón entre el vendedor y el comprador, habrá cuajado, a fuerza, un sedimento amargo en el inconsciente, la hipoteca de un incurable dolor histórico que lo delata la periódica voz altisonante, exaltada.

Valga una aclaración. Si la referencia al inconciente colectivo desagrada, acéptese una categoría alterna, avalada por la ciencia superior que constituye la poesía. Llámense, entonces, recuerdos heredados aquellos que la memoria archiva y que se liberan, de buenas a primeras, bajo los efectos de los menos esperados patrocinios sensoriales.

Acaso, en los recuerdos heredados anida la explicación de la fuerza expresiva y la vibración anímica que caracteriza a los puertorriqueños, en la ancestral vaina vaina negra, en la ancestral vaina mulata. Pues más influye la Tía çfrica a los puertorriqueños que los dos parientes del registro despercudido y rancio -la Madre Patria y el Tío Sam.

A lo mejor, otra vez bajo el amparo del quién quita, la emotividad sabrosa prefiere recorrer unas vías ajenas a las que recorren las palabras. De ahí que, de repente, como si el gesto se impusiera sobre los demás lenguajes, los puertorriqueños optan por hablar con las manos. Las manos puertorriqueñas poseen un vocabulario extenso y variado, patricio y plebeyo, polisémico, y un diccionario sobre todo rico.

Pero, cuando las palabras y las manos no bastan, porque las razones y las emociones portan la fuerza arrasadora de los tornados, entonces los puertorriqueños terminan por expresarse con el cuerpo en su dimensión total. Un cuerpo que dibuja en el aire un rastro de ricura. Un cuerpo parecido a un baile que jamás se asienta. Un cuerpo a equiparar con una melodía oída en los poemas de Luis Palés Matos. Sí, la melodía sinuosa que pronuncia la sintaxis palesiana, junto a la inquietud verbal que en ella se plasma, se puede reclamar como un acertado retrato del cuerpo puertorriqueño, como un rico retrato.

3. Queda claro, la respuesta a la pregunta del título no hay que pensarla demasiado: Puerto Rico es rico porque abunda en riqueza y en ricura. Desde luego, a quienes ven con suspicacia la menor celebración de lo puertorriqueño, a quienes ven con antipatía la enumeración de las cualidades resaltantes del país, dicha respuesta les sabe a chicharrón rancio. Y para evitarse la indigestión consiguiente la tildan de opinión leve.

La respuesta no es leve. Contrariamente, juiciosa es. Y por juiciosa merece repetirse, como favor pedagógico a quienes rechazan la personalidad nacional que formula Puerto Rico. Por otro lado, como muestra de gratitud a quienes, peleándole a las apariencias, confirman la existencia de una personalidad puertorriqueña desde los tempranos años del siglo diecinueve. Una personalidad imposible de vaciar en otra. Una personalidad moldeada por los negros en tutiplén, el fracatán de españoles y los pocos taínos que sobrevivieron a la lúe, la gonorrea y otros signos viejomundistas de civilización.

¿Y los gringos?

Cuando los gringos invadieron Puerto Rico ya el café estaba colao. Trajeron con qué atenuar el amargo del café, eso sí. Pero, cuando los gringos entraron por Guánica, con el apoyo generoso de la pólvora y el plomo, ya el café humeaba en la coca.

Insistamos, por tanto: Puerto Rico es rico, inmensamente rico.

Pero, si Puerto Rico es un país rico, inmensamente rico, ¿por qué se engorda la panza con las ayuditas de Washington?

Lector, póngaseme serio.

La gorda panza puertoriqueña se paga con los terrenos puertorriqueños donde ubican las bases militares estadunidenses, con la presencia incontable de hombres puertorriqueños y mujeres puertorriqueñas en los ejércitos estadunidenses, con la obligación del comerciante puertorriqueño a comprar en el mercado estadunidense o en los mercados protegidos por los estadunidenses, con la inapelable supeditación de las leyes puertorriqueñas a las leyes estadunidenses, entre otro ciento de cosas inimaginables.

Y ahora, lector, óigame un consejo.

Evite que la cáscara de la palabra riqueza lo prive del placer que le reserva la pulpa. Pues a pulpa sazonada le sabrá la restante contestación a su capciosa pregunta.

4. A Puerto Rico no lo hacen rico las minas auríferas, la vastedad territorial, los inagotables pozos de petróleo, la diversidad de la fauna y de la flora. A Puerto Rico lo hace rico la rica gente que lo puebla; la gente que no sabe ser otra cosa que puertorriqueña, la gente que no quiere ser otra cosa que puertorriqueña, la gente que no se concibe siendo otra cosa que puertorriqueña. ¿Hay o no hay riqueza en tan férrea voluntad de ser?

De nada han valido las invitaciones simpáticas, las persuasiones intentadas con los dientes apretados, los retorcimientos de brazos, las amenazas, para que dicha gente acceda a estafar su naturaleza puertorriqueña. De nada han valido las acusaciones de desfasada y de antigua que ha tenido dicha gente que sufrir porque la estremece escuchar La borincana y porque el sentimiento le parpadea cuando mira ondear la bandera puertorriqueña. De nada han valido las viejas artimañas universalistas ni las nuevas triquiñuelas globalistas. Una a una, las invitaciones, las persuasiones, los retorcimientos de brazos, las amenazas, las acusaciones, las viejas artimañas y las nuevas triquiñuelas, han tenido por respuesta un gozo devocional que se podría llamar Bello amanecer, si no fuera porque el insigne bardo Tito Enríquez ya tituló así su oda suprema. Vez tras vez, el referido gozo devocional ha repetido, imperturbado, intransigente: Somos puertorriqueños. Somos puertorriqueños. Somos puertorriqueños.

5. El gozo devocional torna la banderaÊpuertoriqueña en invicta herramienta de vivificación. Monoestrellada, tricolor, compañera del alma, la bandera puertorriqueña ondea en los espectáculos artísticos, ondea en los eventos deportivos, ondea en los certámenes de belleza, ondea en las graduaciones de las escuelas y las universidades, ondea en las protestas obreras, ondea en las concentraciones políticas, ondea en la propaganda de la televisión. Hasta en los actos funerarios ondea.

Pero, la vivificación que propicia la bandera puertorriqueña, cien años después de la invasión estadunidense, excede las convocatorias grupales. Hoy por hoy, la bandera puertorriqueña se la ve reproducida en el dije que luce un cuello adolescente y en el parabrisas del automóvil, en la lonchera del albañil y en el sortijón del profesional, en el cochecito del bebé y en la camisa del estudiante. Hasta sembrada en los tiestos que adornan los balcones se la ve, sembrada con el rango de una flor milagrosa, una flor a salvo de la marchitez.

¿Hay o no hay una riqueza incalculable en tanta incandescencia espiritual?

6. Volvamos al título que alienta estas prosas.

Puerto Rico se llama Puerto Rico porque en el año 1508 Juan Ponce de León, ese aventurero que la literatura jamás deja en paz, dadas la locura y la fantasía de su gesta y de su gestión, divulgó que su puerto principal tenía la hondura suficiente para la atracada de fiar, que en las proximidades del puerto abundaba la madera aprovechable en la reparación de los navíos.

Pero, puertos ricos aparte, sépase que el vértigo del idioma español caribeñizado que hablan los puertorriqueños tramita la ricura del matiz y de la expresión. Por si todo eso fuera poco, las quemazones del idioma gestual puertorriqueño se despliegan de continuo, con una riqueza múltiple que coreografiada semeja. Finalmente, ya en ánimo de conclusión, Puerto Rico es rico porque el corazón le late indócil. Un corazón enriquecido por el puertorriqueñismo depurado y avasallador, el puertorriqueñismo riquísimo que nadie logra acallar.



Poesía


Palés Matos, Julia de Burgos y Clara Lair


En estas páginas centrales proponemos la relectura de tres voces fundamentales de la poesía en lengua castellana: la de Luis Palés Matos, iniciador de la poesía ``negrista'' de las Antillas, bizantino y moderno; la de Julia de Burgos, poeta de amores y fracasos, muerta en las calles de Nueva York, viva en la memoria de su gente; y la de Clara Lair, prisionera de sí misma en el Viejo San Juan, que habló con ternura y fuerza del deseo, el eros y el tanatos.



Intermedios

del hombre blanco

q

Luis Palés Matos

Islas

Tambores

Placeres