La Jornada viernes 11 de diciembre de 1998

Miguel León Portilla
La palabra indígena y el INI

En 1940, siendo presidente Lázaro Cárdenas, convocó en Pátzcuaro al Primer Congreso Indigenista Interamericano. Antropólogos, sociólogos y otros se propusieron allí conjugar esfuerzos para atender a los requerimientos de los millones de descendientes de los pueblos originarios en el continente americano. Entre las resoluciones allí alcanzadas, una fue organizar un Instituto Indigenista Interamericano con base en una convención internacional. Afiliados a ese organismo, se crearon luego institutos nacionales indigenistas en cada país. Así nació en México, el 4 de diciembre de 1948, el que sobrevive hoy sin rumbo y en estado semiagónico.

Mi primer contacto con el Instituto Nacional Indigenista ocurrió en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, en 1954. Allí se había establecido uno de los primeros ``centros coordinadores indigenistas''. Su director era un hombre de verdad extraordinario, el etnólogo Alfonso Villa Rojas, nativo de Yucatán y profundo conocedor de la cultura maya. Con él me adentré en lo que era la filosofía y la práctica de la acción indigenista en México, según la había concebido el doctor Alfonso Caso, primer director del Instituto. El, y a su lado otros maestros, entre ellos Julio de la Fuente, Gonzalo Aguirre Beltrán y Ricardo Pozas, y con ellos un cierto número de jóvenes antropólogos, motivados por una auténtica mística, la de servir a los pueblos indígenas, habían puesto en marcha varios de esos centros en lugares estratégicos. Desde ellos se irradiaría la acción que debía mejorar las condiciones de vida de quienes habían sobrevivido penosamente en las que Aguirre Beltrán llamó ``regiones de refugio''.

Por encima de todo, se propuso el Instituto Nacional Indigenista atender los requerimientos sanitarios, técnicos, económicos, educativos y de comunicación de las comunidades entre las que comenzó a trabajar. Para lograr esos objetivos se buscó el acercamiento a la cultura y mentalidad indígenas. Se capacitó a los llamados ``promotores bilingües'', procedentes de los mismos grupos. Se concibieron formas de hacer llegar a los indígenas ideas y técnicas que les resultaban extrañas. Recordaré que Rosario Castellanos escribió pequeñas obras para el que se conoció como Teatro Petul entre los tzotziles de Chiapas.

Esta forma de acción indigenista, que se amplió creando buen número de centros coordinadores, fue más tarde objeto de crítica. El principal reproche consistió en sostener que su objetivo último era ``incorporar'' a los pueblos indígenas a la cultura de las mayorías del país.

Mi trato con Alfonso Caso, Aguirre Beltrán, Villa Rojas, De la Fuente, Pozas y con los que se fueron sumando a ellos, así como lo realizado por los mismos, me hizo ver que nunca fue su propósito erradicar la cultura y las lenguas de esos pueblos. Pueden citarse textos suyos, así como de Manuel Gamio, pionero de la antropología en México, que muestran su aprecio por los valores espirituales, incluyendo la lengua, de los pueblos indígenas. Siendo esto verdad, debe reconocerse que el principal énfasis de esa acción indigenista no estuvo, sin embargo, dirigido a fortalecer esos valores sino a lograr el desarrollo socio-económico de las comunidades nativas. El reconocimiento de la existencia de las identidades indígenas como un derecho inalineable, en un país pluricultural y multilingüístico como es México, ha sido logro más reciente.

Con el tiempo, desaparecidos o retirados los maestros que dieron inicio al moderno indigenismo en nuestro país, el Instituto Nacional Indigenista fue cayendo en un burocratismo no sólo lamentable sino dramático. Los pueblos indios, razón última de su existencia, entre los que ya había profesionistas muy distinguidos, poco o nada fueron tomados en cuenta en la concepción y puesta en marcha de los programas del Instituto. Llegó a haber más de un director del mismo que, hasta donde se sabe, no tenía conocimiento alguno, no digamos ya de una lengua indígena, pero ni siquiera de los rudimentos de la antropología social ni de las culturas de las distintas etnias nativas de México.

Hoy, a 50 años del nacimiento de este Instituto, se escuchan voces autorizadas que se preguntan acerca del destino del mismo. Entre esas voces están las de varios maestros de estirpe indígena, algunos de ellos antropólogos, médicos, economistas, abogados, físicos y escritores en sus propias lenguas y defensores decididos de la identidad cultural y los derechos indígenas, incluyendo los de su autonomía, sus tierras y recursos patrimoniales.

¿Es absurdo pensar que estos profesionistas indígenas deben ser escuchados? ¿Está fuera de razón cerrarse a lo que demandan los pueblos nativos, cada día con mayor fuerza y más elocuentes argumentos? ¿Debe ponerse fin a un Instituto que es hoy una entidad obsoleta e inoperante? ¿Habrá que crear otro organismo que lo sustituya? Una sola cosa es incontrovertible: corresponde a los indígenas encauzar su propio destino.

Haré aquí una propuesta. Sugiero que las cámaras convoquen, pero ya, a audiencias públicas en las que la voz de los indios sea escuchada. Esto en relación con el Instituto u otro organismo que se considere acertado crear. Y también en respuesta, que no debe posponerse más, a las demandas de quienes no pretenden soberanía sino autonomía, como la que deben tener los municipios, las universidades y otras instituciones. Escuchar su palabra enriquecerá al ser de México, hoy tal vez más que nunca, urgido de verdad y esperanza.