La Jornada sábado 12 de diciembre de 1998

Fernando Benítez
La Virgen de Guadalupe

¿Rosas en el invierno mexicano? ¿Rosas en las ásperas rocas de nuestras montañas? Hace 500 años se realizó el milagro. Apareció la Virgen de Guadalupe, madre piadosa de todos los mexicanos.

El cura Hidalgo, buen conocedor del pueblo, hizo de la Virgen de Guadalupe la bandera de la Independencia. Devotos de la Virgen de los Remedios, los realistas odiaron a tal extremo a la Guadalupana que le formaron cuadro y la fusilaron. A pesar de ello, la contienda terminó con la victoria de la imagen profanada y la derrota de la divina de los generales españoles.

Hoy, los días 11 y 12 de diciembre acuden a la Basílica millones de devotos. Multitud de indios vienen de sus pueblos por las carreteas, y se registran atropellamientos y muertes. Centenares de hombres y de mujeres pagan un favor arrastrándose de rodillas dos o tres kilómetros. Sus parientes les tienden rebozos y mantas, y detrás van dos o tres enfermeros que cargan una camilla. Se abre la multitud a su paso y, al llegar a la puerta, el penitente se arroja al suelo prorrumpiendo en sollozos. Ha pagado su manda.

Infinidad de guardias voluntarios hacen desfilar a los peregrinos que acuden en la noche fría. Los jóvenes llegan en bicicleta, que forman pilas en el atrio. Millares duermen sobre el suelo envueltos en sarapes, las cámaras de televisión bajo los reflectores registran el empuje de la muchedumbre, pero no esa especie de delirio que provoca la visión de la madre.

La Virgen no sólo es lo luminoso, la divinidad misma. Ella es la patria, ella es México, ella es América, su sola presencia dice lo inexpresable. Aunque la televisión y el clero traten de convertir la fiesta en un espectáculo, y en la madrugada acudan los mariachis, los cantantes famosos, las cofradías de concheros y danzante, la pasión religiosa de un pueblo se les escapa a ellos y al resto de los mexicanos.