La Jornada Semanal, 13 de diciembre de 1998



Carlos Fuentes

Las dimensiones de un premio


Este año, los convocados al Premio de Novela Alfaguara tuvieron un lector de privilegio. Ser leído por el mayor narrador mexicano vivo no fue el único escándalo al que estuvieron sujetos los finalistas. También la archicomentada duplicación del primer premio. Aquí, Fuentes nos habla de la organización, el jurado, el advenimiento al mundo de los mellizos caribeños y del milagro de los peces y los (US$175,000 ) panes. Pero, sobre todo, nos habla de sus razones para considerar que Caracol Beach y Margarita, está linda la mar fueron escritos para él.

"La novela ha muerto''. Este artículo de fe se viene repitiendo desde que Marshal McLuhan, en 1962, decretó el fin de la ``era de Gutenberg'' y su sustitución por la globalidad electrónica en la que no importa lo que se dice, sino qué cosa lo dice: el medio es el mensaje.

El entierro de Gutenberg por McLuhan acaso le dio, paradójicamente, nueva vida a la novela. Si el medio era el mensaje, ¿sería el fin el masaje? McLuhan cavó su propia tumba. Nos puso a pensar en todo lo que no podía decirse mediante los medios. Nos obligó a repensar la literatura como el arte de lo no dicho por la desdicha del mensaje-masaje.

No vale la pena repetir la evidencia. Jamás ha ocupado el arte de narrar territorios tan extensos y tan variados. De Japón a Australia y de Nigeria a Turquía, se publican hoy más novelas inesperadas, diversificadas e indicativas de que existe todo un espacio inexplorado por los medios y que revela, además, el engaño de una era informativa en la que se nos quiere convencer de que porque recibimos mucha información, estamos muy bien informados. Nos permite distinguir entre la explosión de la información y la implosión del significado.

La importancia del concurso de novela convocado por Alfaguara el año pasado tiene, por todo ello, tres dimensiones. La primera es la cantidad misma de obras inéditas recibidas desde todos los confines de nuestra área lingüística, el castellano, más de seiscientos manuscritos. Cada uno de ellos, con independencia de su calidad, da prueba de una fe magnífica en el acto mismo de escribir. Todas ellas están motivadas por el anhelo y la necesidad de decir lo que no podría decirse de ninguna otra manera. Es esta voluntad de narrar al mundo lo que le da un valor intrínseco a todas y cada una de las obras presentadas al concurso.

El trabajo de leer más de medio millar de manuscritos y filtrarlos de acuerdo con normas, siempre relativas, de excelencia, recayó sobre grupos de lectura constituidos en España, Argentina, Colombia y México. La tarea de selección entregó al jurado veinte finalistas, diez de ellos considerados como los mejores, aunque la libertad de acudir a los otros diez y aun a la totalidad de las obras concursantes, siempre estuvo al alcance del jurado. Yo mismo, sea por el tema de la obra o la personalidad del autor, leí muchas novelas que no habían pasado el exigente filtro de la selección primera.

La calidad misma de la selección entregada al jurado constituye la segunda dimensión del concurso. Para mi inmensa satisfacción y fortuna, presidí un jurado difícil de superar: la novelista chilena Marcela Serrano, el cineasta español Rafael Azcona, el novelista argentino Tomás Eloy Martínez, el novelista español Juan Cruz y el novelista mexicano Sealtiel Alatriste (los dos últimos directores de la casa Alfaguara, pero cuyos libros aparecen bajo otros rubros editoriales) y, last but not least, la secretaria del jurado, mi incomparable amiga la escritora catalana Rosa Regás, a la cual, desde la Barcelona literaria de los años sesenta, Gabriel García Márquez y yo saludábamos, con entusiasmo y sobradas razones, con el grito de guerra, ``¡Rosa Regás, qué buena estás!''

Dirán ustedes que con un jurado de semejante calidad, no podíamos equivocarnos. Y no nos equivocamos. Pero sí sufrimos. A la primera, estimulante pero al cabo excluyente, dimensión del concurso -el número mismo de obras presentadas- se añadía ahora la segunda y más exigente dimensión: la calidad altísima de las obras finalistas. No voy a mencionarlas, no porque las desestime, sino porque, por lo contrario, deseo exaltar su valor intrínseco y no establecer comparaciones con las dos novelas premiados. Muchas de las obras finalistas serán, de todas maneras, publicadas y el lector sabrá juzgarlas.

El verdadero dilema del jurado se presentó en la primera reunión que tuvimos en un salón del Hotel Palace de Madrid. Las votaciones sucesivas arrojaron una paridad de votos -tres contra tres- para dos de las novelas presentadas, Caracol Beach del escritor cubano radicado en México, Eliseo Alberto, y Margarita, está linda la mar, del autor nicaragüense Sergio Ramírez. El séptimo voto debería romper el empate. Nadie se atrevió a quebrar el equilibrio entre las dos novelas preferidas, pues resulta que Caracol Beach era también novela preferida de los partidarios de Margarita, está linda la mar, y la novela de Ramírez tan admirada por todos como la de Eliseo. Nos sentimos incapaces de escoger entre dos novelas de méritos parejos y a las que cada uno de nosotros llegó a querer, no como si las hubiésemos escrito, sino porque las leímos como si hubiesen sido escritas especialmente para mí -para ella, para él- para cada uno pero también para todos nosotros.

Nadie se atrevió a romper el empate, digo. Nadie, sin embargo, estuvo de acuerdo en dividir salomónicamente el premio previsto (175,000 dólares) entre Eliseo Alberto y Sergio Ramírez. La idea de un premio ex-aequo fue, así mismo, desechada. Estábamos frente a dos obras de pareja altura y excelencias indivisibles. Darle el premio a una sola de ellas nos hubiese impedido dormir tranquilos desde ese día al del otro juicio, el final.

-Yo soy un lector impenitente -dijo Rafael Azcona- y Margarita, está linda la mar, me ha mantenido en vela una noche entera, sin poderla soltar.

-¿Y Caracol Beach? -le preguntamos los demás.

-También -contestó Azcona-, también.

-¿Y Margarita, está linda la mar? -preguntó Tomás Eloy.

-Me dieron las seis de la mañana leyéndola -dijo Juan Cruz. Es una maravillosa novela.

-¿Y Caracol Beach? -inquirió Marcela Serrano.

-También -admitió Juan Cruz.

¿Qué íbamos a hacer los siete jurados? Llegamos a la conclusión unánime de que ambas obras merecían el primer premio, pero esto requería que los editores estuviesen de acuerdo con nuestras razones para dar, excepcionalmente, dos primeros premios, ni ex aequos, ni compartidos, ni primer lugar y finalista, sino eso, dos primeros premios dotados cada uno de la totalidad de la remuneración, dos veces $175,000 o sea $350,000.

Naturalmente, Alatriste y Cruz fueron los embajadores del jurado ante los editores. Nos explicamos claramente. Queríamos otorgar dos primeros premios. Pero entenderíamos las razones económicas de la editorial si esta insistía en limitarse (y limitarnos) a un solo premio. Haríamos de tripas corazón y procederíamos a una nueva ronda de votación. Ni modo. A vivir del insomnio o del Valium.

Esperamos con la paciencia bíblica de Job, pero con la angustia psicológicaÊde los condenados a la silla eléctrica, la decisión de Alfaguara. Cuando al fin, un miércoles a las tres de la tarde, recibimos la llamada de las alturas, Juan Cruz me pasó el teléfono para conocer la solución a nuestro dilema.

Escuché a Isabel Polanco. -Claro -respondí desanimado. Entiendo perfectamente. La editorial tiene razones propias. Se lo comunicaré a los demás miembros del jurado. Claro, claro. Lo comprendemos. Es un argumento editorial.

Me solacé mirando las caras de desolación que me escuchaban. Colgué el teléfono y grité: ``Muchachos, ganamos, descorchen el champaña y ¡Viva Isabel Polanco!''

Esa tarde pudimos, pues, anunciar el advenimiento al mundo de dos mellizos. Uno cubano, el otro nicaragüense, pero los dos caribeños, los dos escritores del Mediterráneo americano que se prolonga hasta las Antillas europeas, de Gibraltar al Bósforo: dos escritores, dos novelas, de las dos orillas.

Sergio Ramírez de Nicaragua y la América Central, esa ``esbelta cintura del dolor'', como la llamó Pablo Neruda.

Eliseo Alberto de Cuba, la isla caimán, la república que debe ``abrirle los brazos a todos y adelantar con todos'', como lo deseó José Martí.

Sergio Ramírez y Eliseo Alberto, ambos rebeldes, ambos hombres independientes, ambos latinoamericanos insatisfechos luchando por la verdadera libertad, por la democracia real, no un regreso a un pasado sombrío, sino el paso firme hacia un futuro mejor, sin odios, sin rencores, con los brazos abiertos y las mentes alertas: Nicaragua y Cuba.

De tal suerte que dimos nacimiento a gemelos.

Sergio Ramírez, en Margarita, está linda la mar, recuerda un evento del pasado, el regreso triunfal a su Nicaragua nativa de Rubén Dario, ``el Pontífice de las letras castellanas'', ``el cisne de la poesía latinoamericana'', el primer poeta de nuestra América que determinó el curso futuro de la poesía en la propia España.

Recibido como héroe en un país que tiene muchos poetas pero muchos más trabajadores iletrados, Darío es festejado, adulado, asaltado por la sociedad de su ciudad natal, León, donde firma autógrafos como un ídolo moderno de rock e inscribe un poema en el abanico de una niña de nueve años, Margarita de Bayle, descendiente nicaragüense del novelista francés Henry Beyle, ``Stendhal'':

Margarita, está linda la mar.

Cincuenta años después, esa misma niña, ya crecidita, acompaña a su hermana Salvadorita, la mujer del dictador Anastasio Somoza, a la misma ciudad de León. Pero esta vez, en vez de poemas, hay plomazos. Somoza es ultimado por un grupo de conspiradores cansados de la satrapía ejercida durante un cuarto de siglo por el hombre que asesinó a Sandino y se hizo del poder para él, su familia y sus secuaces.

El poeta y el tirano: las dos caras de la América Latina.

Se dice fácil. Pero Sergio Ramírez es un artista que jamás reniega de la humanidad de sus personajes, por magníficos o despreciables que estos sean.

Darío, el soberbio poeta, es también un soberbio borracho, desaliñado, cargado de deudas, que viaja en tercera clase en los barcos, compartiendo su cabina con extraños e intentando colarse a las recepciones de primera clase -como Leonardo di Caprio en Titanic. Darío se degrada a sí mismo apareciendo ebrio en las ceremonias públicas, hasta que su cerebro estalla. Extraído, examinado y expuesto, el cacumen del poeta es proclamado ``íntima vasija de las Musas'' y, por supuesto, el seso más grande de la historia. Sobra decir que el órgano cerebral de Darío acaba siendo disputado como una pelota de futbol por los celosos partidarios de la Musa y, al cabo, desaparece.

Somoza, el despreciable tiranuelo, es también un encantador Latin Lover que seduce a las mujeres con la misma facilidad con que asesina a los hombres; es un simpático bailarín de mambos y múcuras, un divertido relator de chistes y anécdotas, un astuto zorrillo que ha ascendido de limpiador de excusados, mediante la violencia y la intriga y el matrimonio con chica rica y el apoyo de la infantería de marina de los Estados Unidos. ¿No dijo de él el propio presidente estadunidense, Franklin Delano Roosevelt: ``Somoza es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta''? Recordemos, para atizar la farsa, que la recepción monárquica a Somoza en Washington en 1939 no fue sino el ensayo general para el recibimiento, semanas más tarde, del rey de Inglaterra, Jorge VI y la reina Isabel. Así es: un tirano latinoamericano sirve de antojito para el banquete de un monarca europeo.

El poeta y el tirano: asediado por damas que quieren que los poetas les firmen sus abanicos y los generales les bajen sus knickers; rodeado de conspiradores atarantados cuyas acciones son dignas de los hermanos Marx y que sólo tienen éxito debido al puro accidente cómico; cernidos, el poeta y el tirano, por asesinos a sueldo y guaruras inciertos acerca de quién protege o traiciona a quién; acechados por niñas empleadas en burdeles de los que los clientes regresan sin más aroma delator que el de la leche cuajada: un mundo de niños mendicantes nacidos en fábricas de cohetes y que al crecer quisieran hacer volar al mundo entero...

La novela de Sergio Ramírez es una mirada más, dolorosa y absurda, a la orfandad moderna de la América Latina: modernidad, ni mother ni dad.

Pero también nos hace comprender que el poeta está allí para reclamar el presente auténtico de Iberoamérica, el lugar de la memoria y del deseo que llamamos ``la literatura'', en tanto que el presente del Presidente es tan viejo como las páginas amarillentas del periódico de ayer.

Sergio Ramírez es novelista y es político. Como novelista siempre le va bien. Como político, a veces le va mal. Ojalá que le vaya muy mal en política para que siga escribiendo sus maravillosas novelas que este año le han ganado, también, el Premio al Mejor Libro Extranjero en París.

Felicidades, Sergio. Cualquiera puede ser presidente de Nicaragua. Pero sólo Sergio Ramírez puede escribir Margarita, está linda la mar.

``No hay dolor más grande que el dolor de ser vivo'', dice el gran poema de Rubén Darío, ``Lo fatal''. Podría servir de epígrafe a la otra novela premiada, Caracol Beach de Eliseo Alberto.

Si la novela de Sergio Ramírez narra un pasado incierto para hacerlo presente vivo, la de Eliseo Alberto narra un futuro probable para presentarlo como presente muerto. Acaso tenga razón Juan Cruz cuando escribe: ``Las novelas son historias que se cuentan para olvidar otras historias.'' Caracol Beach es una historia contada por un idiota, llena de rumor y de furia, pero significando algo.

Su protagonista, Beto Milanés, es un veterano enloquecido de las guerras cubanas en Angola que quiere olvidar el terrible pasado a cambio de un presente distinto. El problema es que sólo obtiene un futuro aún más terrible que el pasado del cual huye.

De un cementerio de automóviles en algún lugar de la Florida surge este aterrador ex-soldado, perseguido por la sombra de un tigre de la cual no puede sacudirse, a pesar de sí mismo, a menos que se la confiera -pues es la sombra de la muerte- el pasante fortuito, al encuentro azaroso. Beto Milanés emerge de la guerra y el dolor y el miedo al tigre que lo persigue, para chocar fatalmente con el BMW de los jóvenes príncipes del imperio global de la ostentación.

Caracol Beach ofrece la estructura clásica de la tragedia: Nos dice que jamás hay legalidad perfecta entre causa y efecto. Nadie tiene derecho de esperar las recompensas correspondientes a sus valores personales. Y los valores de cada cual pueden ser vencidos en cualquier instante por el destino -es decir, por la libertad disfrazada.

Pocas páginas tan terribles se han escrito en la novela latinoamericanaÊcomo estas de Caracol Beach. Una tragedia a ritmo de salsa, una oscura salmodia a la orilla del mar. Todo ello en un mundo no futurista, pero sí futurizable, de supermercados, supercarreteras y supermuzaks, negándose a sí mismo para no tener futuro y ser rápidamente sustituible por nuevas pasiones. Caracol Beach sucede en un mundo destinado a ser para siempre feliz sólo a condición de que cuanto posee no dure más allá de los famosos quince minutos que Andy Warhol le concedió a la celebridad de todos y cada uno de los ciudadanos de la utopía de mercado.

Sófocles con surfboard. Condorcet con Coca Cola. La Ilustración con luz neón. Nuevamente, la huérfana modernidad latinoamericana. Este es el mundo feliz destruido por las encarnaciones errantes de la locura, el azar, el remordimiento, la frustración revolucionaria, la tradición pulverizada, la voluntad de la muerte, el hambre suicida, la desventura inesperada.

El engranaje trágico urdido por el escritor cubano es perfecto.

Tejidas con la sangre y los nervios de la América Latina, las novelas de Sergio Ramírez y de Eliseo Alberto -las novelas gemelas de Alfaguara- comparten, por encima o por debajo del crimen, la locura y los usos y abusos del poder, una pasión inmensa por la dignidad de sus personajes, por la búsqueda interminable del amor, por el precio que pagan la necesidad al encontrarse con el azar y la fortuna al encarnar en la fatalidad.

¿Cuba y la Florida, Nicaragua y el Caribe? No, algo más, mucho más. El territorio de estas dos grandes novelas es el territorio de La Mancha, la tierra ficticia de Don Quijote. Hemos premiado a dos novelas en castellano, dos obras manchegas pero también manchadas, teñidas de mestizaje verbal y racial, novelas andariegas, migratorias, cuyas raíces profundas sólo se comprueban gracias a su desplazamiento dramático en busca de la piel, el tacto, el orgasmo, la identidad del Otro.

Y esta es la tercera dimensión del Premio mellizo de novela Alfaguara.