Las viudas de El Charco claman por justicia y apoyo para sus hijos

Maribel Gutiérrez
foto: Karina Tejada

Las viudas de la masacre de El Charco, Guerrero, están aprendiendo a hablar. Ocho mujeres mixtecas se vieron de repente obligadas a ser jefas de familia, con la nueva responsabilidad de mantener solas a sus hijos agregada a las de siempre, de trabajar en la casa y en el campo. Ahora también se dan a la tarea de exigir justicia.
En estos pueblos indígenas, la tradición indica que "por respeto a su esposo" una mujer casada no habla, no expresa sus sentimientos, no opina. Las mujeres mixtecas de esta región sólo platican con sus hijos y con las vecinas, ni siquiera con los hombres de la misma comunidad.
Catalina Leobardo Aurelia, de 24 años y madre de seis niños, vecina de Ocote Amarillo, con la ayuda de un traductor mixteco habla de la situación que vive después de que perdió a su esposo, Fernando Félix Guadalupe, de 25 años, uno de los once muertos en la masacre del 7 de junio de 1998.
Ahora tiene que estar al frente de la familia, y dice que su trabajo es cuatro veces más que antes.
Y con frecuencia baja a la cabecera municipal de Ayutla para pedir "que el gobierno pague por los muertos, porque el Ejército fue el culpable". El gobierno se niega a indemnizar, reparar el daño o ayudar a los deudos, con el argumento de que los muertos de El Charco cayeron en un enfrentamiento provocado por ellos mismos al atacar a las tropas que "repelieron la agresión".
Acompañada por su hijo mayor, Gilberto Nicasio, de 9 años, y en brazos el menor de sólo un mes, y por su suegra, Teófila Guadalupe Antonia, la joven viuda camina desde Ocote Amarillo a la cabecera municipal de Ayutla, más de cinco horas por veredas de la montaña, para pedir ayuda.
"No se ha resuelto nada. Necesitamos que nos ayuden con alimentos. Dijeron que nos iban a dar una despensa quincenal o semanal, pero desde junio sólo hemos recibido dos despensas -un kilo de harina de maíz, frijol, arroz, azúcar, un litro de aceite-, nos dijeron que nos iban a dar becas para los niños. Pero no nos han dado nada".
Habla con dificultad, pensando bien las palabras, pronunciando lentamente cada una, como con miedo a responder a las preguntas hechas por medio del traductor, Donaciano Morales.
Justifica su petición de ayuda: "Cuando vivía mi esposo él sabía en qué forma podía mantener a la familia, pero ahora sin él no sé qué vamos a hacer, cómo vamos a vivir sin él".
Habla de su esposo: "Se dedicaba a sembrar maíz, caña, frijol y jamaica, y tenía dos cabezas de ganado. Es lo único a que se dedicaba, porque a otra cosa no se dedicaba", dice, adelantándose a lo que cree que podrá ser la siguiente pregunta sobre la presencia de su esposo en la escuela de El Charco cuando ocurrió la masacre.
Explica: "Y ya después, cuando se realizó la reunión allí, él asistía pero nada más para escuchar, para orientarse, porque quería que su familia viviera mejor, y resulta que le fue peor".
Poco a poco va hablando de sus preocupaciones, su tristeza, su dolor y su miedo. Está preocupada porque ha descuidado a sus hijos; para darles de comer "al menos una tortilla con sal" tiene que salir a trabajar al campo y los deja solos. Está preocupada porque sus niños están desnutridos, "les falta alimento", y porque no tiene dinero para mandarlos a la escuela.
También siente mucha tristeza y dolor por la muerte de su esposo, lo extraña, se siente muy sola.
Y tiene miedo, porque sigue subiendo el Ejército, como cuando llegaron las tropas a rodear la escuela de El Charco la madrugada del 7 de junio de 1998 y dispararon contra los campesinos que se encontraban durmiendo en las aulas.


Cuatro jornadas
Catalina tiene que organizarse para sobrevivir. Cuando vivía su esposo él se iba de peón, y a ella le correspondía moler, preparar la comida, lavar la ropa, atender los niños, y si le sobraba tiempo ayudaba a su marido a cultivar su parcela.
Ahora trabaja cuatro veces más, y aun así piensa que no va a poder mantener a sus hijos. "La mujer trabaja, pero no es igual que el hombre", dice.
Con todo el miedo que siente, porque sigue subiendo el Ejército a los pueblos mixtecos, ella tiene que salir a trabajar como peona, por una paga de 15 o 20 pesos diarios.
En diciembre se hace la pisca de maíz y si bien le va, aparte del salario le regalan mazorcas para alimentar a sus hijos. Trabaja 8 horas, de las 7 de la mañana a las 3 o 4 de la tarde. Cuando tiene tiempo trabaja en la parcela de su esposo.
Cada día se levanta a las 3 de la mañana. Lava el nixtamal, lo muele en el metate y hace tortillas para dejarlas a sus hijos antes de las 7 de la mañana, y a esa hora se va a trabajar de peona.
De regreso pasa a cortar leña, la lleva a su casa, y lava los platos, la ropa, baña a los niños, los atiende, les da de comer.

Que se castigue a los culpables
Los suegros de Catalina quieren apoyarla, pero no pueden. Ellos también se quedaron sin sustento con la muerte de Fernando Félix Guadalupe.
Teófila Guadalupe Antonia, de 49 años, suegra de Catalina, llora por su hijo, y ve con tristeza el abandono de sus nietos y de su nuera.
La viuda y su suegra piden que se castigue a los culpables de la masacre. Para eso fueron a Ayutla el 29 de noviembre y buscaron apoyo de la Coordinadora Campesina de Organizaciones Sociales, que se formó a raíz de la masacre de El Charco.
Catalina dice que el culpable de la muerte de su esposo "es el gobierno, los militares", y piensa invitar a las otras viudas para que estén juntas para defender sus derechos.
La situación de las ocho viudas es igual. Piden apoyo para mantener a sus hijos, y el gobierno "se hace sordo". Ahora empiezan a hablar, dicen que la necesidad las obliga a ponerse al frente.
Margarita Joaquina Morales Castro, vecina de El Charco, se quedó sola con seis hijos. Su esposo, Mario Chávez García, de 33 años, también fue acribillado en la escuela de esa comunidad el 7 de junio.
Sólo habla mixteco, y por medio de una traductora dice que se siente triste, porque ya no tiene apoyo. Se siente adolorida porque su marido ya no está. Ahora atiende a sus seis hijos, y atiende la siembra de maíz que le dejó su esposo, hace el trabajo del campo y tiene que trabajar de peona para ganar dinero, porque ahora es más pobre.
Dice que ha aprendido a ser madre y padre. Temprano sale a trabajar de peona, se encarga del trabajo en la siembra que dejó su esposo, y atiende el trabajo de la casa. Pero con todo este esfuerzo, no puede mantener a sus hijos para que tengan una educación, y por eso ha ido a pedir ayuda a la presidencia municipal.
Recuerda que sufrió mucho desde el 7 de junio. Ese día abandonó su casa con sus niños, y dejó sus pollos y marranos. Como todos los habitantes de la comunidad, regresó cuando se retiraron las tropas. Su esposo no aparecía, fue a Ayutla a buscarlo, y cinco días después confirmó que era uno de los muertos.
El traductor explica que el día de la masacre los "guachos" entraron a la comunidad y ahí permanecieron, no dejaban que se acercara la gente, y hacían destrucción en las casas. "La gente tenía miedo de acercarse, veían a los guachos, ubicados en los montes, y ella, Margarita Joaquina, dice tenía miedo de acercarse a su casa, y todavía tiene miedo, porque el Ejército "llega con agresividad a la comunidad".
Se queja de la falta de ayuda, dice que varias veces ha ido a Ayutla, pierde tiempo, gasta dinero, deja a sus niños, su casa, su trabajo, y no le han dado nada.
Otras viudas han pedido ayuda por medio de los maestros bilingües. Pero a más de seis meses de la masacre de El Charco ni el gobierno municipal ni las organizaciones que se han dedicado a la defensa de las víctimas -como el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro, el Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Humanos de Acapulco, la Comisión de Derechos Humanos "La Voz de los sin Voz" de Coyuca de Benítez, el Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan- tienen un registro completo de ellas, y sus nombres no aparecen ni en el expediente penal de la investigación de los hechos del 7 de junio.