Cinco veces salió para el último final, ante 10 mil almas, en el Auditorio


Serrat en concierto: cómodo, desparpajado, bailarín y juguetón

Raquel Peguero n Y se echó "la del estribo". Lo hizo después de salir cinco veces a la sombra del foro que con su presencia se llenó de luz. Diez mil almas de pie, en ovación cerrada que después de haberse unido a su voz con la palabra de Machado, de Hernández, de él mismo, lo aprisionaron de manera cálida, insaciable, mejor que eso: con la complicidad amorosa que se afianza por la historia compartida. Joan Manuel Serrat cantó, bailó, platicó, bromeó, sedujo y se dejó seducir por esa comunidad nunca harta de su música.

Las Sombras de la China se expandieron hasta la capital el ozono y envolvieron a la concurrencia entre el sonido de las cuerdas, las percusiones, el aliento vigente de una palabra que arribó a estas tierras hace tres décadas, y que se renueva y crece y alimenta cada vez que aparece de nuevo. En esta ocasión lo hizo para enfatizar a través "de historias nuevas, nacidas entre luces y sombras, como casi todo en la vida", que la "vida es sombras y, las sombras, vida son".

Noche del mejor Serrat, que es decir el Serrat de siempre, en su primer concierto, de tres, en el Auditorio Nacional. Noche en que en dos horas y media agradeció el "trato cómplice" de su público, pero no quiso causarle "empacho de novedades", por lo que desgranó, "con nombre y apellido", las historias cantadas de todos conocidos: la tremenda de Benito, la amorosa de Lucía, la siempre añorada de Penélope, su himno Mediterráneo.

Con la sobriedad de una puesta en escena cobijada con las sombras dibujadas al fondo del escenario, por los cuerpos bailarines de La Cónica Lacónica ---Alba Zapater y Mercé Gost, además del mimo Andreu Bresca-- Serrat dio paso a los Buenos tiempos, a "los tiempos fabulosos para sacar tajada (...) para los mismos de siempre", como dice una nueva canción. Entretejió sin pausa ni prisa sus temas recién forjados, introduciendo algunos con pequeñas historias aledañas --como la de aquella Secreta mujer-- con aquellas que han cimentado su carrera a lo largo de este tiempo.

Para hacerlo, se preparó para hablar del insomnio: "no es una enfermedad, es desagradable, jodido, un síntoma como la fiebre, el dolor o las catarritas. Lo provocan tantas cosas, no todas juntas", pero a él llegó desde que "esa mujer se me atravesó entre los párpados"; pero lo mismo recordó que ya no somos los mismos, "aunque escuchemos Una vieja canción", y envalentonó a las fans aventadas que desde las alturas y las bajuras se deshacían en silbidos y piropos a su guapura, endulzando el oído con la certeza de que "te quiero más que a nadie, más que a nada(...) y no hay nada que hacer".

Noche en que se tomó su tiempo de hablar de esa Princesa, que saldrá del cochambre por la magia de la televisión; o de esa nena de la que le gusta su ombligo menudo y chato, su talle de maniquí, el lunar de su omoplato, de esa a quien sin rabia le declara: Me gusta todo de ti (pero tú no) y que luego hizo estallar otra dulce y hermosa novedad, Donde quiera que estés.

Noche transcurrida entre luces azules y estrellas amarillas, entre ventanas llorosas de lluvia, y vestidas de espigas soportando al viento, en una videoescenografía, diseñada por Eli Pons y Laura Serrat. Noche de Bienaventurados, de cuentos divertidos, pero no retros, como la moda de hoy, de esos Cantares que el tiempo no ha envejecido, ni envejecerán... ni envejecerían, y puso locos a los espectadores desde el primer compás, un compás grabado en la memoria detonador de otras memorias y sueños compartidos. Noche de cantos sacados de En tránsito y Utopía, de los que llevan a Cada loco con su tema, de toda esa serie de discos que forman una larga lista de recuentos vividos en este mundo.

Noche de un Serrat más cómodo en la escena, bailarín y juguetón, desparpajado con el oficio y el gusto de haber vivido 54 años a plenitud y con gozo. Noche en que, por momentos, la música de sus músicos se trepó sobre su voz apagando las palabras que no se escaparon por ser reconocibles, y saltaron en un coro ensayado enCiDísticamente a través de los años y la repetición de la moviola, por el puro gusto, el gusto enorme de cantar con él, mientras el cantor alejaba el micrófono y paraba la oreja para escucharlo, seguirlo, gozarlo y, al final, fundirse con él.

Noche en que el homenaje/presentación de sus compañeros de aventura escénica se hizo jazzeado, en medio de un cuento tradicional: No hago otra cosa que pensar en ti , que cedió el espacio a la guitarra de Jordi Nonell, la flauta de Tito Duarte, el contrabajo de Víctor Merlo, la batería de Roger Blavia y el teclado y dirección musical de Josep Más Kitflus.

Noche en que una canción del siglo XVIII, "no es mía", bromeó, abrió la lista de ancores de una noche que nadie quería que terminara. La canción del ladrón es su título "y no tiene nada que ver con lo que les recuerde en la realidad", dijo antes de soltar el único canto en catalán --no podía faltar-- que regaló en su estreno. Quiso cerrar con La fiesta, pero la terquedad del aplauso lo regresó guitarra en mano para ofrendar Esas pequeñas cosas, que no fueron suficientes para calmar el ansia de los palmoteos ni de las peticiones, no concedidas.

Noche de música que parecía cerrarse con La saeta siempre golpeadora y que se extendió hasta Para la libertad, allegando la esperada voz de Miguel Hernández. La luz encendida del recinto no sacó a nadie de sus sillas. Un Serrat sonriente, abrazador, mostrando con mímica el cansancio y el sueño, concedió echarse "la del estribo", Esos locos bajitos, y cumplió: la noche de adentro del Auditorio concluyó ahí.