León Bendesky
Hágase la luz

Otra vez propone el gobierno una iniciativa muy relevante de privatización, en este caso de la industria eléctrica. Mala fortuna tuvo antes esta administración con el sector de la petroquímica, y le ha tocado también cargar con los elevados costos económicos, financieros y políticos de los fracasos de la privatización de los bancos y de las concesiones carreteras. Esto es consecuencia de la manera en que se ha realizado la reforma económica desde 1982 y de la cual los actuales responsables del gobierno son personajes destacados.

Este ya largo proceso ha generado en el país una serie de debates que en ocasiones parecen falsos. Dicha reforma se ha conducido en el marco de un fuerte autoritarismo político y, sobre todo, con una enorme ineficiencia técnica, terreno en el cual se suponía que había una inmejorable calificación de los funcionarios públicos. Su eficacia social tampoco ha sido digna de reconocimiento, puesto que ha habido favoritismos y no ha logrado acercarse de modo convincente, y no sólo retórico, a su objetivo declarado de fortalecer las condiciones del crecimiento productivo y, sobre todo, del desarrollo económico.

El asunto central no es tener un Estado más grande o que produzca todo. ¡Cómo será la Historia que ahora se pide más Estado y no lo quieren dar! Y no se puede caer en la defensa irrestricta del Estado ante cada hecho que requiere de cambios en la forma de gestión de la economía. Es tan predecible la forma de reacción de los diversos grupos políticos y sociales en el país ante iniciativas como la actual de la privatización de la energía eléctrica, que pierden capacidad de respuesta y hasta legitimidad social. Este es como un pleito en el que el gobierno sabe cómo provocar y está seguro de lograrlo.

Pero el mismo gobierno es presa de sus acciones, padece cada vez más de una debilidad interna en los proyectos que ofrece, y ello por la mala experiencia sobre la cual puede apoyarse. El principal argumento para ampliar la apertura a la inversión privada en la industria eléctrica y llegar luego a la privatización es la falta de recursos ante la creciente demanda. Las cifras son muy elocuentes, desde 1990 ha ido cayendo la inversión en el sector eléctrico y se aduce que no alcanzan los recursos públicos. Ahí es donde las cosas deben ser vistas con perspectiva, pues en ese periodo se ha padecido una pésima gestión macroeconómica, ha aumentado sensiblemente el saldo y el servicio de la deuda pública y se ha tenido que salvar al sistema bancario con una asignación millonaria de recursos. El propio Estado es el que ha debilitado su capacidad de gestión de los servicios públicos y la infraestructura y ello se convierte en un sustento muy débil de la política de privatización.

La propuesta de reforma a la Constitución está centrada en esa falta de recursos y ello pone el tema de la privatización contra las cuerdas, como suele hacerlo el gobierno para justificar las políticas de reforma. La modernización del país no sólo ha quedado trunca sino que a cada paso muestra sus limitaciones, y en el fondo del asunto está la fragilidad de las finanzas públicas cuya gestión ha fracturado la capacidad estatal de administrar la economía y proteger su infraestructura. Este asunto se desprende de la misma iniciativa presidencial que indica el nivel de deterioro casi crítico del sistema hidráulico nacional.

Pero todo esto no debe hacer perder la atención sobre la necesidad real de transformar la industria eléctrica. Y para ello será necesario colocar las exigencias de una mayor inversión, capacidad de generación y eficiencia en la distribución de este tipo de energía, en el mismo plano de las condiciones políticas para que este país realmente pueda avanzar en la satisfacción de las crecientes y rezagadas necesidades de su población. Es ahí donde entra el principal compromiso hecho por el gobierno de Ernesto Zedillo y donde se ha incumplido, y este asunto es la creación de un sólido y creíble Estado de derecho. La inexistencia de esta condición esencial para la vida civilizada es la que expone a los extremos y a una posible parálisis un programa necesario de reforma en sectores como la electricidad. Sin instituciones fuertes, sin reglas que puedan aplicarse y que no sean motivo de desconfianza y sin fuerzas contrarrestantes entre los poderes que hagan claros los límites de su ejercicio, que definan el marco de las responsabilidades que se adoptan y las formas de rendir cuentas claras que eliminen la impunidad, toda propuesta gubernamental será fuente de enfrentamiento y será menor la capacidad de administrar la economía. Al final de todo el asunto se necesita luz en las lámparas, las máquinas y también en las cabezas.