José Cueli
La hombredad de Enrique Ponce

Enrique Ponce, con una premura que no excluía la serenidad; una impaciencia que no dañaba el equilibrio de su toreo, se recogía en la intimidad de su propio yo. Tenía en el rostro y en la sangre la torería conquistadora, que como un don ancestral de belleza le otorgó su cuna valenciana de Chiva. En las pupilas se le observaba la trágica resignación de los toreros que después de los grandes triunfos, agoniza tarde a tarde en las corridas de toros.

Una obra maestra de bien torear fue su faena al segundo toro y era un doloroso poema. Sonreía con una sonrisa que era un odio melancólico a la vida y su mirada tenía el fulgor obsidiánico en lo alto del rostro. El toreo de Enrique Ponce fue plenaria de apasionado dinamismo emocional, sereno, eurítmico. No contorsionaba la línea en efectismos fáciles. No tenía poses, sugería. No vocicleaba su poder expresivo, lo ofrecía con reposo tranquilo y permanente. A un grupo de reventadores que se dedicaron a insultarlo cobardemente durante toda la tarde, al igual que le ha sucedido a todos los grandes del toreo. La respuesta fue poca pose y mucho fundamento. Así, sus tres faenas de una pureza inmaculada, de una ponderación máxima, de un equilibrio armónico y sosegado. De todos modos no fueron suficiente para los reventadores a los que se unieron algunos exigentes, aunque su actuación haya sido pretexto para que lo reventaran, convirtiéndose en un torero levantapasiones resueltas con hombredad. El sabía desde el inicio de esta difícil artesanía, que, es el lidear reses bravas con belleza, saca a algunos de sus casillas.

Su faena al segundo novillón fue de una poesía torera inenarrable -con mucho la mejor de la temporada- redondos interminables llevando muy toreado al torillo que nos recordaba el toreo de siempre y expresaba exacto y elocuente diversas psicologías de un españolismo indudable. En el que se mezclaban un misticismo rebelde e ingenuo; dolor y sombras en el gesto de la sonrisa; acento austero, sombrío y enérgico; y una sensualidad lúgubremente vivida.

Este toreo en redondos y luego por pases naturales rematados con el de pecho, expresaban el modelado de su ser y acusaban el arte y el temperamento de este Enrique Ponce; al que la plaza absorbió con todo y detractores, al dibujar ocho o diez pases interminables en los que el novillo de Vicky de la Mora -como todos mansos y descastados- recorría el camino que le marcaba la muleta dominadora del valenciano, estética pura.

Enrique Ponce dividió su actuación -tan breve y tan fecunda- en tres tiempos: primero, habló con la muerte; la segunda con los aficionados y reventadores, y tercero en un diálogo consigo mismo, al último de la corrida al que resucitó e hizo caminar. Interrogó al pasado en el toreo mediterráneo, luego siguieron sus manos ritmos clásicos y pretéritos cánones. Después afrontó la realidad del coso y terminó fijando en el ruedo, su gesto áspero por los insultos que daban paso a un toreo plácido y melancólico.

En resumen, a Enrique Ponce se le encuentran ya todos los defectos, pero de que torea; torea, y torea con un arte espléndido que pese a todos los pesares, voltea la plaza de cabeza como no la voltea ninguno y lleva la supremacía mundial del toreo ¡hasta luego torero!