Francisco Pineda
Zapata invisible

Una de las cimas de la revolución mexicana es el fin de las haciendas azucareras. La zafra de 1912-13 fue la última que se hizo bajo el régimen agrario que implantara Hernán Cortés, precisamente en Morelos. Inscrito en la historia de larga duración, ese acontecimiento rompe con las ideas dominantes, en especial, con aquella que ha sostenido que la lucha encabezada por Emiliano Zapata fue una ``guerrilla defensiva'' (una noción que en sí misma es absurda).

Cuando vinieron las lluvias de 1912, contra lo que se afirma con frecuencia, Emiliano Zapata lanzó la ofensiva. A sólo ocho meses de proclamado el Plan de Ayala, el objetivo que se propuso fue tomar la capital de la República.

En agosto de ese año, Zapata le escribió a Genovevo de la O: ``En el acto que reciba Ud. la presente carta comuníquese con los jefes Francisco Pacheco, Jesús Capistrán, Francisco Mendoza y Simón Beltrán (quien operaba en el estado de Guanajuato), a efecto de que desde luego Ud. reúna a toda la gente del Estado de México, y a las del rumbo de la frontera de Morelos que linda con el Estado de México, hasta los pueblos de Tetela del Volcán y Huichapam; y con todas estas fuerzas reunidas y de acuerdo con los demás jefes del estado amaguen a la Ciudad de México el día 15 de Septiembre próximo, pero procurando que todo esto se haga puntualmente el día referido y sin excusas ni dificultades ningunas''.

Hacía meses que esa idea había pasado del entrecejo al centro de sus actividades. Con ese propósito, buscó obtener pertrechos de guerra, incluso por vía marítima en la barra de Tecuanapa, Guerrero. ``El golpe a la Ciudad de México -escribió Zapata- debe darse precisamente a las once de la noche del día 15 de Septiembre, hora en que los ánimos del pueblo están exaltados y pudiera suceder que el pueblo en masa hiciera causa común con las tropas de la revolución, para así darle término a la dictadura de Madero''. Sin rastro del ``espíritu defensivo'' que la interpretación pseudocientífica transfiere a los campesinos, el General en Jefe se conducía dentro de las tendencias fundamentales que eran, en esa coyuntura, el declive del gobierno maderista y la polaridad entre la revolución y la contrarrevolución.

Unos días antes de expedir la orden de movilización sobre la ciudad de México se había preocupado, en especial, de los asuntos orgánicos del Ejército Libertador. Su atención estuvo centrada en garantizar las líneas de mando y evitar los conflictos internos. También buscó que Genovevo de la O, el jefe al mando de la línea frontal, aumentara sus capacidades. ``Con su enviado remito a Ud. dos libros que tratan de maniobras militares, para que en momentos hábiles los lea y tome de los mismos las ideas que crea prudentes y las ponga en práctica en su tropa. Vale''. Emiliano Zapata no monopolizó el mando, pero tampoco lo dejó a la deriva para que cada quien actuara según su modo.

Al mismo tiempo que alineó la fuerza propia para la ofensiva, se ocupó de tomar medidas para deteriorar las capacidades de su adversario. Un recurso de probada eficacia fue el ataque a las líneas de comunicación. El 25 de agosto, el Cuartel General expidió la circular 250 ordenando a las tropas rebeldes interrumpir totalmente el tráfico de trenes hacia la ciudad de México.

Además, el plan contemplaba que una parte de las tropas revolucionarias debía infiltrarse en la ciudad de México. En las colonias de Santa Julia y La Bolsa empezaron a albergarse las tropas zapatistas enviadas a la capital. Desde allí, el día preciso, los rebeldes tenían que movilizarse al Zócalo, mezclados con la multitud, y a las once de la noche iniciar el ataque, abriendo fuego sobre el Palacio Nacional, en una acción combinada con fuerzas que llegarían de fuera. A grandes rasgos, así dispuso Emiliano Zapata las fuerzas de su mando. Lo que vino después no estaba contemplado por nadie. De otro modo, la guerra se llamaría mecánica.

La estrategia no era nueva; en 1692 fue aplicada por los mexicas cuando destruyeron la mitad de la Casa del Señor de Vasallos, actualmente llamada Palacio Nacional. Exactamente catorce meses después que Zapata, pero a mil 800 kilómetros del centro del poder, una variante de la misma estrategia fue aplicada por Pancho Villa en la toma de Ciudad Juárez que le dio fama mundial.

La infiltración a la ciudad de México, estimada en más de 600 zapatistas, fue detectada por la policía a fines de agosto. Medio centenar de insurgentes fueron apresados en la capital. Los principales jefes de las acciones urbanas y suburbanas fueron detenidos cerca de la Villa de Guadalupe y fusilados en Chalco. Tales acontecimientos ocuparon las primeras planas de los diarios, pero es como si hubieran sido invisibles.

Un periódico de la capital informó con extraordinario detalle, al grado que podemos saber que el principal jefe fusilado calzaba zapatos de charol color amarillo, y que en los interrogatorios intervino Antonio Villavicencio, conocido sabueso y torturador del porfirismo, para entonces encargado de ``servicios confidenciales'' en la policía capitalina del maderismo. En el panteón de Chalco, cuando se oyó la orden implacable destinada a encaminar el fin -``¡Preparen... armas!''-, el general Antonio de la Serna exclamó: ``Muero, pero muero como los valientes, gritando ¡viva Zapata!''. Al mismo tiempo, el coronel rebelde José González, quitándose el sombrero lo lanzó a la multitud. A los soldados gritó: ``¡Ora!'', y no esquivó la mirada cuando tronó la descarga que rompió el viento y los pechos.

A raíz de estos acontecimientos, el Cuartel General de la Revolución del Sur tuvo que cambiar sus planes, pero no abandonó su línea ofensiva. En los meses que siguieron, fueron atacadas sistemáticamente las plantaciones azucareras, la ciudad de Cuernavaca, los ferrocarriles, las líneas eléctricas de la capital y de Toluca. En los últimos tres meses del gobierno de Madero, los zapatistas realizaron en promedio, por lo menos un ataque a las haciendas cada 60 horas. Nunca más, después de esa ofensiva, en Morelos se volvió a sembrar la caña de azúcar con el régimen colonial de las haciendas.

Uno de los principales operadores del maderismo, Alfredo Robles Domínguez, había advertido ya acerca del peligro que encerraba la lucha de Zapata. Temía que, cuatro siglos después de la gran usurpación, el proceso insurreccional desembocara en ``la sublevación de la gran masa indígena'' y asumiera ``el carácter de una reconquista reivindicativa''.

La descolonización fue el gran miedo que los hombres de azúcar tuvieron a los hombres de maíz; la razón por la cual el poder -ya sea en manos de Francisco I. Madero, de Victoriano Huerta o de Venustiano Carranza- asumiera la estrategia de la guerra de exterminio y el discurso racista para combatir al zapatismo.

También por eso, el Ejército Libertador y su General en Jefe, como tales, se han vuelto invisibles.

Para la historiagrafía dominante, el ejército zapatista nunca existió, sólo fue una liga de bandas armadas a la defensiva. Pero, en contra de lo que se ha considerado empecinadamente como definitivus (``que es como debe ser y ya no está sujeto a cambios''), existen evidencias documentales para recuperar la memoria usurpada de esa revolución.