La Jornada Semanal, 25 de abril de 1999



R.H. Moreno-Durán

Nabokov: pasiones contundentes

A cien años de su nacimiento, el autor de Lolita es recordado por Moreno-Durán a partir de su colección de nínfulas. Aquí, la pasión compartida de ambos escritores se desdobla en el paseo amoroso que va de Lolita (cuyo placer comienza por ser palatal) hasta Ada (Ardelia, Ardis, Ardor), sin olvidar a las hijas del juez Goldsworth ni a las perversas muchachitas en flor que aparecen -solas o en ramillete- sembradas con malicia en toda la obra de Nabokov, uno de los más grandes autores que ha dado la literatura en lengua inglesa

Como si tratara de elaborar una nomenclatura del más clásico rigor entomológico, Vladimir Nabokov determina en su escritura géneros, fija variedades, clasifica filiaciones, vivisecciona especies y analiza la morfología y hábitos de unos bichos que no son otros que ciertas deliciosas muchachas en pleno tránsito hacia la pubertad. No es por ello casual que la primera hembra conocida de la variedad Lycaeides sublivens Nabokov caiga en la red del escritor -transmutado en lepidopterólogo- en un punto indeterminado de su vasta geografía narrativa. Ya en el capítulo quinto de la primera parte de Lolita, Nabokov consigna su profesión de fe al respecto: ``Entre los límites temporales de los nueve y catorce años surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana sino de ninfas (o sea demoníaca); propongo llamar nínfulas a estas criaturas escogidas.'' ¿Nínfulas o nymphettes? Como en el nombre de su protagonista, el placer está en un juego de lengua que va de los labios al paladar. Se impone aquí distinguir dos clases de muchachas que caen en la definición de Nabokov: a) la bobby-soxer, es decir, la niña hasta los trece años, y b) la teenager, que va de los trece a los diecinueve años. Lolita (y la mayor parte de las nínfulas nabokonianas) es una bobby-soxer, apelativo que viene de bobby-sox, o sea, media tobillera.

También es preciso agregar que, para una mejor comprensión de la idiosincrasia y comportamiento de las nínfulas en el plano de su hábitat afectivo, se requiere la presencia de un partenaire que adopta, bien la forma de un ninfulómano, esto es, un individuo adulto, a veces viejo y al borde de la satiriasis, o bien la forma del faunúnculo, amante que tiene la misma edad de la inquieta doncella, aunque a menudo la nínfula se regodea con los dos al mismo tiempo o en jornadas alternas y escalonadas. En este orden de comportamiento, las dos nínfulas arquetípicas de Nabokov, Dolores Haze (Lolita) y Adelaida Veen (Ada, o el ardor), dan reiteradas pruebas de su capacidad de alterne, y ambas, como la Justine de Sade, se desembarazan de su virginidad a los doce años de edad, y no propiamente a manos de algún viejo lascivo, sino merced al insospechado arrojo de un par de faunúnculos. Lolita, que con otra colega suya, Bárbara, y su amigo Charlie, de trece años, se dedican religiosamente a recrear las variantes de un envidiable ménage ˆ trois, se deja desflorar por el muchacho para seducir luego con ostensible destreza al tímido Humbert Humbert, su padrastro. Por su parte, Ada, que a los once años ya ha devorado con fruición los tres volúmenes de La historia de la prostitución, así como las obras más picantes de los libertinos del siglo XVIII y los sexólogos alemanes, fornica gozosamente con su primo Van (que en realidad es su hermano) y poco después se entrega a Percy de Prey y al schubertiano Herr Rock, su profesor de música. Al común denominador del incesto cabe añadir también la simetría del amor en grupo, pues, como Lolita, Ada promueve una agitadísimo triángulo sexual en el que participan ella, Van y su hermana menor, la ``pequeña depravada'' Lucette, que estaba criminalmente enamorada de Van. Son unas relaciones intensas, amparadas por la falsa certeza del juego entre primos, lo cual no impide que, conscientemente, transgredan la admonición implícita en la sentencia que reza: cousinage, dangereux voisinage, y en la que fácilmente se advierten ecos de Choderlos de Laclos, miembro ilustre de su precoz bibliografía erótica.

Otra afinidad, quizá la más significativa y determinante en las relaciones de estas niñas-hembras con sus compañeros adultos, es la sagaz capacidad que tienen para cubrir con un aura de ambigüedad la verdadera situación de sus intereses afectivos: mientras Humbert Humbert cree ser el depositario exclusivo de los sentimientos y dádivas sexuales de Lolita, ésta se las ingenia para entenderse a sus espaldas con Clare Quilty, proxeneta y libertino que consigue hacerse con el dominio de la muchacha alejándola del control del confiado amante e integrándola a su Troupe prostibularia. Adelaida (si el placer de Lolita comienza por ser palatal, el de Ada es nominal: Ardelia: Ardis: Ardor, y nosotros agregamos: Ardid) también goza de esta extraña facultad, y ya hemos señalado cómo logra distraer la atención del fogoso Van mientras se refocila entre los edredones con De Prey y Herr Rock en unas agitadas relaciones que, una vez descubiertas, precipitan la primera ruptura entre ella y su fornicador oficial. Humbert Humbert y Van Veen -no sólo amantes desplazados sino también redactores del testimonio escrito de sus desventuras con las nínfulas- pierden la pista de sus ``pequeñas rameras'' y, como muchos otros personajes de Nabokov colocados en la misma situación, se refugian en la literatura, campo en el que las añoradas y espléndidas compañeras de sus acoplamientos devienen, con el tiempo y la distancia, Musas.

Lolita y Ada, más allá de una simple precocidad sexual, se erigen en exponentes de una madurez de espíritu fuera de lo común, mezcla de femme fatale y Belle dame sans merci, inteligentes y arteras pero, sobre todo, dotadas de una disponibilidad lúbrica ciertamente excepcional que se ve incrementada con una fascinante vulgaridad. No es esencial que la nínfula cifre su atractivo sólo en la belleza, ya que son otras ``virtudes'' las que tipifican la identidad de esta criatura más bien impúdica y audaz, aureolada por la gracia letal y ese ``evasivo, cambiante, trastornador e insidioso encanto'' que las diferencia de otras muchachitas de la misma edad, por lo general cursis y desabridas, tímidas e ingenuas y, por si fuera poco, aquejadas de acné. Por otra parte, no todo individuo, por el simple hecho de ser adulto y un poco pervertido, es capaz de detectar a las nínfulas y acceder al tórrido y caprichoso círculo de voluptuosidad que las caracteriza, ya que se requiere una mínima afinidad rayana en la locura feliz y cierto grado de perspicacia capaz de diferenciar a estas hembritas ``abominablemente depravadas'' de los otros especímenes de su misma edad, esas niñas simples y ``esencialmente humanas''.

El tema y sus variaciones

Con personajes como Lolita y Ada, Nabokov recupera para la literatura dos aspectos realmente sugerentes: la malicia -en el más estricto sentido de la acepción-, esa gozosa perversidad de seres habitualmente tratados como idiotas, de una parte, y, de otra, la entronización de la amoralidad plena como instancia última del quehacer ficticio, a menudo impregnado de toda clase de mensajes, ismos e ideologías perniciosas. De todas formas, a tenor de lo que ocurre en las dos obras citadas, son múltiples los casos que en la vasta producción de Nabokov se dan en lo que respecta a la relación entre el ninfulómano y la muchachita púber o impúber, sujeto mayor de la encendida ceremonia.

Así, Van Veen, al margen de sus ``asuntos'' con sus primas, tiene oportunidad de sofaldar a varias nínfulas en el Club de Eric -extraño y selecto burdel que tiene como norma rechazar a las chicas ``intactas'' y a las madres, por más jóvenes que éstas sean- y en su propia garconniere. Sin embargo, es su padre, el terrible Demon Veen, quien manifiesta un gusto casi patológico por las niñas, pues no contento con embarazar a sus primas, las hermanas Acqua y Marina, y preparar por esta vía el incesto que convertirá a su hijo en un insigne e insaciable débauché, en el clímax de sus sesenta años y tras haber recorrido todas las gamas del espectro sexual, se vuelca sobre las muchachas españolas, en general, y sobre una insoportable pero eficiente nínfula de diez años, en particular, que no sólo lo satisface a plenitud sino que casi lo pone a desvariar.

En Lolita las menciones en este sentido se multiplican al punto que se postula un marco de referencias que delatan el afán del ``villano'' por justificar su ninfulomanía. Al comienzo de la novela, el protagonista confiesa que un prolegómeno de Lolita es Annabel Leigh, una chiquilla a quien conoció en una playa muchos años atrás y que algunos críticos quieren identificar con Colette, esa niña que Nabokov amó en una playa de Biarritz y a quien no sólo evoca en su autobiografía (¡Habla, memoria!, cap. VII) sino que también ocupa lugar de honor en ``Primer amor'', uno de sus Trece cuentos rusos. So pena de caer bajo el poco amable calificativo de ``monomaníacos del interés humano'', con el que Nabokov honra a los cazadores de Lolitas, creemos que, independientemente de que Colette sea o no el ``germen'' de una estirpe de nínfulas, es Annabel Leigh el punto nuclear de tan curiosa fauna, pues no es difícil encontrar bajo ese nombre el anagrama de Annabel Lee, la nínfula entrañable de Edgar Allan Poe, variante poética de Eleonora, la niña-mujer del relato homónimo. En reiteradas ocasiones, Humbert Humbert acude al poema de Poe asociando a Annabel con Lolita, tal como lo constata expresamente en el juego de palabras a que somete los dos nombres: Dolores Lee (cap. III, parte segunda).

El abanico de nínfulas, sin embargo, va mucho más allá de las dos obras mencionadas, y así se puede constatar, por ejemplo, en La verdadera vida de Sebastian Knight en un par de casos, uno de ellos ancilar: las relaciones que Percival Q, maduro viajante de comercio, mantiene con la pequeña Anne, la niña que ayuda a un prestidigitador (cap. X), y otro, fundamental para la comprensión plena del relato: la circunstancia de que Ninka (Nina Toorevetz, alias Madame Lecerf), niña excepcional, fuera en sus más tempranos años amante de un hombre bastante mayor y además casado (cap. XVI). En Risa en la oscuridad, el sexagenario Albinus inicia sus desgracias al dejarse cautivar por un irresistible cartel cinematográfico que representa a un hombre contemplando una ventana en la que se ve a una niña en camisa de dormir: una vez en la sala de proyección, se enreda con Margot Peters, la muchacha que trastocará su vida. A los trece años de edad, Margot ya era asediada por los hombres y ella, como si participara en un extraño rito, se pinta los labios y los pezones con rouge. Tras la muerte de Irma, la hija de Albinus, Margot le pide un hijo y él le contesta que, en ella, tiene ya una ``niña'', y se vuelca sobre la muchacha mimándola con las palabras que le aplicaba a su hija de ocho años (cap. XXII). En Pálido fuego, las hijas del juez Goldsworth constituyen una auténtica antología de nínfulas: Alpina (nueve años), Betty (diez años) y, sobre todo, Cándida (doce años) y Dee (catorce años), con quienes fornica Bob, un desaprensivo amigo del doctor Kinbote, ese ``pomposo misógino con acento alemán''. El propio poeta, el viejo John Shade, es acusado de practicar el ``lolismo'' con una alumna, una rubia impresionante con aire de vampiresa (Canto III, verso 579), acusación poco consistente, aunque cien versos más adelante se hace una mención expresa a Lolita, a propósito de la cual dice el exégeta: ``El género femenino es sugerido tanto por el sexo de las furias y las viejas harpías, como por una aplicación profesional general. Así, cualquier máquina es femenina para su usuario afectuoso y todo fuego (aunque sea ``pálido'') es femenino para... los bomberos.'' (Canto III, verso 679.)

Nínfulas también se detectan en las novelas Invitación a una decapitación (Emmi, de doce años, se lanza erótica y afectivamente sobre un hombre mucho mayor que ella) y en Barra siniestra (la pequeña Mariette no oculta su entusiasmo ante los ``animales machos'' de edad adulta). Y, para no pecar de exhaustividad, cabe registrar por último el incidente que el propio Nabokov recoge en el capítulo octavo de ¡Habla, memoria!, cuando narra cómo en una de sus veladas de San Petersburgo una de sus primas, inquieta y hermosa nínfula de once años, no dejaba de ``clavarle en un costado el fino hueso de su cadera''. No obstante los límites de edad de la bobby-soxer, hay un amplio bloque de novelas y cuentos en los que Nabokov centra su interés en muchachas y mujeres más adultas, como sucede con la protagonista de Mashenka y Sonia Zilanov, de Tiempos románticos.

Un impulso casi general intenta elevar a rango de nínfula a algunas niñas más o menos excepcionales sin detenerse a considerar las características de su comportamiento y la reciprocidad de afecto con su partenaire, que es donde en realidad radica la diferencia. Por ejemplo, a menudo se comparan las niñas de Nabokov con las de Carroll sin tener en cuenta que nada hay más opuesto que la malicia innata de las muchachitas de uno frente a la candidez, inocencia y pasividad de las chicas del otro. La reciprocidad falla, ya que es en la actitud de Carroll hacia sus niñas donde la similitud con la satiriasis de los viejos de Nabokov merece cierto crédito, pues lo cierto es que, a diferencia de la fogosidad de las nínfulas del ruso, a las niñas victorianas les importa un bledo la sospechosa deferencia del reverendo. De esas criaturas a las que Carroll honró con su pederastia y ninfolepsia, Nabokov dice que, al contrario de las suyas, se trata de ``pequeñas nínfulas tristes y flacuchas, arrastradas por el suelo y medio desvestidas, o más bien semidespojadas de colgaduras, como si participaran en un juego de adivinanzas polvoriento y terrible'', tal como lo expresa en Opiniones contundentes. Nabokov -autor, por cierto, de una celebradísima traducción de Alicia en el país de las maravillas al ruso- se refiere sin duda a la manía de Carroll de fotografiar young ladies al natural, como pordioseras, aunque nada dice de las fotografías de Alice Liddell ``como joven esposa'' y, menos aún, sobre la larga serie de retratos que, en pose íntegramente desnuda, tomó a niñas de diez a doce años. En lo que sí están de acuerdo los dos escritores es sobre la edad de sus amadas: Carroll-Dodgson, en el poema que abre A través del espejo dice: ``Aunque el tiempo es veloz y una del otro/estemos separados la mitad de la vida.'' Entre el inglés y su niña hay una diferencia de veinte años y él no puede ocultar su contrariedad al advertir el rápido crecimiento que, por razones de la pubertad, se apodera de la niña, preocupación que también llena de amargura a Humbert Humbert, quien, cuando Lolita cumple sus catorce años, se refiere a ella como a ``una querida que envejece''.