Érase una vez un país llamado Yugoslavia

Carlos Aquiles Guimarães

Érase una vez un país llamado Yugoslavia...'' Así se contará la historia a las futuras generaciones si esta guerra no declarada de la OTAN contra Belgrado se extiende por unos días más. Pero antes, se dirá: ``érase una vez un pueblo sometido y rebelde al que se conocía como serbio''. Y la historia contará que en el siglo XIV este pueblo luchó bravamente contra la invasión otomana, pero perdió la batalla y su rey, la cabeza. Eso ocurrió en Kosovo, el último bastión de la resistencia y cuna de la civilización serbia. Y se contará que durante casi cinco siglos se les negó a los serbios el ejercicio de los más elementales derechos, como practicar su fe abiertamente o reivindicar su tierra y su cultura. Bajo el Islam, este pueblo cristiano ortodoxo era poco más que paria, siervo de los turcos musulmanes, y de los nuevos conversos a la fe del conquistador, los bosnios y albaneses. Pero eso ocurrió en la Edad Media, se dirá con razón, cuando libertad era una palabra que no frecuentaba la mente de quien quisiera permanecer vivo, en un mundo en el que tanto la tierra como las personas que en ella habitaban eran propiedad privada de los coronados.

En el siglo XIX, cuando el todopoderoso y temible Imperio Otomano ya no era ni poderoso, ni temible, ni imperio, varios pueblos sometidos empiezan a luchar por su independencia. En los Balcanes, esta parte del mundo donde, según los europeos ilustrados de la época, terminaba la civilización y comenzaba la barbarie, se hablaba de revolución, de restauración, de soberanía. Griegos, serbios y búlgaros fueron seducidos por esta idea moderna llamada nacionalismo. Y soñaron con la libertad, y lucharon por ella y murieron por ella... y la conquistaron.

Sin embargo, la construcción de los nuevos estados se constituyó en otra dura experiencia para los balcánicos. Divididos por el idioma, las creencias y la cultura, pero sobre todo por una historia de conquistas que borró los límites de su geografía humana, estos pueblos tuvieron que reconstruir sus fronteras a base de fusil.

Más aguda se hizo esta edificación nacional puesto que otro imperio, el austrohúngaro, mantenía como rehenes a millones de eslavos. Eslovenos, croatas y bosnios recibieron armas y apoyo serbios para su liberación. A base de sabotajes, asesinatos, y magnicidio se escribió la historia de la Mano Negra, una verdadera resistencia civil contra la caduca dinastía de los Habsburgos.

Miedosas de que aquellos exabruptos en los Balcanes se convirtieran en ejemplo para rebeliones en sus propios feudos, las monarquías europeas cerraron los ojos para las atrocidades cometidas por Viena contra los nacionalistas serbios. Y no será la única vez que la Europa de la abundancia preferirá no ver la herida abierta en los empobrecidos Balcanes.

De batalla en batalla se llegará a conflictos de dimensiones mundiales. De odio en odio se construirá una tierra donde la muerte cuando no desayuna, almuerza. Desde principios de ese siglo, todos los intereses y desprecios convergirán en Yugoslavia. Los de Rusia, que con su ideología paneslava, siempre se solidarizó con sus hermanos del sur. Los de Italia, que con o sin el fascismo, considera a las tierras allende Adriático como una especie de patio trasero suyo. Los de Alemania, que asumió los dolores del viejo imperio filogermánico. Los de Gran Bretaña, este imperio que agoniza desde hace un siglo, pero que nunca muere. Los de Grecia, que piensa en Macedonia como la oveja desviada que un día regresará al rebaño. Los de Turquía, que mantiene su nariz puesta en Europa y no titubea en utilizar a sus ``hermanos musulmanes'' como puente para sus intereses. Los de Estados Unidos... ¿qué hacen allí?

Yugoslavia siempre ha sido una obra en construcción. Cuando se levanta una pared, la otra cae. Le faltó siempre una base sólida, muchos dirán. No, lo que le falta es un maestro constructor. Entre 1918 y 1941, apenas sobrevivió una monarquía que no aprendió de la historia y repitió los errores del pasado. Invadida por el Eje Nazifascista, Yugoslavia se debatió entre el colaboracionismo y la resistencia. Nacía la mística de Josip Broz Tito, un hombre que entendió que las divisiones entre los eslavos del sur constituía su principal debilidad. Unirse contra las pretensiones imperialistas fue su bandera. Sólo juntos seremos fuertes. Juntos, pero no revueltos.

La nueva Yugoslavia de Tito era multiétnica y socialista. Croacia, Eslovenia, Serbia, Bosnia-Herzegovina, Macedonia y Montenegro gozaban de una autonomía política casi total dentro de la federación. La muerte de Tito, en 1980, significó un nuevo parteaguas. Recobraron fuerza los rencores guardados y las desconfianzas recíprocas nunca eliminadas. Kosovo fue la primera mecha, en 1981.

Kosovo es una provincia de la república soberana de Serbia. Allí viven comunidades musulmanas de origen albanés, que poco a poco ocuparon las tierras tradicionales de los serbios ortodoxos. En 1981, los separatistas del Ejército de Liberación de Kosovo iniciaron una guerra de guerrillas contra las fuerzas serbias. El terror se instaló tanto en Pristina como en las aldeas de la frontera con Albania. Huérfanos de una ideología unificadora, el nacionalismo sustituyó al moribundo socialismo. Kosovo ocupó el centro del discurso de un líder serbio ambicioso y sediento de poder: Slobodan Milosevic. Él hablaba de acabar con las autonomías y de reconstruir la Gran Serbia. La autonomía de Kosovo recibió el golpe de muerte en 1989. Eslovenos, croatas, macedonios y bosnios temieron por su suerte y proclamaron la independencia de sus países. Kosovo parecía un problema menor y Milosevic usó toda su máquina de guerra contra Croacia y Bosnia. El mundo postcomunista aún celebraba ``el fin de la historia'' cuando se vio sosprendido por las noticias de masacres, campos de concentración, limpieza étnica. Otra vez la ``civilización'' prefirió cerrar los ojos frente a la ``barbarie''.

Érase una vez un presidente con cáncer terminal: Francois Mitterrand. Su agonía encontró un espejo en Sarajevo sitiada. Abandonó París sin previo aviso y desembarcó en el aeropuerto de la capital bosnia, ocupado por milicianos serbios. Detrás de Mitterand, un mar de camarógrafos y periodistas estupefactos: Sarajevo era poco más que un montón de escombros. Era el año 1994. Lo que nadie quería ver llegó a todos los rincones del mundo. Occidente se indignó y con sus aviones y bombas construyó una paz precaria. La guerra no la perdió Milosevic. Los derrotados fueron los cientos de miles de muertos, heridos y desplazados que jamás volverían a sus antiguos hogares. Milosevic se convirtió en víctima del diktat de las grandes potencias. Los serbios, sin embargo, no tolerarían otra rebelión, menos en Kosovo.

En Pristina había un hombre a quien le decían ``el sabio'' porque pensaba y escribía demasiado. Pensaba que la lucha por la autonomía de Kosovo no debía darse en las trincheras, sino en una mesa de diálogo. En 1992, lo eligieron ``presidente'' en rebelión de la comunidad albanesa de Serbia, pero la intolerancia terminó por conducir a Kosovo a un callejón sin salida. Pidió la ayuda de Francia, Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña e Italia para que Belgrado se dispusiera a negociar. En marzo de 1999 lo llevaron a Rambouillet, lo obligaron a firmar un documento redactado en Washington, pero que decidía el destino de su pueblo. Hoy trata de pensar y escribir sobre el absurdo de una guerra que nunca estuvo en sus planes. ƒrase una vez Ibrahim Rugova, escritor, quien sólo quería negociar una vida digna.

La OTAN cumplió 50 años. Creada para contener la expansión del comunismo, hasta ahora no se había metido en una guerra. Yugoslavia es su primer ensayo, desastroso sin duda. La OTAN no declaró oficialmente la guerra, porque su carta constitutiva sólo le faculta la acción para defender a sus 19 miembros en caso de agresión. Desde todos los puntos de vista, este conflicto es ilegal. La ONU nunca avaló la intervención de la Alianza Atlántica. A Milosevic le impusieron un ultimatum: o firmaba la paz propuesta por Washington, concediendo autonomía a una de sus provincias, o recibiría el castigo de los dioses. En este mundo globalizado, las soberanías ¿qué?

Érase una vez una bomba inteligente. Un día le falló el cerebro de microchips y cayó sobre un convoy de civiles kosovares que huían de una guerra iniciada para protegerlos. Érase una vez otra bomba inteligente, que debería caer sobre Belgrado pero aterrizó en Sofía. Se equivocó de país, se equivocó de capital. Pese a la sucesión de ``errores'' no habrá castigo. Las Convenciones de Ginebra, que dictan las reglas de una guerra, no se aplican, porque oficialmente no hay guerra. Así, todo se vale: bombardear puentes, zonas industriales, canales de televisión, monumentos históricos, trenes, autobuses y gente. Es una guerra cobarde, porque no se trata de una batalla entre iguales. Es un conflicto entre un país en ruinas y 19 naciones armadas con lo más moderno de la industria bélica. Pero podemos dormir tranquilos. Los miles de refugiados, los cientos de muertos civiles, el hambre y el miedo de millones de personas tienen un propósito noble: salvar de la tragedia humanitaria a los desprotegidos kosovares.

Carlos Aquiles Guimarães: periodista de origen brasileño especialista en asuntos internacionales. Actualmente trabaja en el noticiero del Canal Más de Multivisión elaborando reportajes de contexto.