La Jornada Semanal, 6 de junio de 1999



Julia Kristeva

¿Qué idioma?

Julia Kristeva nos advierte que su ``diálogo no versa sobre la lengua materna (en su caso, el búlgaro) sino, antes, se refiere a la lengua elegida'' (el francés). En este hermoso ensayo, Kristeva hace un entusiasta elogio de la lengua en que escribieron Voltaire, Diderot, Rousseau, Mallarmé, Proust y Colette: la nítida, rica y precisa lengua francesa. A lo lejos está la lengua búlgara, adolorida y luminosa.

No he perdido mi lengua materna. Vuelve a mí. La encuentro en sueños, aunque cada vez más difícilmente, o cuando escucho hablar a mi madre. Al cabo de veinticuatro horas de inmersión en esa agua hoy lejana, me sorprendo nadando en ella más o menos aceptablemente. Aún más, cuando me obligo a expresarme en un idioma extranjero -como el ruso o el inglés- ante la falta de palabras o gramática me aferro al viejo salvavidas de la fuente original que, después de todo, no duerme un sueño tan profundo. Cuando estoy varada en un código artificial o cuando, fatigada, languidezco sobre mis sumas y multiplicaciones, no es el francés el que acude en mi auxilio sino el búlgaro; él me dice que no he perdido los orígenes.

Sin embargo, para mí el búlgaro es ya una lengua casi muerta. Una parte de mí se extinguió lentamente conforme aprendí el francés, primero con los dominicos, luego en la Alianza, después en la universidad. El exilio acabó de momificar en mí esa lengua para sustituirla por otra -al principio frágil y artificial, luego más y más necesaria y ahora la única con vida: el francés. Casi creo en el mito de la resurrección cuando examino la condición bífida de mi espíritu y de mi cuerpo. No he guardado luto por la lengua infantil. Como tal, el luto implicaría un desprendimiento, una cicatriz, es decir, el olvido. Encima de esa cripta enterrada, sobre esta cisterna de aguas estancadas que se pudren y transforman, he levantado una nueva morada que habito y me habita y en la cual se desarrolla lo que podría llamar, evidentemente no sin pretensión, la verdadera vida del espíritu y de la carne.

De ese flujo que es mi inmersión en el Ser, el cual ninguna palabra resume totalmente, al que el término ``gozo'' hace vano y el de ``éxtasis'' abruma, conservo una serenidad acotada por palabras en francés. En la frontera de mi percepción un sutil estremecimiento busca la lengua francesa. Al mismo tiempo y en sentido inverso, algo superior, una acumulación lúcida de ese flujo, toda una batería de lecturas y conversaciones francesas, hace descender un tejido luminoso que se deja asir por el sentido para dar existencia a mi serenidad. Alquimia de la nominación donde me encuentro a solas con el francés. Nombrar el ser me hace ser: cuerpo y alma, vivo en francés.

Sin embargo, cuando la intriga se inmiscuye, es decir, cada vez que el Ser regresa a mí como una historia, la de la bruma perlada o la de los patos, y naturalmente la de un sueño, de una pasión o un homicidio, entonces una ola que no es de palabras llega con su música, me impone una sintaxis baldada, y estas metáforas abismales, que nada tienen que ver con la urbanidad y el carácter franceses, infiltran mi serenidad con una inquietud bizantina. Transgredo el gusto francés. El gusto francés es un acto de urbanidad entre gente que comparte la misma retórica, la misma acumulación de imágenes y de frases, el mismo acervo de lecturas y conversaciones, en una sociedad estable. Pese a haber renacido en francés, tras ya casi cincuenta años mi gusto francés no siempre resiste los sobresaltos de un origen enredado en una memoria aún vigilante. De esos vasos comunicantes emerge una palabra extraña, extranjera a sí misma, ni de aquí ni de allá, una intimidad monstruosa. Como esos personajes de El tiempo recobrado donde Proust vio encarnar en espacios desmesurados los largos años de sus memorias voluntarias e involuntarias, yo soy el monstruo de una encrucijada.

En el cruce de dos lenguas y de por lo menos dos tiempos, amaso un idioma que busca vestigios para extraer las alusiones patéticas, y bajo la apariencia lisa de estas palabras francesas pulimentadas como la piedra de las pilas bautismales, descubro el oro ennegrecido de los iconos ortodoxos. Gigante o enano, el monstruo disfruta el jamás estar conforme consigo mismo, al tiempo que exaspera a los autóctonos, a los del país de origen y a los del país que lo recibe.

Cuando esta angustia, que de hecho es una bolsa de aire, un desgarramiento respiratorio, una anfetamina, se apacigua para darse una razón de ser frente a los demás, podría explicar a ustedes cómo es que esos hombres y esas mujeres de frontera, esos inclasificables, esos cosmopolitas entre quienes me cuento, representan, por una parte, la pulsación del mundo moderno que sobrevive a sus famosos valores perdidos gracias o pese al flujo de la inmigración y del mestizaje y, por otra parte y en consecuencia, cómo es que encarnan esta nueva posibilidad que se enfrenta a los conformismos nacionales y los nihilismos internacionales. Si se toma la historia tal y como la cuentan los periódicos, hay dos formas de enfrentar y quizá hasta de terminar con los Sarajevos y las Chechenias: por un lado, hacer fructificar las lenguas y las culturas nacionales; pero por el otro, apoyar esa especie todavía rara aunque en vías de proliferación, proteger esos monstruos híbridos que somos nosotros, los escritoresÊmigrantes que arriesgamos la certeza entre dos sedes. ¿Y por qué se lo pido a ustedes? Pues bien, para engendrar nuevos seres de idioma y sangre, arraigados en ningún idioma y en ninguna sangre, diplomáticos del diccionario, negociadores genéticos, judíos errantes del Ser que desafían a los ciudadanos auténticos, es decir, a los militares de todo género, en favor de una humanidad nómada que ya no desea permanecer tranquila en su silla.

¿Y el sufrimiento en este hermoso proyecto? Esperaba la pregunta y mi respuesta está a medio armar. Hay un matricidio en el abandono de una lengua original, y si he sufrido al perder este panal tracio, la miel de mis sueños, no ha sido sin el placer de una venganza, pero sobre todo sin el orgullo de alcanzar lo que fue desde el comienzo el ideal de esas abejas primigenias. Volar más alto que los progenitores: más alto, más rápido, más fuerte. No es por nada que somos los herederos de los griegos. Nuestros hijos tendrán el ruso, el inglés, el francés, el mundo para ellos. Destino siempre doloroso, el exilio es el único camino que nos queda después de Rabelais y de la caída del muro de Berlín para dar con el duende rabelaisiano del vino, el cual no se encuentra sino en la búsqueda si se sabe buscar, o en el exilio: exiliándose de su certeza del destierro, de su insolencia del destierro. En este luto infinito donde la lengua y el cuerpo resucitan en el golpeteo de un francés injertado, ausculto el cadáver aún tibio de mi memoria materna. No he dicho involuntaria ni inconsciente, sino materna: pues en los bordes de las palabras entonadas y de las pulsiones innombrables, en la cercanía del sentido y de la biología que mi imaginación tiene la suerte de hacer existir en francés, el sufrimiento me vuelve: Bulgaria, mi dolor.

No soy yo. Es esta memoria materna, este cadáver caliente y siempre parlante, un cuerpo dentro de mi cuerpo, que vibra al unísono con los infrasonidos y las informaciones, con los amores asfixiantes y los conflictos flagrantes, con los cantos gregorianos y los eslogans mercantiles, con las ternuras infantiles y la violencia de la mafia, de la miseria, de las estupideces políticas, económicas, ideológicas, de gente desorientada o brutos ambiciosos, de oportunistas y perezosos, especuladores urgidos, individualistas sin vergüenza ni proyecto, y de ustedes, los objetos de la historia que intentan aprehenderla sin acabar de entender cómo es que ella los atrapa, búlgaros invisibles, indeseables, mancha blanca sobre el mapamundi, balcánicos sombríos traspasados por la indiferencia del Occidente donde me encuentro. Sus cumplidos son reproches, sus agradecimientos parecen reivindicaciones, sus esperanzas inician la marcha deprimidas y se quedan dormidas aún antes de haber podido ser formuladas, sus cantos lloran, su risa anuncia la desventura, ustedes no son felices, no están de partida hacia ningún lado; y aunque hayan surgido en hora muy temprana, llegan muy tarde a un mundo demasiado viejo, pero que no cesa de rejuvenecer y que no gusta de los retrógrados. Creen ustedes que todo se les debe en razón de no se sabe qué; ustedes lo quieren todo a cambio de dormitar, de flojonear o tergiversar; de escamotear, hacer trampa y, a veces, de trabajar hasta la muerte; pero ¿por qué matarse, Dios mío? Ustedes me duelen, hermanos míos. Bulgaria, mi dolor.

Francia, mi dolor

Dialogo con Bulgaria en esta experiencia de la ``otra lengua'', pero admito que Francia está de hecho en el ``dolor''. Mi diálogo no versa sobre la lengua materna sino, antes, se refiere a la lengua elegida.

La claridad lógica del francés, la impecable precisión del vocabulario, la nitidez de la gramática seducen mi espíritu con su rigor e imprimen -no sin dolor- una estructura a mi complicidad con el Mar Negro de las pasiones. Lamento abandonar las ambigüedades del léxico y los sentidos múltiples, a menudo imposibles de evidenciar, del idioma búlgaro insuficientemente abierto al cartesianismo, en consonancia con la plegaria del corazón y la noche de lo sensible. Pero amo el cuño latino del concepto, la obligación de escoger para trazar la inflexión clásica del argumento y esta imposibilidad de tergiversar el juicio que en francés se muestra, definitivamente, más político que moral. Las elipsis de Mallarmé me seducen: tantas contracciones en la aparente blancura de un contenido insignificante confieren a cada palabra la densidad de un diamante, la sorpresa de un golpe de dados. Pero a esta música del sentido, prefiero la abundancia metafórica y la hipérbole sintáctica de Proust, los sabores paganos de la prolija Colette. Me arrebata el que, aún siendo autóctono, el escritor no deja de ser un traductor de sus pasiones ajenas, el que la lengua fundamental que se deleita en traducir sea la lengua de lo sensible. Y me maravilla que este fundamento innombrable, este rumor de nuestras fibras y de nuestros sueños, jamás se deje reabsorber por completo, que jamás se deje reducir a los códigos de las escuelas, de los clanes, de las instituciones, de los media.

A tal punto me he transferido en esta otra lengua que hablo desde hace ya cincuenta años, que casi podría creer a los estadunidenses que me toman por una intelectual y escritora francesa. Sin embargo, me sucede que cuando regreso a Francia de un viaje al Este, al Oeste, al Norte o al Sur, no me reconozco en estos discursos franceses que le dan la espalda al dolor, a la miseria del mundo, y que exaltan la tradición de la desenvoltura -cuando no del nacionalismo- como remedio para nuestro siglo que, ¡caray!, ya no es ni el ``gran siglo'' ni el de ``Voltaire-Diderot-Rousseau''.

Nada más penoso que encontrarse o leer, después de una jornada de sesiones de psicoanálisis -que propician una palabra deshecha pero verdadera-, a un periodista digno sucesor de Verdurin, que ofrece los estereotipos del proteccionismo estilístico y filosófico. El francés es prolijo en los falsos honores, en entusiasmos vacíos, en los panegíricos ditirámbicos de aquellos ``que son''. La retórica del optimismo solemne más allá de una melancolía más fingida que verdadera y ese volcarse hacia los valores y retrueques tradicionales, no son los indicios de una antigua cultura que se respeta y quiere escapar a los modernismos efímeros al uso en el mercado. Revelan los cimientos íntimos de lo que algunos -menos raros de lo que uno cree- convierten en ideología nacionalista y racista. Estos cimientos no son otra cosa que la fascinación de la identidad que celebra su culto en la familia, cierto, la tierra y la sangre, naturalmente, pero también y más a menudo en la vieja cuna de la lengua tal cual nos la han transmitido nuestros padres, nuestros maestros, nuestros ancestros. Más resistente al mestizaje que el inglés, menos curioso de los injertos que estos cuerpos nuevos que son el inglés estadunidense o, pese a todo, el ruso, el francés tiene hoy la tendencia a regodearse en su autenticidad intraducible. Un templo, en suma, cuya cerrazón se empeñan en asegurar ciertas instituciones y órganos de prensa, más que los escritores mismos, por definición hipersensibles y nómadas.

El extranjero-traductor, el de la otra lengua, es conminado a ajustarse: la distancia molesta, no hay necesidad de velar de noche. Si se inquieta, discute o critica, se le acusa de ``desafiar'' a Francia, lo francés se yergue en una pose regionalista y no permite, como en los tiempos de Esquilo, más que un solo discurso a los extranjeros: suplicar.

Sin embargo, me gusta volver a Francia. Lo escribí en Posesión y lo repito: me gusta volver a Francia. Más opacidad, más drama, más enigma. La evidencia. Claridad de la lengua y del cielo fresco. Cada árbol a la orilla del camino hace una esmerada reverencia. Las intrigas siempre son sexuales y por ello mismo violentas; no obstante, al ser francamente exótico, el terror se agota. Los campos se cortan en rectángulos regulares, geometría antigua de romanos, galos y otros propietarios seguros de sí mismos, pero con gracia. Sé muy bien que hay Francia y Francia y que los franceses no son tan claros como quisieran hacerlo creer. Sin embargo, cuando uno regresa de Santa Bárbara, esta visión se impone. Ni un milímetro de paisaje que no reflexione, el ser aquí es inmediatamente lógico. Estos olmos frágiles, estos jardines esculpidos, estos estanques sin mácula van de la mano con las gentes que son porque piensan. Pero el esfuerzo se disuelve; la argumentación, aunque permanente, se vacía en seducción, en ironía.

Muchos son amantes de Italia. ¿Yo? Lo fui: Profusión de belleza que no cesa de sorprender hasta que la excitación se funde en la serenidad. Otros desean España: altanera por irracional, mística pero indolente. Yo me refugio en Francia, definitivamente.

Conocí a alguien que no le tomó el gusto a la vida hasta que puso la mano en el hueco escarbado por los millones de peregrinos en la piedra de Santiago de Compostela: el tiempo encarnado en ese vacío con forma humana lo reconcilió con el presente y la eternidad. Veinticinco mil años antes que él, sobre la mampara de una cala de Marsella, el cromañón había colocado su mano y esparcido alrededor de ella pintura negra. Doscientas cuarenta manos en la gruta de Gargás, en las faldas de los Pirineos. La especie buscaba un abrigo pero, orgullosa de sí misma, se apoyó sobre el tiempo que llega hasta nosotros.

De igual modo, pongo mi cuerpo en el paisaje lógico de Francia, me abrigo en las calles tersas, sonrientes y bellas de París, rozo a esa gente común que se encierra, aunque desencantada, en una intimidad impenetrable y, no obstante, cortés. Han edificado Notre-Dame, el Louvre, conquistado Europa y buena parte del mundo, y luego han regresado a casa, pues prefieren un placer que va de la mano con la realidad. No obstante, también prefieren el placer a la realidad, siguen creyéndose los amos del mundo, o por lo menos una gran potencia de este mundo irritado, condescendiente, fascinado, que parece dispuesto a seguirlos. A seguirnos. A menudo a contracorriente, pero aún así, momentáneamente, la violencia de los hombres ha cedido aquí al gusto de reír, en tanto que una discreta acumulación de acuerdos permiten hoy imaginar que el destino es sinónimo de desenfado. La novela policiaca es, en consecuencia, inexistente en Francia a no ser que quede varada en mascaradas. Y olvido la muerte que reina en Santa Bárbara.

Si debiera resumir diría que, definitivamente y pese a todo, yo me quedo con el francés ``lengua ajena'' porque uno de los más grandes escritores franceses, tal vez el más grande del siglo XX, era un traductor. Naturalmente, pienso en Proust.

Traducción: Andrés Ordóñez.

Fragmento del libro L'avenir d'une révolte.