Hermann Bellinghausen
Las curvas de un hijo del desierto

Eran dignas de ver, cosa de enchufar la tele, destapar la cerveza y sentarse a disfrutar las persistentes palizas de los Dodgers a quien fuera, si el Torito Valenzuela iba al montículo. Una pequeña costumbre feliz, merendar viendo, aunque fuera en blanco y negro, al no espigado ni decorativo pero simpático fenómeno de la naturaleza, capaz de las más invisibles curvas que jamás bateador alguno tuvo a bien abanicar.

Las supersticiones, mañas y rutinas del Torito eran un poco fisiológicas, si no escatológicas, como las de cualquier hijo del pueblo. De un pequeño pueblo indígena que sólo de él obtuvo el derecho de aparecer en el mapa.

No se adornaba, ni se hacía el chistoso. Iba a lo suyo. Un eficiente mexican worker más. Se sabía condenado, como la ballerina y el neurocirujano, a un futuro breve, al desgaste veloz de la función física de la cual nació dotado de manera extraordinaria: dirigir la curva, la fulminante recta, la ofensiva screw-ball, al atónito del tolete esperando en vano un chance de hit o jonrón.

Ni pena que nos daba atestiguar fodongamente los festines del Torito. Hasta por tacos al pastor íbamos a veces. El beisbol no es uno de esos deportes marciales, ejemplares, cronométricos. Se adapta al ritmo cotidiano, la obesidad no necesariamente estorba, los partidos uno nunca sabe cuántas horas van a durar, y en qué condiciones el que abrió va a cerrar. Admite a los lentos, a los no jóvenes. La vida media de un catcher o un jardinero es larga. Nada de ídolos del building y la disciplina abrasiva.

Un equipo de futbol es una orquesta que da un concierto cada fin de semana. Uno de beis, un combo de hueseros que toca noche tras noche en un bar, cuando no sale de gira a tocar en bares de otras ciudades.

Aquellos Dodgers eran un equipo sin grandeza, pero llevaban de solista a un virtuoso para lanzar la de trapo. El les llenaba los estadios. Con el puro juego de combinación hombro-codo-muñeca-falanges. El Torito un año se fue tendido la temporada hasta llevarse, casi él solo, la Serie Mundial.

Yo sí recordaba a Sandy Koufax, tenaz verdugo de los Yanquis, pero ni aquel bárbaro del swing, de articulaciones y tendones más frágiles aún que Valenzuela, pulsó nunca el instrumento con tales naturalidad y delicada relojería para transmitir a la pelota, si no vida propia, sí un control inalámbrico, casi mágico, de su trayectoria.

Hijo del desierto, escueto y desconcertante, el Torito nunca reveló, a diferencia de otros, las fuentes de su don. Okey que la suya no era sabiduría, pero, lo que fuera, también estaba dotada de delicadeza e impecabilidad.

Podíamos, público distante, ser gratuitos y holgazanes. Los propios Dodgers eran una comparsa indolente, reticente, neurótica y desesperantemente entretenida.

Tiene el beisbol que es el deporte más parecido a un tío que se la pasa yéndose, de gira dice, durmiendo en hoteles y sin entrenar, para qué hacerlo si el juego es diario, que se aparece en domingo, cuenta historias fabulosas con acento chicano, coquetea con las sobrinas y con las cubas y termina roncando en el sofá de la sala.

La otra cara del beis trata de promedios, efemérides, récords, números con su propia, y entendible, lógica interna. Aparte de que como pitcher el Torito hacía temblar las tablas estadísticas, daba para bateador más que aceptable. No pocos imparables le debieron los Dodgers. Los conectaba de pilón.

Hasta su locuaz manager le aconsejaba que no quemara el combustible en eso. Pero el Torito, bateando, estiraba las piernas y aflojaba el cuerpo. La destreza del natural absorbe las disciplinas externas en la propia, llegando a parecer que las ignora.

Público agradecido desde la comodidad del hogar, no esperábamos nada más que la exhibición de su danza apache y su vaivén en el montículo. Ah las delicias del deporte que hacen otros en ésta, la más sedentaria época de la historia.