La Jornada Semanal, 10 de octubre de 1999


Juan Villoro

El siglo de Grass

Juan Villoro, ávido lector de la literatura en lengua alemana y uno de sus mejores críticos, posee una fuerte empatía con el recientísimo Nobel, enraizada quizás en el sentido del humor iconoclasta y la parodia deslumbrante, dos vicios que comparten. Aquí, Villoro nos entrega un lúcido repaso de la vida y la obra del monumental creador de la ``literatura de los escombros'', Gunter Grass.

El último Premio Nobel del siglo XX ha recaído en el mejor cronista de su ruina. Gunter Grass pertenece a la primera generación que supo que la posteridad de la especie no estaba garantizada. Herido en el frente de batalla el día del cumpleaños de Hitler, heredero de una historia que incluye dos guerras mundiales, el holocausto, la anestesiada hipocresía del ``milagro alemán'' y la unificación empresarial de una nación dividida, Grass ha escrito negras parábolas de la destrucción nimbadas de un tonificante sentido del humor.

En los años cincuenta, algunos optimistas de oficio se apresuraron a criticar los retratos de la posguerra como ``literatura de los escombros''. Al respecto, comentó Heinrich Boll: ``No tenemos porqué avergonzarnos de esa etiqueta... vemos las cosas tal como son, con un ojo que normalmente no está seco ni empapado, sino más bien húmedo, y no hay que olvidar que la palabra latina para humedad es humor.'' Boll no reclama para sus novelas un tono de disparate o carcajada, sino la inteligente ironía de la tradición alemana, del Simplicissimus de Grimmelshausen a La montaña mágica de Thomas Mann.

Curiosamente, al juzgar esta literatura, el sentido de la parodia suele ser hecho a un lado en favor de las Grandes Ideas o la estructura catedralicia.

En 1959, con El tambor de hojalata Grass se permitió sonreír en la catástrofe; su original humor combinaba la piedad con las muecas expresionistas y la escatología del cabaret berlinés. Desde entonces, sus críticos se dividieron en bandos en los que ha habido tantas deserciones como conversiones. Grass escribe novelasÊque son vastas zonas de exploración y defiende con énfasis causas incómodas.

Es difícil encontrar consenso para un enemigo de los derechistas deseosos de olvidar los desastres de la guerra, un autor proscrito en la Unión Soviética y sus satélites, que criticó el ingenuo dogmatismo del movimiento estudiantil del 68 y tres décadas más tarde apoyó el bombardeo de Serbia. En cíclicas oleadas, Grass recibe injurias en todos los idiomas de Europa y altera el orden en sitios muy variados; incluso en las gasolineras se topa con conductores dispuestos a rebatirlo.

A la caída del muro, propuso fundar dos estados alemanes y discutir una futura patria confederada. Pero nadie le prestó oídos. La unificación al vapor se celebró como la absorción de una filial por su casa matriz; la antigua RFA aceptó pagar los platos rotos a cambio de quedarse con los títulos de propiedad y la antigua RDA fue enviada a un curso de readaptación. Hoy en día, incluso los taxistas, último bastión de la intolerancia, coinciden sin saberlo con los artículos de Alemania: una unificación insensata. El agorero habló bien, pero a destiempo.

En 1982 Grass acompañó a Juan Rulfo en el Festival Horizonte de Berlín en la lectura de El llano en llamas. Su llegada recibió silbidos dispersos. Por aquel tiempo, había decidido afiliarse al Partido Socialdemócrata para combatir desde dentro la política armamentista de Helmut Schmidt. De manera típica, el hombre que no juzgó necesario militar en el SPD cuando apoyaba la ostpolitik de Brandt, sacó su carnet para denostar con confianza a Schmidt.

En el Festival Horizonte la tensión cobró un rumbo inesperado cuando Rulfo anunció que había perdido sus anteojos. Grass le prestó los suyos. Por un milagro de la óptica, ambos usaban la misma graduación: ``¡al fin voy a poder leer con los ojos de Gunter Grass!''. La gente aplaudió la salida de Rulfo y, a través de él, rindió tributo a un novelista demasiado provocador para suscitar ovaciones irrestrictas.

En los cuarenta años que van de El tambor de hojalata (1959) a Mi siglo (1999) Grass ha detestado las soluciones fáciles. Sus novelas ``típicas'' rebasan con holgura las 600 páginas y despliegan recursos con ánimo circense: saltos de la primera a la tercera persona, cambios de punto de vista, vueltas al comienzo, ricos neologismos, fábulas contadas por sapos que en el futuro sólo oirán las ratas, leyendas marinas traídas por un pez de la liga hanseática, radioteatros incrustados en la trama, páginas en dialecto, disertaciones sobre Séneca en el sillón del dentista. Su penúltima novela (Es cuento largo) brinda una clave de este prolijo universo: ``Todo es terriblemente exacto. Pero lo que es exacto no tiene por qué ser verdad. La verdad es cuento largo.'' Desde que Oskar Matzerath lanzó su redoble en El tambor de hojalata, Grass no ha escatimado excesos en busca del material que subyace a las invenciones, la arena resistente que requiere de cuentos tan largos.

El sentido monumental de su prosa le debe mucho a su formación artesanal. Después de trabajar en una mina de potasa y de esculpir lápidas para cementerios y bustos de ocasión, Grass decidió construir novelas al modo de estatuas. Aunque debutó como poeta y probó fortuna como dramaturgo, su gusto por la desmesura, por contemplar un tema desde muchos ángulos, lo comprometió con la novela de larguísimo aliento: historias que dan la vuelta en torno a un relieve y deben ser contadas de frente, de espaldas y de perfil. En este territorio ha dejado al menos tres obras maestras: El tambor de hojalata, El rodaballo y Es cuento largo. La crítica, demasiado atenta al portentoso gigantismo de Grass, rara vez menciona dos impecables brevedades: El gato y el ratón y Encuentro en Telgte.

Goloso de la fabulación, el cronista que salió de Danzig ha dejado un reguero de libros estimulantes y desiguales, los vidrios rotos para armar el convulso vitral de Alemania. Su tema inagotable y obsesivo es el recuento de una nación con una memoria ingobernable. De la Guerra de Treinta Años (Encuentro en Telgte) a la caída del muro (Es cuento largo), de la posguerra entre el cascajo (Años de perro) a la unificación (Malos presagios), de la insurgencia popular de 1953 (Los plebeyos ensayan la rebelión) a los inmigrantes turcos en Berlín (Partos mentales o Los alemanes desaparecen), Grass ha coleccionado todas las horas alemanas. En el arranque de Encuentro en Telgte refunda el tiempo y la gramática: ``Ayer será, lo que ha sido mañana.'' Este aleph con profecías hacia el pasado y recuerdos que son oráculos no acabará de armarse; ni siquiera con la publicación de Mi siglo, cien viñetas que vinculan destinos individuales con los tumultuosos archivos de la opinión pública.

Grass nació en la ciudad libre de Danzig, en 1927, que después de la guerra pasó a formar parte de Polonia. El novelista perdió para siempre su tierra natal, las calles donde se hablaba en polaco y en alemán, donde se imprecaba en cachuba y se rezaba en latín. De la irrestituible aniquilación de la infancia surgió la Trilogía de Danzig (El tambor de hojalata, El gato y el ratón, Sueños de perro), la patria imaginaria que renovó un idioma degradado por la propaganda nazi.

El convoy narrativo de Grass podría llevar por lema el de los hermanos Grimm: ``hace mucho tiempo, cuando desear todavía era útil...''. Sus bosques encantados reciben la lluvia ácida, pero en ellos la crueldad no elimina la esperanza. El tambor de hojalata es un cuento de hadas pervertido por la Historia, donde los mejores encuentran escapes ilusorios (Oskar en su tambor, su padre convirtiendo sus sentimientos en sopas, el hombre tatuado en los relatos que surgen de su piel, el juguetero armando ficciones de madera). Hace unos años escribí en Los once de la tribu: ``El tambor de hojalata invierte de manera impar las reglas de la bildungsroman, o novela de aprendizaje; el protagonista decide detener su crecimiento y contemplar el mundo al nivel de las rodillas de los adultos. Con un punto de vista inalterable y limitado, Grass construye una épica al revés: una época de deformaciones adquiere el monstruoso testigo que le corresponde.''

A pesar de los premios (incluido el de una asociación de gitanos que lo homenajeó por haber logrado llevar su país a cuestas), Grass no dejará de complicarse la vida ni de arengar contra alcaldes, obispos, generales de cinco estrellas y gerentes de la reunificación. Oírlo es un espectáculo rústico e intelectual; embiste los temas con un tridente imaginario, provoca al público con las horrendas últimas noticias y suelta trozos de irresistible poesía. En él se mezclan el zapatero fabulador y el refinado profeta del fin de los tiempos. Michael Hamburger le reprochó que su abultada agenda política lo apartara de la gratuidad estética que exige la ficción y Salman Rushdie que fuera demasiado festivo y ``agradable'' en Encuentro en Telgte. Grass no obtiene otra unanimidad que el asombro, algo apropiado para quien cultiva un jardín de Prusia, donde los azadones a veces sacan remolachas y a veces bombas de la segunda guerra.

El país que inventó el cuadripollo Maggi, las cápsulas de Pharmaton, la aspirina y otros remedios para la realidad, produjo al inusual rescatista que desea salvar al objeto de sus críticas: Erase una vez un terrible prodigio llamado Alemania.

Entre los humos del delirio nazi, Bertolt Brecht profetizó: ``Aún es fértil el vientre del que salió lo inmundo.'' La obra de Gunter Grass es el elevado cumplimiento de esa profecía.