Jorge Sampson
Panamá: se busca un alma

Trate de imaginar por un momento la situación: para pasar de la recámara a la cocina, usted tiene que atravesar por la sala, que es de otra persona. Además, resulta que el otro es extranjero y tiene sus propias leyes y costumbres, las que hace patente de cualquier modo posible, en todo momento. Para pasar de ida o de vuelta usted debe pedirle permiso y se lo pueden negar. El puede bloquear el acceso en cualquier sentido, a su conveniencia. Y lo peor de todo es que la casa le pertenece a usted y no hay nada que pueda hacer. El tipo es grandote.

Esa es la paradoja con la que todo panameño de más de 30 años convivió en referencia a la presencia estadunidense en la antigua Zona del Canal de Panamá. La zona, franja de terreno ocupada inicialmente a perpetuidad por Estados Unidos a ambos lados del canal, era la frontera por la que había que pasar desde la Ciudad de Panamá hacia las buenas playas y hacia buena parte de las otras ciudades importantes del país. Más allá de la anécdota --todos los papás cerraban las ventanillas de los automóviles en el trayecto de media hora, porque tirar basura podía significar el fin del paseo en un juzgado de tránsito estadunidense--, lo que la presencia militar de ellos definía en nosotros era una palabra: miedo.

La verdad es que yo no entendía nada. Los letreros en otro idioma no daban indicio alguno y lo que se sentía era cómo crecía la tensión --y la temperatura con nuestro bendito sol tropical-- dentro del carro. Era claro que afuera había algo hostil que sólo daba la cara para preguntar, en las garitas de control, hacia dónde ibas. Imagino que para algunos en otros carros el asunto no dejaba de ser una curiosidad; en otros, había frustración y temor. Esos sentimientos definen muchas cosas en los humanos, dejando huellas. La memoria colectiva no lo deja pasar sin dejar registro.

¿Qué tan importante fue esa situación para Panamá como conglomerado social y ente político? Ante la entrega de las últimas instalaciones del canal en manos de Estados Unidos --los actos protocolarios del 14 de diciembre darán paso a la fiesta oficial ``en familia'' del día 31-- hay que reflexionar.

Respuestas de adentro

Esa línea de razonamiento nos lleva a preguntar: ¿Qué significa ser panameño? ¿Cómo se definen a sí mismos? No pretendo dar respuestas y no sé si las haya con precisión. Sin embargo, parece importante señalar que desde la colonia, pasando por la unión a Colombia y tras la independencia condicionada de 1903, hemos tenido que mirar hacia afuera, contando con aquellos que han vivido por conveniencia en nuestro país sin tener el alma enterrada en sus selvas y montañas.

Es justo pensar que ha llegado la hora de las definiciones internas para la nación. Ya no hay a quién echarle la culpa de lo que somos o dejamos de ser porque ya se van todos, por lo menos materialmente. La ausencia física no cambia la esencia modernizada de la dominación pero deja más espacio para respirar y reflexionar.

Hay algunas pistas en el ambiente que se respira hoy en el país. Si bien es cierto que hay optimismo y alegría no parece existir esa euforia que es lógico esperar. Después de todo, ¿no es esto lo que deseamos, cada cual a su manera, durante tanto tiempo? Sin embargo, parece que hay cosas que no se dicen pero pesan: ¿Estamos preparados para mane- jar el canal? ¿No se robarán la plata, como de costumbre? ¿Y los empleos que se pierden? ¿De dónde vamos a sacar para hacer las inversiones que corresponden a una vía con 85 años de uso continuo? ¿Podremos con el reto o los vamos a tener que llamar de nuevo?

Hay que entender estas dudas. Después de todo, la situación descrita en el párrafo inicial era parte de la vida diaria --hasta que empezaron a cambiar las cosas a raíz de la firma del Tratado Torrijos-Carter de 1977 y su entrada en vigor al año siguiente-- ``solamente'' para cerca de la mitad de los panameños, que viven a ambos lados del canal. Sin embargo, para el otro 50 por ciento, imagino que no dejaba de ser anécdota y realidad transitoria cuando visitaban las ciudades de Panamá o Colón. No dejo de preguntarme si para esos hermanos la cosa era tan seria como para nosotros o si es que ya habíamos perdido el humor y la tolerancia desde antes de nacer.

Peor aún: más de la mitad de los habitantes del país tiene menos de 25 años, y ese régimen semicolonial comenzó a cambiar antes de su toma de conciencia. La gente parece más pragmática que sentimental. Por ejemplo, la celebración del 9 de enero, en memoria de la masacre de 21 estudiantes en 1964 por parte de soldados y policías estadunidenses, ha caído en un vergonzoso olvido por las mayorías, en contra de los sentimientos que incitaban hace unas décadas. No cabe duda que la memoria colectiva, en una nación joven en tradición, es corta a veces.

Nueva realidad

La constatación de estas realidades hace aún más excepcional el hecho de que se haya firmado un tratado en sustitución al original documento de regalo que se engendró en noviembre de 1903. A mi entender, toda la energía y el momentum de décadas de lucha soberana de aquellos panameños que sí vivieron décadas de humillación, fue capitalizada por una figura de excepción: Omar Torrijos.

Se le puede calificar como se desee, en referencia al origen de su mandato, su estilo o sus dudosos métodos de gobernar. Lo cierto es que fue toda una confluencia de circunstancias históricas y generacionales, intereses de grupo y entorno regional que lo llevaron a la posición de poder resolver este conflicto fundamental, negociando con el único presidente de Estados Unidos en este siglo tan valiente o inconsciente como para darle la libertad a Panamá, James Carter. Nos guste o no, el acuerdo firmado condiciona la realidad del país. Eso es algo con lo que tendremos que vivir de ahora en adelante, a menos que alguno de los malos gobernantes, en lo que somos prolíficos, trate de cambiarlo por la mala.

Se firman los tratados, empieza a cambiar la realidad en la Zona del Canal y da la impresión de que, poco a poco, empieza a salir esa situación de la lista de prioridades mentales del panameño medio. Después de todo, el año 2000 estaba muy lejos y teníamos más que suficiente en qué pensar con todo lo que pasó en esos años: el avionazo de Torrijos a mediados de 1981 y su consiguiente vacío de poder, gobiernos impuestos por militares sin visión ni vergüenza, conflictos sociales y la invasión estadunidense de diciembre de 1989.

Ahora, nos alcanzó el futuro. Seguimos dudando pero no queda más remedio que hacerle frente, con el reto de creer en nosotros mismos, encontrando referencias comunes para todos y creando un sentido de misión. El miedo no desaparece, pero eso es normal: la clave es aprender a manejarlo, como diría cualquier buen padre de familia. Queda en las generaciones que vivimos la afrenta, el transmitir el sentimiento de orgullo total que nos va a acompañar el 31 de diciembre de este año, a las 12 del día, cuando por fin seamos libres para debatirnos con nuestro porvenir.