Se cumplieron diez años de la invasión estadunidense


Panamá, la Guernica de América

Stella Calloni Ť Podría decirse que la primera ráfaga se oyó al menos una hora antes de la medianoche. Fueron metrallas secas cuyo rumor llegó y se extendió por toda la bahía que circunda la ciudad capital de Panamá. El movimiento fue rápido, los primeros en caer fueron los policías que ya estaban en algunos puestos de la Zona del Canal en virtud del cumplimiento gradual de los tratados Torrijos-Carter (1977-1978).

PANAMA_INVASION Se sabe que un joven soldado que montaba guardia conjunta con un estadunidense en un puesto de tránsito intentó comunicarse con sus jefes para advertirles que todos los aviones y helicópteros habían encendido sus motores. Lo desaparecieron. Hasta ese momento las calles de Panamá eran una fiesta. Se alzaban los pesebres y los árboles de Navidad, y aunque pasaban por un corredor aéreo los enormes aviones estadunidenses, de mortífera carga, nadie creyó que alguien ordenaría tomar el país a sangre y fuego.

En El Chorrillo, el barrio mártir de casas de madera, los niños dormían bajo el intenso calor de siempre. Los mayores miraban televisión cuando en el canal del Comando Sur apareció el cintillo de "alerta roja", pero nadie pensó en una invasión en Navidad. Los hoteles más baratos estaban ocupados por cientos de extranjeros, la mayoría de ellos centroamericanos, que al igual que los campesinos panameños venían a hacer sus compras en las grandes tiendas de barata en la zona libre. Algunos brindaban por anticipado. Sólo en los pequeños cuarteles panameños había tensión.

Ese era el ambiente general cuando aquellas ráfagas nos paralizaron por un momento. Un grupo de corresponsales ųnunca se oyó una protesta formal sobre estoų fue detenido y retenido por los soldados estadunidenses en la Zona del Canal toda esa madrugada del 20 de diciembre de 1989.

Lo mismo se hizo con la prensa estadunidense que solicitó ser llevada al lugar, y que en esas primeras horas de la operación no pudo ver ni filmar nada. Exactamente a la medianoche, cuando una cantante panameña entonaba la canción a la bandera, que era una forma de despedirse hasta el otro día protestando contra la ocupación colonial, el ejército estadunidense cortó la transmisión.

Fue un símbolo, un cuchillo repentino que cortó todas las voces. Ya nadie pensó entonces que aquel cintillo de la máxima alerta del Comando Sur era una estratagema, como las que habían usado las tropas estadunidenses día por día en sus maniobras ilegales, que eran el ensayo de la invasión, el control de los minutos y segundos que les llevaría llegar hasta los puntos trazados en el mapa de la guerra.

Fueron las ráfagas y luego las trazadoras de miles de colores, como fuegos artificiales malditos, las columnas de helicópteros y aviones que volaban sin luces, pero que sentíamos como el trueno del volcán, las bombas que comenzaron a caer haciendo temblar a la ciudad como lo haría un terremoto. Ellos sólo habían necesitado segundos para levantar vuelo y estar sobre "el teatro de operaciones", allí donde andábamos nosotros, la gente, los periodistas, los noctámbulos bailando, los marineros que buscaban muchachas y los campesinos en las estaciones de buses que esa noche no los llevarían a ninguna parte.

La primera escena del malecón en aquella noche bien hubiera podido ser una reproducción de Saigón: niños, mujeres y hombres semidesnudos y descalzos que corrían desde el barrio de El Chorrillo, cuyas casas de madera se incendiaron como un pajar cuando se arroja un cerillo. En el aeropuerto, pasajeros felices que volvían a casa vieron aterrados cómo los soldados gringos vestidos de rambos arrodillaban a panameños y les disparaban en la cabeza. En la medianoche, el estruendo de las bombas estaba en todas partes. Sobre los barcos pesqueros, que en noches apacibles daban una imagen irreal de estrellas a ras del agua, cruzaban las trazadoras. Todo eso sucedió aquella madrugada del 20 de diciembre y perduró por cuatro días y cuatro noches con esa misma intensidad.

Las primeras imágenes del amanecer del 20 eran las de los muertos ųentre ellos muchos niñosų en el suelo del hospital, y los heridos. Y los hombres y jóvenes mayores de 14 años que eran sacados de sus casas, arrojados al piso en las calles con armas apuntándoles en la cabeza, atadas las manos. Y los campos de detención alambrados.

En la mañana, los tanques ya pasaban sobre los automóviles, luego de que los marines habían estrenado armas con tecnología de avanzada. Esa madrugada interminable, mirando y oliendo la muerte, el relámpago de las bombas y el hongo de humo que brotaba de lo que fue el barrio de El Chorrillo, entendimos plenamente lo que significaba una invasión .

En la mañana los tanques ya pasaban sobre los automóviles, luego de estrenar armas y tecnología de avanzada. Esa madrugada interminable mirando y oliendo la muerte, el relámpago de las bombas y el hongo de humo que brotaba de lo que fue el Chorrillo, entendimos lo que significaba una invasión.

Panamá fue la Guernica de América. Se probaron las armas más avanzadas sobre poco más de dos millones de habitantes, en una ciudad que apenas tenía unos 600 mil, como un barrio de Nueva York. Alrededor de las cuatro de la tarde de aquel 19 de diciembre de 1989, el general Manuel Antonio Noriega, nombrado jefe de gobierno sólo tres días antes, pasó con su escolta delante de las bases de Estados Unidos. Supuestamente la invasión masiva que dejó entre tres y cuatro mil muertos, increíble destrucción, y un gobierno títere juramentado en una de esas bases estadunidenses, estaba destinada a "castigar" o secuestrar a ese mismo general, que a media tarde pasó frente a los casi 30 mil soldados invasores.

El general Marc Cisneros, al comando de la invasión, había dicho que ésta se tardaría el mismo tiempo que él tardaba para "echarse" una cerveza. Era lógico que lo creyera. Pero nunca imaginó esa resistencia que le heló la sonrisa al tercer día, cuando aún los panameños esperaban alguna acción solidaria de América Latina que nunca llegó. En el amanecer del día 20, cuando la operación Causa justa ya duraba más de los 30 minutos de la cerveza de Cisneros, los altavoces de los helicópteros llamaban a entregarse, a traicionar al país, a vender el alma. La resistencia era tan desigual que acongojaba.

Pero "la historia" periodística no fueron los muertos, ni el Chorrillo, ni los civiles y militares que resistieron y que murieron allí, disparando en la oscuridad de la noche a aviones invisibles. La historia era después Noriega en la Nunciatura, no las víctimas, no los soldados estadunidenses disparando sobre un bus cargado de gente. La noticia era Rumania, no Panamá y su pueblo, capaz de amar en forma perdurable, a pesar de que saben que su país fue pensado sólo para el tránsito. Una invasión no se puede contar en pocas palabras, sólo en miles de testimonios, o en los rostros de ojos abiertos a la muerte, o en las fosas comunes, y luego en las mujeres vestidas de negro arrojando flores al mar, porque nadie les dirá donde están sus muertos.

Un oficial de Estados Unidos, mirando alrededor, dijo en esos días: "esta es nuestra pequeña Hiroshima", y lo fue. Hace 10 años esto sucedió en un país, del que muchos tejen leyendas sin conocerlo y, por lo tanto, sin amarlo. Y 10 años después con el pecho apretado y las manos crispadas, sólo puedo escribir sensaciones cruzadas, dolores nunca mitigados. Y reclamar por los que allí quedaron por la obstinación de la libertad. Como dijera el poeta y escritor José de Jesús Martínez, "quizás bailaremos un amanecer con nuestros muertos".