La Jornada Semanal, 2 de enero de 2000



Héctor Toledano

Crónicas marcianas

Situado entre la crónica y el relato, este texto de Toledano abunda en el tema clásico de la búsqueda inconsciente de castigo que se incrusta en la mente del criminal. La trama de este "caso de la vida real" recorrió los puritanos caminos de Texas, Arkansas y Missouri y las tenebrosas rutas del sadomasoquismo. Los medios electrónicos introducen la modernidad que permite remontar "las tardes del viernes, con pizza a domicilio, diet coke y una prudente caja de Klínex al alcance de la mano".

Había sido desprovista de todas sus defensas... Estaba desnuda, y no iba a despertar.
Kawabata

Este caso, cuya trama itinerante recorrió una zona comprendida entre los estados de Texas, Arkansas y Missouri, ha sido erigido por la prensa norteamericana como uno de los ejemplos más acabados de vileza y degradación del que han podido echar mano en las últimas semanas. Pero más allá de los hechos ciertamente atroces y del muy respetable dolor de las víctimas, resulta interesante examinar las paradojas que acompañan el suceso y constatar el efecto devastador que tiene lo imprevisto sobre una sociedad que finca su fortaleza psicológica en la infalibilidad de sus minuciosos sistemas de control del porvenir.

Consideremos primero no el principio, sino el momento en que una de las involucradas, a la que llamaremos Sally, recibe un telefonazo inesperado de la policía. Mientras conduce su coche a la comisaría, Sally busca sin éxito en sus recuerdos un posible motivo para que le hayan pedido que acuda a revisar una evidencia. En fin, piensa mientras se estaciona, ante todo está nuestro deber de ciudadanos.

En el cubículo policial sólo hay una televisión, una videocasetera y una silla incómoda. ƑCafé? ƑAgua? No, gracias. Al grano. La pantalla se ilumina; es una habitación de motel. Hay una pareja desnuda sobre la cama. La imagen aparece penumbrosa, la toma no cambia, la cámara está fija. Parece una película pornográfica casera, primitiva, más bien mala. Los actores están pasados de peso. La mujer sobre la cama apenas si responde.

ųƑQué es esto? ųpregunta Sallyų. ƑYo qué...?

El policía no la deja terminar:

ųSólo dígame si ve algo que le resulte familiar.

Sally recorre sus asentaderas hasta el borde de la silla y mira la pantalla con mayor atención. La mujer del motel no sólo no responde sino que está inerte, con la cara vuelta hacia la pared. Los senos le escurren por los costados y le tiemblan, piensa Sally, como gelatinas a medio cuajar. El hombre, en cambio, se ve feliz. Voltea una y otra vez hacia el espectador y sonríe con cara de pillo. Parece un niño presumiendo el juguete que le trajo Santa Clos ante la videocámara de papá.

Sally entrecierra los ojos. Un vago reconocimiento se abre paso en su cabeza desde las sórdidas imágenes de la filmación. No cabe duda de que el tipo sobre la cama le da un aire al señor Malone, el texano de la compañía maderera. No, sí, está igualito. Claro que ella sólo salió a cenar con él alguna vez y nunca lo ha visto en... ese plan.

La acción en la pantalla se aproxima al clímax. El ritmo del señor que se parece al señor Malone va in crecendo. También su euforia. Toma a la mujer del rostro, le mete los dedos en la boca y se pone a lamerle la cara. La mujer del motel se queja un poco, alza la cabeza, mueve las manos como queriendo espantar un mal sueño y se vuelve a recostar. El hombre la sujeta por las mejillas y la hace voltear hacia la cámara. Quiere que todos los invitados salgan bien en la foto del recuerdo.

En el televisor aparecen por primera vez las facciones sin expresión de la mujer del motel. Sus ojos miran la lente, pero lo que ven es algún lugar remoto. Sally contempla con detenimiento a la mujer del motel, pero hay algo que no comprende. La reconoce, claro, pero le resulta imposible reconciliarla con el contexto. Mientras el presunto señor Malone empieza a convulsionarse, ella se pregunta sinceramente cómo es posible que la mujer del motel y ella sean idénticas. Y por un instante lo que más le perturba es pensar que sus pechos también puedan lucir tan decaídos.

En ese preciso momento el policía le espeta una pregunta que no sólo suena abrupta sino redundante si consideramos que a escaso metro y medio de distancia la televisión muestra con claridad al sujeto de referencia retorciéndose entre sus piernas:

ųƑConoce usted a este hombre?

Basta un breve examen de conciencia para reconocer la intensidad de esos relámpagos de fantasía erótica que suelen asaltarnos en la proximidad de lo que no nos atrevemos a ver sino como muy improbables objetos de deseo. Quien nunca haya malabareado en su imaginación con las posibilidades carnales de alguna o varias de las muchas mujeres que van y vienen a su alrededor en un día cualquiera, que tire la primera piedra. Por lo tanto, conviene abordar el caso del señor Malone sin prejuicios moralistas, ya que tal vez lo único que lo separa de la mayoría de nosotros es que él decidió que valía la pena trasladar los insustanciales ejercicios de la imaginación a los agrestes terrenos de la práctica.

Y de entrada debe acreditarse en su descargo una sólida estratagema y una ejecución impecable. Ninguna de las mujeres a las que invitó a salir, narcotizó en algún momento de la cena y condujo más tarde al motel para consumar sus modestas aspiraciones de porno star, conservaba recuerdo alguno de la parte furtiva de aquellas veladas hasta que la policía les refrescó la memoria en la forma más o menos brutal que hemos intentado recrear anteriormente.

Y como sucedió que por gracia de Dios ninguna de estas castas señoras se descubrió súbitamente embarazada sin poder poner fecha y hora al encuentro íntimo que diera cuenta de tan radical alteración en su metabolismo (caso que las hubiera orillado a concluir que el Mesías había elegido su vientre como vehículo glorioso de un segundo advenimiento), todas ellas habían seguido con su vida tan tranquilas, cargando sólo con la pena de haberse pasado de copas durante el malogrado rendez-vous con el gentil y generoso señor Malone.

Convengamos ahora en que es precisamente la tenue línea que separa al pensamiento del acto lo que distingue al pecado (o al arte) del crimen. Y que el argumento de mayor peso para justificar dicha distinción es el impacto tan diferente que éste y aquél tienen sobre sus respectivos objetos. Pero no resulta claro qué fue peor en este caso para las víctimas, si la fechoría en sí, cubierta por el velo de la ignorancia, o la atroz conciencia de los hechos, aunque llegara acompañada por la acción de la justicia.

Como en el canon clásico de la tragedia, a pesar del improbable escenario western, el sufrimiento de los personajes se desata cuando el hilo que conduce a la verdad es puesto en escena por la mano del destino: una mañana cualquiera la esposa del señor Malone, que está separada de su marido desde hace algunos meses pero considera una inminente reconciliación, acude a su casa de Irving, un suburbio de Dallas, para tomar prestada la cámara de video. Hay un caset puesto y la señora de Malone decide revisarlo; no desea borrar por equivocación alguno de esos momentos felices que, a pesar de los muchos sinsabores, constituyen también una parte sustancial de su vida en común. Pero las imágenes que aparecen frente a sus ojos cancelan en definitiva cualquier posible reencuentro.

Lo demás va sucediendo con la predecible monotonía de una hilera de piezas de dominó que se arrastran una a la otra en su caída: la confrontación cara a cara, el patético secuestro de la hija común para tratar de forzar un intercambio, la delación, el arresto de Malone, las demandas millonarias de las víctimas, el clamor justiciero de la prensa y la puesta en marcha de la fría maquinaria encargada de llevar hasta sus límites la letra de la ley.

Los cuadros finales de la obra aún están por escribirse, pero desde ahora alcanzamos a vislumbrar un paisaje desolador, poblado por las fantasmales figuras de la esposa, carcomida por el remordimiento de haber revelado al mundo la naturaleza monstruosa del padre de sus hijos, un ramillete de mujeres en diversos estadios de reconstrucción psicológica en otros tantos divanes de cuero y unos niños con la coartada perfecta para aspirar a una vida de asesinos en serie.

La única luz recae sobre el protagonista, quien es conducido por el rígido brazo de la justicia hacia las cámaras de expiación, donde acaso conocerá la paz que nunca pudo encontrar ni en el calor de la vida hogareña ni en la soledad de sus orgías unipersonales.

Porque sólo la búsqueda inconsciente de castigo puede explicar la torpeza de producir las únicas evidencias de lo que pudieron haber sido crímenes perfectos. A menos que el propósito de esas cintas no haya sido otro que sacar adelante las irremontables tardes del viernes, con pizza a domicilio, diet coke y una prudente caja de klínex al alcance de la mano.