La Jornada Semanal, 9 de enero de 2000



Joseph Roth

Albania

El gran novelista vienés Joseph Roth dice en este ensayo que ``las naves lejanas se detienen en un puerto albanés sólo una vez a la semana, y el peso de lo exótico del lugar es doblemente cruel en tanto es una pena escogida libremente''. Es notable la forma en que Roth describe a un hermoso y martirizado país situado, en muchos sentidos, en la periferia de Europa. Habla de la gentileza, el silencio, la mansedumbre y la modestia que caracterizaban a los albaneses en los primeros años de este siglo, así como de la grave ``deserotización'' que afectaba sus vidas y los ponía al alcance del autoritarismo.

Albania es bella, infeliz y, a pesar de su actualidad, aburrida. Las montañas son a veces de una indefinida sustancia clara, se podrían tomar por cúmulos de vidrio pintados de verde. Sólo en las mañanas grises, cuando el cielo no está cubierto de nubes auténticas sino de un sutil gabán de tela de nube, se descubre que las montañas son de piedra. Entonces se vuelven más sólidas y más inexorables; todo el país es como un corral cerrado, ceñido por muros de prisión naturales. La libertad es un concepto relativo; se advierte de inmediato la falta de vías férreas que nos conduzcan al siglo que es nuestra patria, se oye que las naves lejanas de aquí dos horas, cuatro horas, doce horas, se detienen en un puerto albanés sólo una vez a la semana, y el peso de lo exótico es doblemente cruel en tanto es una pena escogida libremente. Vista desde Berlín, la venganza de sangre es más interesante. En su patria, en cambio, se torna indiferente y obvia, cargada de suciedad, chinches, noches sombrías, lámparas de petróleo rotas, comidas grasosas, ataques de malaria, té de algas marinas.

En tales circunstancias soy menos sensible a la belleza natural que los turistas natos, con su optimismo. Registro lo más que puedo: tranquilas mañanas azules de una simplicidad suprema, plenas de un sol que calcina hasta la sombra y se resiente en cada oquedad; pájaros solitarios (aquí son raros, pues la gente está siempre atenta a disparar) en el aire y, naturalmente, en las ramas; bosques en los que reinan soberanos el silencio, la profundidad, el infinito y el olvido. Alguna casa, sin ventanas, tapiada por completo: cubos de piedra sordos y ciegos, bajos, enigmáticos y trágicos, cargados de destinos y de misteriosas maldiciones. Sobre cada una de las casas, fabricadas a manera de ofrecer tregua a un asesino, asilo a quien es perseguido, seguridad a una tribu entera, se cierne la llamada fascinación de lo desconocido, de la que prefiero mantenerme apartado. Aquí, sin el permiso del dueño de casa, no se puede poner pie ni en la más miserable choza. Pero si se ha obtenido el permiso, la hospitalidad es cordial y ejercida a riesgo de la vida propia. Una costumbre hermosa, la hospitalidad, y además conlleva las demostraciones más nobles de humanidad. Pero encuentra sus buenas razones en la reflexión egoísta de hombres que en lugar de una jurisdicción tienen la venganza de sangre, por lo que se debe descansar en algún sitio si se es perseguido. Reflexionando con coherencia y escepticismo, se llega a la conclusión de que una buena policía es mejor que la hospitalidad.

Que no se molesten los albaneses y otras naciones si no soy lo suficientemente capaz de apreciar un conservadurismo improductivo. Por desgracia los albaneses tienen, junto a otras características que admiro, ésta que sólo yo puedo entender: se proponen de manera obsesiva mantener las costumbres antiguas, y no sólo en tanto a permanecer albaneses al máximo posible en perjuicio de la humanidad, sino a cultivar su peculiaridad étnica en menoscabo de la nación. Los albaneses que viven fuera del país se atrincheran voluntariamente, se casan entre ellos y desconfían del ambiente circundante. En América siguen siendo albaneses, hablan albanés entre ellos y después de un decenio regresan: ¿con qué fin? Para usar en Albania una carrillera de balas. Tienen, como otros pueblos pequeños, ese tipo de fidelidad nacional que ayuda a la nación a extinguirse y mantiene pobre la cultura nacional. De ahí resulta que la lengua albanesa no tenga aún hoy una palabra para ``amor'', ni definiciones precisas para los colores del arco iris, ni una palabra para ``alma'', tampoco una palabra particular para ``Dios''; en consecuencia, la literatura albanesa, o al menos una cierta imagen de la vida albanesa moderna, podría ser más rica y en cambio sigue siendo elemental, más o menos como los primeros cantos del hombre europeo, y permanece incluso a la zaga del desarrollo de este lento país. Los temas literarios son escenas bucólicas de familia. Junto al tradicionalismo nacional también la vindicación tribal vive en perjuicio de la religión. Los albaneses no son de hecho muy creyentes. Pero su afiliación a un credo basta para inducirlos a mirar con sospecha a quien pertenece a otros credos.

Sé que la mayor parte de las ``características nacionales'' son fruto de la historia infeliz, de las ásperas luchas seculares contra los turcos. Pero miles de albaneses se han puesto espontáneamente al servicio de los turcos, han sido favoritos, generales, funcionarios de los turcos, han contribuido a someter su tierra permaneciendo, no obstante, albaneses. ¡Artes de la naturaleza nativa! Un mayor albanés me ha dicho: ``En el fondo es una fortuna que los turcos nos hayan sometido excluyéndonos de su cultura, pues de otra forma la lengua albanesa, hoy, habría desaparecido sin dejar trazas.'' Como he dicho, era un mayor albanés quien así hablaba. Por eso no le he dado la respuesta que tenía en la punta de la lengua, y que es ésta: ``¿Y usted qué gana? Dígale a su bella esposa: `¡Te amo!' en albanés. ¿No sería mejor decir todo en turco en vez de sólo la mitad en albanés? Es un delito someter a una nación. Sobre ello estoy de acuerdo con usted. Pero loar el resultado negativo de esta sumisión, que consiste en el mantenimiento casual de una lengua científicamente interesante, alabarlo sólo por esto, es orgullo nacional pueril y equivocado.'' Pero no le dije nada.

A través de ciudades de una inmensa lobreguez llegué a otras de una simple y gran tristeza. Vi Elbasan. Es una de las más antiguas ciudades del país. Sus casas de piedra en corrales de piedra; en jardines de piedra tienen la grandiosidad de la muerte y además su idílica tristeza. No hay nada más patético que este verde entre las piedras, este musgo suave y húmedo en los surcos y en las trabes oblicuas: el florecimiento de la podredumbre y de la nada. La piedra parece, si cabe decirlo, aún más piedra. La ciudad en sus espirales, con su bazar curvo y sus callejones con arcos, recuerda una especie de concha de caracol gigantesca y lunática, desafiando enroscada cada regla, cuyo primer habitante dejó al morir el puesto a una horda de ambulantes desidiosos, oscuros, vestidos de modo pintoresco y, por añadidura, cargadosÊde suciedad y de achaques. Entre otras cosas, la mayor parte de las casas de Elbasan pertenecen al señor Shefgiet Verlaci, futuro suegro de Ahmed Zogu, rey de Albania. En Elbasan se encuentra uno de los lugares de oración más bellos, más bastos, más verdes de todo el país: una extensión sobre la que se arrellanan en la tarde calurosa los sacerdotes y sus discípulos dedicados a la metafísica. Al este se ubican los grandes cementerios mahometanos con lápidas que semejan hongos gigantescos; al sur está el famoso puente Skumli, que ha sido volado; más adelante, un olivar, muy extenso, verde oscuro, un bosque-escenario para la representación de una fábula.

Citaré a Croia. Es idílica, primitiva. Hace pensar en los primeros libros de Moisés, en la historia en la que se cuenta cómo Rebeca fue al pozo. Un vello juvenil, inocente, bíblico se propaga sobre la ciudad rústica, en la que se cuecen ollas en grandes hornos incandescentes al aire libre, ollas tipo Antiguo testamento, jarras con asas de arcilla pura, de un café virginal, con cuellos y flancos esbeltos, juveniles, de bocas estrechas, un poco rudimentarias. En fogatas callejeras hierve el café turco. La cafetería se reduce a una cafetera y una balanza fija, con dos platos sobre los que tintinean algunas tacitas llenas de líquido negro, denso y dulce. Esta ciudad es gobernada con mano de hierro por un comandante de la gendarmería que antes era un jefe de bandas (vulgarmente bandido). Tiene un bello uniforme con estrellas doradas.

Por las calles se encuentran escenas que calcan la Biblia: pastores con chales para protegerse del sol, corderos pintos, cabañas de follaje, tiendas de sauce trenzado, hombres en ancas de mulos, mujeres veladas que caminan mientras tejen. El país es tan pacífico que apenas pueden creerse sus peligrosas y sanguinarias traiciones. Y sin embargo he conocido a un hombre que una vez quería vengar a un amigo y por error mató a un inocente. Ciertamente fue desafortunado. De hecho, este inocente tenía siete hermanos, ni más ni menos, y ahora persiguen al asesino, quien ha mandado diversos emisarios pero se necesitará tiempo antes de lograr un acuerdo. Desde hace tres meses espera la muerte cada hora. Y no es un albanés primitivo. Es un hombre que ha vivido en París como artesano y volvió expresamente para hacer esta venganza de sangre. Si bien están tras su pista, él sigue la del verdadero asesino de su amigo.

Cuando se llega a ciudades más europeas como Scuteri, Valona, Corizza, ciudades de cuellos altos, corbatas, postales, hojas de afeitar, engastes de oro, autos Ford y abogados, entonces se cree aún menos en la posibilidad de una estrecha cercanía entre la épica heroica y la semicultura. En cambio, el hermano del barbero es un bandido auténtico y de mucho éxito. Si va a la ciudad, va a rasurarse, toma un café y habla como tú o como yo. Todos somos seres humanos.

Los albaneses que viven en la ciudad son los más temerosos de la conversación. En estas latitudes se necesita más valor para hablar que para disparar. Antes de manifestar su verdadera opinión un albanés prefiere disparar. Teme que las paredes tengan orejas. En cualquier persona ve a un espía, pero tiene razón a medias porque sólo un individuo de cada dos es espía. No existe una ``Ochrana'' albanesa semejante a esa capilar organización rusa pues cada ciudadano albanés, con pasión y sin que le sea ordenado, observa a los vecinos, qué hacen y a dónde van; siente un placer infantil al revelar ``secretos'' y ve peligrosos secretos en sucesos inocuos y perfectamente claros. Los albaneses se complican la vida. Quizá un extranjero no sea observado de modo particular, pero es observado por todos con pasión y un primitivo interés. Muchos albaneses, conocidos casualmente, me han dicho a quemarropa, con un aire de entendimiento: ``Usted es periodista'' -como si hubiera tratado de ocultarlo y me debiera sentir descubierto. Pero si yo preguntaba: ``¿Qué hay de nuevo?'' o bien: ``¿Qué dice su periódico albanés que no entiendo?'', entonces alzaban los hombros, porque ``lo nuevo'' es muy peligroso y cada palabra que semeja una ``novedad'' podría ser fatal. Una fórmula invariable es la respuesta: ``¡No sé nada de nuevo! Cuénteme algo usted. ¡Usted lo sabe casi todo!''ÊY entonces se puede estar seguro de que el taciturno albanés correrá pronto a alguna oficina competente para referir: ``Ha dicho queÉ'' El gusto de espiar es tan grande en estos hombres, como el miedo a exponer una opinión. Y manifiestan tan raramente una opinión que con el tiempo dejan de tener opiniones propias para escuchar únicamente las de los demás. De hecho, ¿de qué sirve una opinión que no se dice? Una convicción política es sustituida por una adhesión al partido político, una batalla por la conspiración, la palabra por la alusión, la atención por el miedo. En este país no está seguro ni quien gobierna ni quien es gobernado. No habría una opinión pública ni aunque estuviera permitido. En el curso de largos siglos los albaneses han perdido todo el placer que puede provenir del derecho de expresar la opinión personal. También de sucesos indiscutibles hacen turbios enigmas. No son de su gusto las cosas carentes de peligro.

Sus virtudes son: gentileza, silencio, mansedumbre, modestia. Su característica más peligrosa: el amor por el dinero. Hay lugares en los que los campesinos han sepultado sacos de oro y siguen acumulando con celo más oro. Tal vez su frugalidad tiene que ver con la avaricia. Por ello, más que flojos en cuanto al trabajo, son simplemente débiles. Producen mucho menos que el resto de los europeos porque están peor nutridos. Su sobriedad roza el absurdo. Su modestiaÊes triste y opresiva -opresiva en cuanto a la vida privada de las mujeres en las ciudades, donde por días no se ve una mujer, no se escucha una voz argentina. La vida está deserotizada, el amor degradado a virtud doméstica, y un paseo es tan aburrido como un fin de semana.

¡Qué tierra ésta!...

Arriba: busto de Skandenberg, héroe nacional de la lucha contra los turcos
Traducción del italiano de José Abdón Flores de León