La Jornada Semanal, 9 de enero de 2000



Enrique Florescano

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Identidad étnica

Aquí publicamos un fragmento del libro Memoria indígena de Enrique Florescano, puesto en circulación recientemente por Taurus. El maestro Florescano nos habla de ``la persistencia de la antigua cosmovisión mesoamericana'' y se pregunta: ``¿Cuáles fueron las correas de transmisión de esta memoria milenaria?'' ``El proceso histórico es una combinación de herencias culturales estables y acontecimientos históricos coyunturales'', afirma el autor después de analizar ``los modos de vida de los campesinos, las mentalidades tradicionales y los mitos de identidad''. El libro de Florescano es ya una referencia imprescindible para entender la permanencia de nuestro pasado indígena.

Los actuales grupos étnicos de México y Centroamérica se mantuvieron fieles a las tradiciones campesinas que a lo largo de siglos los formaron como pueblo y les impusieron una manera de vivir y comprender el mundo. Su concepción del cosmos, al igual que la de sus antepasados, es una concepción campesina del mundo, fundada en la creación maravillosa de las plantas cultivadas y el origen del maíz. Su idea de la división del cosmos y de los mecanismos que regulan el universo se sustenta en los movimientos del sol, el gran ordenador, junto con la propia actividad agrícola, de las tareas cotidianas, las fiestas y los calendarios de los pueblos campesinos.

¿Cómo se explica que al cabo de 500 años de imposición de nuevos dioses, cultos y regímenes políticos, el estado español, la iglesia católica y los gobiernos nacionales no pudieran cambiar las antiguas creencias de los indígenas? Creo que la respuesta se encuentra en las estructuras internas sobre las que reposan estos pueblos. Se trata de colectividades unidas por prácticas agrícolas dedicadas a la sobrevivencia del grupo. Los antropólogos y los historiadores, al sobrevalorar las ideologías, olvidaron que las identidades son resultado de prácticas sociales repetidas a través de los siglos. Frente a la evanescente duración de las ideologías debe recordarse que la práctica de sembrar, regar, desyerbar, proteger, cosechar y almacenar el maíz ha sido la tarea colectiva absorbente de los indígenas desde hace cinco mil años por lo menos. Esta costumbre fue la que creó el vínculo milenario entre el campesino y la milpa, entre el ser humano y la tierra que lo alimenta. Esta práctica cotidiana forjó los lazos de identidad que unieron a un campesino con otro, y fue el crisol donde cristalizaron las formas de vida campesina que perduran hasta nuestros días.

Dicho con otras palabras: el cultivo del maíz es sinónimo de identidad indígena, de una forma específica de vida campesina. La relación con la milpa fue el cordón que ató al campesino con el ciclo agrícola regulado por el movimiento del sol y la unión de estos dos mecanismos ordenadores fijó el lugar donde vivir, el tamaño de la familia, los ciclos de trabajo, la dieta alimenticia, la dependencia ante los cambios de la naturaleza, el culto a los fenómenos que intervenían en la germinación de las plantas y la idea de que sobrevivir, como dice Nancy Farris, es sobre todo una empresa colectiva.

La hondura de esta identidad y su capacidad para sortear las amenazas del exterior se aprecia con fuerza en la fiesta de la Santa Cruz. Como respuesta al empeño de la iglesia católica de cambiar la fecha calendárica y la significación agrícola de la ceremonia que celebraba el fin de la temporada de secas y el comienzo de la de lluvias, la comunidad campesina puso en movimiento sus artes defensivas para mantener esa efeméride como un rito agrícola. Ante la presión de modificar una fecha impuesta por el calendario solar y la compulsión de sembrar el maíz en el momento establecido por una experiencia de siglos, los pueblos indígenas optaron por celebrar el 3 de mayo la fiesta de la Santa Cruz, pero atribuyéndole el antiguo sentido agrícola y acompañándola de los ritos tradicionales de los campesinos de Mesoamérica.

Frente a la amenaza de que los santos y ritos cristianos pudieran afectar las antiguas identidades indígenas, éstos reactivaron sus mecanismos integradores y sobrepusieron a la ceremonia católica el ritual de las comunidades campesinas. En lugar de someterse a los dictados del ritual cristiano la fiesta de la Santa Cruz, siguió siendo un rito campesino que se verificaba en la cima de los cerros, en los campos de cultivo y en los barrios y altares de la aldea. Era una ceremonia cuyos ritos y simbolismo estaban más cerca de las rogativas aztecas escenificadas en la cima del Monte Tláloc que de los cultos cristianos. Como se recordará, en esas fechas los dirigentes mexicas iban en peregrinación al templo de Tláloc edificado en esta montaña, y al llegar a ese sitio sagrado hacían sus sacrificios y depositaban sus ofrendas a la deidad de las aguas. Siguiendo esa tradición, la fiesta de la Santa Cruz continuó siendo un rito campesino de petición de lluvias. Como se trataba de la preservación de la comunidad campesina, todos sus miembros participaban en ese rito desempeñando las tareas más arduas y humildes. La ceremonia misma, con sus diversas fases de procesión, ofrenda, canto, danza, trabajo, convite colectivo, rogativas, construcción, divertimento y borrachera, era una ocasión de encuentro e identidad colectiva. Un momento de fraternidad que reafirmaba los lazos de reciprocidad que unían a la sociedad campesina. La familia campesina concurría unida a esta ceremonia y le ofrecía a la Santa Cruz de los Mantenimientos sus ofrendas más preciadas para que la Madre Tierra, a su vez, le brindara los alimentos necesarios para la preservación de la comunidad.

La persistencia de la antigua cosmovisión mesoamericana a través de los siglos, y la continuidad de los ritos, fechas calendáricas y tradiciones campesinas obliga a preguntar: ¿cuáles fueron las correas de transmisión de esta memoria milenaria? O dicho con otras palabras: si la identidad étnica es el conjunto de prácticas realizadas de modo solidario por un pueblo en el transcurso de los años, ¿cuál fue el mecanismo que hizo que esos hábitos se transmitieran eficazmente de una generación a la siguiente?

Se trata de preguntas que hasta la fecha no han recibido respuesta satisfactoria. Son también preguntas importantes porque están vinculadas al asunto que aquí más interesa: ¿cómo se recoge y transmite la memoria en las culturas indígenas? Hubo, por supuesto, quienes pensaron que las complejas ideas acerca de la creación del cosmos y el destino de los seres humanos sólo pudieron ser formuladas por los dirigentes de los antiguos reinos de Mesoamérica. Pero innumerables testimonios muestran que la antigua cosmovisión indígena siguió reproduciéndose (con variantes, pero manteniendo el núcleo original) cuando ya hacía tiempo que habían desaparecido los reinos y sus gobernantes. Estas evidencias llevaron a reconocer que la cosmovisión indígena era una representación del mundo compartida por todos los sectores de la sociedad. En este sentido, David Freidel dice: ``Nuestra experiencia y estudios nos han convencido [...] de que una visión maya unificada de la cosmología y el ritual ha permanecido por lo menos durante dos milenios.'' Y agrega que si a primera vista ``en la antigüedad maya el mundo de las élites y de los comuneros puede parecer dividido'', ambos grupos ``no pudieron estar tan unidos después de la conquista si no hubieran compartido una visión del mundo y una cosmología que brotaba desdeÊel fondo de la sociedad y se extendía hasta su parte más alta''. Asimismo, Alfredo López Austin piensa que ``la cosmovisión [...] tiene su fuente principal en las actividades cotidianas y diversificadas de todos los miembros de una colectividad que, en su manejo de la naturaleza y en su trato social, integran representaciones colectivas y crean pautas de conducta en los diferentes ámbitos de la acción''.

Pero todo esto deja sin respuesta una pregunta insistente: ¿cómo pudo una sociedad campesina carente de escritura y de las instituciones estatales que articulaban la memoria social transmitir durante centurias una cosmovisión unitaria del mundo y una memoria compiladora de las más antiguas tradiciones indígenas? Creo que la respuesta a este enigma siempre estuvo a la vista de los antropólogos e historiadores, pero no la percibieron porque aquélla no era una pregunta que entonces los inquietara, y porque cuando de verdad trataron de responderla fueron a tocar en la puerta equivocada. Es decir, la costumbre de los rastreadores de la memoria ha sido buscarla en los repositorios donde la tradición occidental suele conservarla y transmitirla: en los textos escritos. En contra de esa presunción puedo afirmar que los instrumentos que los pueblos indígenas utilizaron como correas de transmisión de la memoria colectiva fueron el rito, el calendario solar y el religioso, los mitos y la tradición oral. Estos instrumentos casi nunca han figurado en los estudios históricos como almacenadores y conductores de la memoria, y aún hoy no son reconocidos como portadores eminentes de la memoria campesina. Y sin embargo, las evidencias disponibles no mienten: en la tradición campesina estos fueron los principales conductores de la memoria colectiva. Veamos las pruebas.

Los ritos

Los ritos que actualizaban la creación del cosmos al comenzar el año agrícola, el gran rito del inicio de las siembras el 3 de mayo, la fiesta de la cosecha y los ritos que celebraban al santo patrono del pueblo, eran actos que simultáneamente congregaban a la población, transmitían la memoria étnica y fortalecían la identidad colectiva. Por la vía de convocar a la población y de hacerla actuar en un acto colectivo, el rito transmitía con vigor un mensaje de identidad que hacía vibrar a los individuos y contaminaba al conjunto social.

A su vez, cada uno de estos ritos repetido a lo largo del año era una cápsula de la memoria ancestral. Por medio de la escenificación, la música, la danza, el canto y la actuación corporal, el rito actualizaba y dramatizaba la historia de los orígenes del cosmos, revivía a los ancestros fundadores y recordaba los valores que habían fortalecido al grupo. Gracias a su virtud de actuar, objetivar y representar en vivo las creencias, el rito interiorizó en la comunidad los valores que enaltecían el culto a los ancestros, el amor a la milpa, la unidad de la familia, la defensa de las tierras, el trabajo comunitario y el sentido de pertenencia al grupo étnico. La reiteración de estos valores en los ritos anuales forjó una memoria que se nutría de la repetición de sus propias representaciones y que insistía en ser actualizada en cada nueva escenificación. Creó una memoria que se activaba en cada celebración y un emisor que hacía llegar su mensaje a todos los espectadores con independencia de la edad, el sexo, la condición social o la lengua.

Los calendarios

En contraste con el rito, cuyas representaciones se limitaban al ámbito religioso, el calendario recogía las fechas sagradas y las profanas, conmemoraba los hechos sobrenaturales, registraba los cambios observados en el mundo natural y las acciones humanas e incorporó en sus efemérides los fastos del estado, las hazañas de los gobernantes y los acontecimientos que forjaron la unidad del grupo.

En estos calendarios se estableció la duración del año solar, sus subdivisiones y el día en que comenzó a contarse el tiempo. El calendario adivinatorio fue proscrito desde los primeros días de la Conquista y a pesar de ello sobrevivió hasta nuestros días. El que interesa aquí es el calendario solar de 365 días, porque éste fue el instrumento que guardó las efemérides y la memoria indígena con mayor fidelidad.

Aun cuando los pueblos indígenas perdieron el conocimiento escrito del calendario, conservaron ese saber a través de la memoria transmitida por medios orales. Mediante la transmisión oral del antiguo calendario llevaron un registro minucioso de la cuenta de los días y de las divisiones del año, perpetuaron las prácticas agrícolas tradicionales y acompasaron las actividades mundanas y religiosas al movimiento anual del sol. Conservaron la creencia de que el tiempo fuerte había sido el de la creación prístina, cuando nacieron el cosmos, la tierra, el sol, el maíz, los seres humanos y la vida civilizada. Sus mitos de fundación y su concepción del mundo le atribuyeron a este momento inaugural la calidad de un tiempo cargado de vitalidad plena.

En su concepción del pasado, los ancestros y lo más antiguo eran lo más sagrado. No es un azar que los dos acontecimientos más celebrados por el calendario indígena desde la Conquista hasta el presente sean la fiesta de la Santa Cruz el 3 de mayo (fecha del inicio de las siembras en el antiguo calendario) y la conmemoración de los ancestros el día de muertos. La memoria indígena de los tiempos modernos y contemporáneos ya no celebró la fundación del reino y las glorias de los gobernantes, como había sido la costumbre en la época clásica de Mesoamérica. Pero sus descendientes continuaron recordando a los antepasados, hasta convertir esas remembranzas en un culto a los ancestros fundadores de la civilización y las tradiciones indígenas.

El calendario agrícola que los campesinos conservan grabado en lo más profundo de su memoria se integró al calendario de fiestas religiosas establecido por la iglesia católica, y esta combinación creó el repositorio esencial de la memoria indígena. Los acontecimientos guardados en ese depósito conmemoraron la fundación del pueblo y el otorgamiento de sus tierras (la fiesta del santo patrono); los grandes momentos del ciclo agrícola que proveía el sustento de la comunidad (siembra y cosecha); los episodios centrales de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, escenificados durante la festividad de Semana Santa, la peregrinación y homenaje a la virgen de Guadalupe el 12 de diciembre; la ceremonia de otorgamiento de los bastones de mando y de los cargos religiosos a las autoridades locales a principios del año y otras efemérides pueblerinas y nacionales de menor irradiación. La conmemoración de estos acontecimientos en los últimos 200 años se convirtió en el principal activador de la memoria de los pueblos y en el mayor inductor de la cohesión y la identidad campesinas.

Los mitos y la tradición oral

La concepción que los indígenas actuales elaboraron de la creación del cosmos y las tareas de los hombres en la tierra, es una tradición heredada de la civilización mesoamericana, difundida por los canales del discurso oral: de la boca al oído. Más aún, la mayoría de los mitos cosmogónicos fueron transmitidos a los frailes y conquistadores españoles por medios orales. Asimismo, los mitos sobre la creación del cosmos y el origen de los hombres, recreados desde el siglo XVI hasta nuestros días, fueron transmitidos por los mismos indígenas a sus descendientes en forma oral, y éstos a su vez los dieron a conocer del mismo modo a los frailes, exploradores, eruditos, curiosos, antropólogos e historiadores que más tarde preguntaron por ellos y se apresuraron a registrarlos en forma escrita.

De modo que uno de los rasgos constantes de la memoria indígena es su oralidad, la cualidad de transmitirse en forma hablada de un individuo a otro. Esta naturaleza de la memoria indígena explica su tendencia a la repetición, su obsesión por contar una y otra vez la misma historia para conjurar el riesgo del olvido. De ahí, también, su tradicionalismo en las técnicas y formas de transmisión. Como se ha visto aquí, la memoria indígena relató el origen del cosmos, los seres humanos, el maíz y el comienzo de la vida civilizada por medio de la fórmula del mito cosmogónico que hoy, cuando han transcurrido más de tres mil años desde su primera aparición, sigue repitiéndose en las comunidades indígenas de México y Guatemala.

Como observó Jan Vansina, los mitos que narran la creación del cosmos, los ritos que escenificaban el comienzo del año agrícola o los cantos que relataban el origen del pueblo o la fundación del reino, eran tradiciones orales concentradas en transmitir mensajes. Este mensaje, repetido y recreado incesantemente por cada generación, tenía el propósito de fortalecer la identidad de los miembros del grupo étnico. Como se advierte en las líneas que ha recorrido antes el lector, los yaquis, los chamulas, los purépechas, los nahuas, los chortís y los huicholes cultivaron la obsesión de narrarse su propia historia y exaltar los valores que forjaron su identidad.

En las últimas décadas de este siglo creció el interés por los testimonios orales, musicales y simbólicos de los pueblos que no usan la escritura como forma común de comunicación. Como sabemos, estos testimonios existieron siempre, pero en el pasado fueron ignorados o calificados de incomprensibles y bárbaros. Después de vencer grandes obstáculos para penetrar en el conocimiento de sus contenidos, apenas se ha comenzado a descifrar los mensajes transmitidos en fórmulas canónicas explícitas, como los almacenados en los mitos que relatan el origen del cosmos. Falta explorar la plétora de testimonios producidos por grupos e individuos que no tuvieron acceso a formas de comunicación institucionales y canónicas. Por ejemplo, ignoramos los mecanismos de transmisión de la memoria familiar. Una idea del tamaño de nuestra ignorancia en estas vertientes de la memoria oral la sugiere el hecho de que ni siquiera se ha registrado el contenido de los mensajes que los abuelos y los padres transmitían a sus hijos. No sabemos nada sobre la función de las madres en la formación de la memoria étnica. Desconocemos, asimismo, las formas de relación y retroalimentación que se establecieron entre la memoria familiar y la memoria del grupo étnico.

Quizá cuando se estudien estos temas olvidados se llegue a la conclusión de que el ámbito de libertad de la memoria individual y familiar era muy restringido en las sociedades campesinas. Probablemente los individuos, como es el caso del autor de este libro, cuando imaginaban que emprendían una obra personal o una revisión audaz del pasado, en realidad sólo eran el instrumento elegido por la colectividad para actualizar una vez más la memoria colectiva. Lo cierto es que mediante estos procedimientos la memoria indígena que empezó a construirse hace miles de años se ha prolongado hasta el presente, y sigue dominada por la antigua obsesión de salvaguardar la existencia del grupo mediante el procedimiento de inculcar en las nuevas generaciones los legados que construyeron la comunidad campesina y forjaron los armazones que modelaron su identidad.

Durante más de tres mil años el mito de la creación del cosmos y el origen de los seres humanos no cesa de repetirse en los confines de la antigua Mesoamérica y en los espacios más anchos del México actual. Da la impresión, a primera vista, de que es un relato inmune a las transformaciones históricas promovidas por los hombres. Pero no es así. Es un mito que en cada una de sus distintas versiones lleva impresas las huellas del tiempo y las circunstancias que lo produjeron. Es decir, es un mito cargado de historia, un relato que transporta en su estructura y formas narrativas los anhelos de los grupos históricos que lo fabricaron. Al contrario de las interpretaciones que consideran al mito como una estructura fija en el tiempo, resistente al mudable proceso histórico, se trata de un relato que si de una parte conserva valores estables (cultura), por otra se transforma cada vez que esos valores chocan e interactúan con las circunstancias propias de cada momento histórico.

Como se advierte, en la historia de México el mito (la estructura) y la historia (el acontecimiento) no han cesado de enriquecerse mutuamente. Al contrario de las interpretaciones que los ven como oposiciones irreductibles, o como una separación tajante entre sincronía y diacronía, el análisis de sus permanencias y transformaciones muestra que el proceso histórico es una combinación de herencias culturales estables (los modos de vida campesinos, las mentalidades tradicionales, los mitos de identidad) y acontecimientos históricos coyunturales. Como dice Gary Urton, a propósito de procesos semejantes observados en Perú, ``la historia es el producto de discursos sincrónicos y diacrónicos, a menudo verbalizados en mitohistorias que conjugan las condiciones de la vida material (el ciclo agrícola-pastoral, por ejemplo), y la práctica ritual''.