La Jornada Semanal, 16 de enero de 2000



(h)ojeadas

canto decantado

Enrique Héctor González

Víctor Flores Olea y Abelardo Mariña Flores,
Crítica de la globalidad,
Fondo de Cultura Económica,
México, 1999.

El pesadillesco fin de milenio que tocó a nuestra puerta hace medio mes o que lo hará dentro de casi un año (según el lado de la pueril polémica al que el lector quiera adscribirse) ha contado, entre sus más inmodestas proposiciones, la de asumir que el mundo cuidadosamente desorientado en que vivimos está por uniformarse bajo el signo de una mundialización económica menos mundana que munificente: el umbral del paraíso está por dejarnos entrar a su mansión globalizada, el reino de este mundo que promete incorporarnos (tambor y taumaturgia) nada menos que a la irreversible versión de una economía mental sana en un cuerpo político no importa qué tan insano. De Milton a Balzac, a Marcel Proust son ya muchas cosas las que hemos perdido: un paraíso, las ilusiones, un tiempo difícil de recuperar; así que por eso la posmodernidad propone (canta la sirena) un rescate en el que la literatura ya no cree, pero eso a quién le preocupa: en la antesala del siglo XXI la globalización ofrece una salida (al mismo patio trasero) a las precarias economías del subdesarrollo, con tal de que asuman un modelo impecablemente fundado en las luces de la razón -o algo por el estilo.

El libro escrito al alimón por Mariña Flores y Flores Olea es muy probablemente el compendio mejor sustentado para desflorar a la virgen de los pétalos pudibundos, cuyos baños de pureza tecnocrática difícilmente disfrazan las disparidades generadas por sus aguas residuales: la ``concentración extrema de la riqueza'' y la ``pavorosa ampliación de la pobreza'' a las que aluden los autores. La investigación, en efecto, es de una rigurosidad casi despiadada, pues perfila el fenómeno como la violenta estación a donde nos ha conducido la aventura de la razón moderna. Lyotard y Wellmer y sus cuidadosas reflexiones llevan de la mano a los Flores, aguas arriba -ascenso salmónico y salomónico al mismo tiempo-, a las fuentes originales de la modernidad (¿Gutemberg y su imprenta?, ¿la impronta de Colón?, ¿Descartes y Newton, Kant y Hegel?, ¿las revoluciones francesa y norteamericana?), en busca del hilo conductor que desemboca en el fastuoso despliegue de las economías multinacionales que conocemos por globalización, hirsuto eufemismo cuya equidad está fundada, como en el globo aerostático, a partir del fuego que se produce en su parte baja, vale decir, en la desarbolada hoguera de las economías más ahogadas.

El énfasis con que el libro subraya la autodestrucción inherente a un proyecto de esta magnitud no es producto del fácil vaticinio o de un acceso de pesimismo -aunque sí, tal vez, de cierto nihilismo libresco. El examen de la Razón con mayúscula, criticada por Kant, expoliada por Nietzsche, redondamente reventada por la cultura contemporánea (de Joyce a Pound, de Picabia a Picasso, de Schoenberg a Stockhausen), obliga a los autores a reconocer que su ``novísimo curso'' -y las súbitas veleidades de la historia no contribuyen sino a comprobarlo- está cifrado en ``la imposibilidad de aprender los procesos sociales en su concreción'', poniendo en duda la legitimidad de un proyecto económico cuyas consecuencias inmediatas y proyecciones mediatas no nos hacen festejar precisamente el ingenio de quienes subrayan sus beneficios.

La globalización política inherente a la del capital, sostienen los autores, no puede soslayar que las sociedades actuales tienden, antes que a una estandarización u homogeneización de sus rostros ocultos -la máscara más cara en términos políticos-, a una defensa, muchas veces enconada, de sus diferencias: de pronto no queda claro cómo la vertiginosa vecindad entre un indígena del altiplano boliviano y un intelectual de Palermo (que aterrorizaba a Borges), dado el venturoso advenimiento de una economía globalizada, se pueda convertir ipso facto en una red de amistades fecundas y de sociedades intersolidarias, cuando la intolerancia y el prejuicio, en el más amplio sentido de ambos términos, es la migaja nuestra del pan cotidiano.

Después de un cuidadoso examen del fenómeno de la internacionalización del capital -que no nace con la globalización sino que ésta, más bien, es una de sus consecuencias naturales-, análisis que parte de la descripción de la modalidad de acumulación taylorista-fordista-keynesiana, Flores y Flores asumen como perspectiva y alternativa a los ``perversos'' efectos de la mundialización económica (que debilita, con el descrédito del Estado regulador, la posibilidad real de la solidaridad social; que favorece indirectamente mercados ilegales y el tráfico de armas y drogas -mecanismo de control político y de acumulación originaria-; que desvaloriza la fuerza laboral y atenta contra el empleo) la ``apremiante necesidad de un proyecto socialista democrático''. Los autores se preguntan si, en sí misma, la planificación centralizada es ineficiente, pero también si una descentralizada pero democrática no puede ofrecer un contrapeso natural a las contradicciones del proyecto político neoliberal y económico globalizador, dada la tenaz persistencia con que se genera inequidad de todos los calibres y escalas en su esfera de acción. ¿Otro acceso utopista? ¿Una temporada más en la infernal estación de la quimera? Todo puede ser, zanjaría socarronamente Sancho, pero conviene reconocer en qué medida no es asimismo utópico el traslado de las naciones tercermundistas desde una economía en desarrollo (que es lo más que podemos decir de la nuestra) al paraíso del libre comercio, con los voraces monopolios multinacionales y su ética estrictamente monetaria supervisando la metamorfosis.

Un renglón relevante en las florecientes reflexiones de este libro corresponde, naturalmente, a la ``cuestión de las industrias culturales'', dada la inquietud inherente a un ex director de Conaculta y espléndido artista visual (como, además de investigador, es Flores Olea) y a un profesor y también investigador universitario (Mariña Flores). De entrada, la estandarización de las diferencias, la cultura como espectáculo desechable, el poema a la manera de un dentífrico verbal para enjuagar y embellecer la sonrisa de quien lo pronuncia -sin que la encía se incendie, el corazón estalle y la imagen (esa pausa mental entre dos incertidumbres, según Djuna Barnes) alcance a reificar el universo-, son aspectos de la globalización que también aterran a los autores. La imagen reposada del consumidor de artefactos culturales ya no pertenece al ámbito de una vida en que la velocidad de las secuencias visuales y el vértigo y simplicidad y ligereza del mundo parecen haberse apoderado de las mentes que han nacido bajo el influjo de estos años movedizos. Los jóvenes, por ejemplo, son incapaces de recrearse en un requinto pinkfloydiano que se prolongue hasta el infinito o con una cinta donde la sucesión incesante de imágenes deje su lugar a un remanso en el que la cámara fije un objeto durante cierto lapso. Pero ello debe ser más un fenómeno de percepción de naturaleza estética que otro subproducto de la globalización. Cierto: la vida moderna relativiza y uniforma; los programas televisivos, la música tecno-industrial, la indiscriminada mezcla del todo en sus partes banalizan el gusto, atentan contra la autenticidad del yo que deslinda y diferencia, que gusta y decide, que discierne y critica. Y sin embargo, la oscilación permanente entre Escila que destruye y Caribdis que anula, entre impulsos negados desde su raíz por voluntades enemigas, es el campo mismo donde nace el arte, la idea, la irrupción espiritual del individuo en el seno de la masa momificada. En este sentido, precisamente, no deja de ser sintomático que, otra vez, la denuncia escandalizada del impacto negativo de la globalización, en el plano cultural, tenga más visos de temor infundado que avisos de daño irreparable. Los Flores citan a Galeano y se adhieren a su denuncia del ``control de las conciencias por parte de las corporaciones internacionales'', amenaza desestimable pues al mismo tiempo puede suponer el mejor estímulo para dar el salto: el arte y la cultura son hijos de las crisis.



Novela

Cela en la costa de la muerte

Juan Antonio Masoliver Rodenas

Camilo José Cela,
Madera de boj,
Espasa Calpe,
Madrid, 1999.

En noviembre de 1936, en plena guerra civil, Camilo José Cela escribió Pisando la dudosa luz del día, que no publicó hasta 1945. José Angel Valente, autor del prólogo a la Poesía completa (1996), escribe que ``todo auténtico novelista ha de estar amparado o protegido por un poeta guardián'', y que, en el caso de Cela, ``el poeta, agradecido, inventa probablemente al narrador y lo acompaña a lo largo de su fecunda trayectoria''.

En efecto, lo que convierte a La familia de Pascual Duarte (1942) en la primera gran novela de la posguerra no es el sombrío realismo sino el lirismo dramático de la segunda parte del libro, así como la peculiarísima estructura que desenmascara los prejuicios morales y literarios del lector, o por lo menos de la mayoría de los críticos. Por lo que se refiere a La colmena (1951), son tres los factores que contribuyen a superar los límites del costumbrismo y del realismo: el tono lírico levemente irónico, el contrapunto y una galería de personajes en la que el protagonista desaparece casi por completo. Con Viaje a la Alcarría (1948), Cela crea la moderna literatura de viaje, impregnada de humor, ternura y delicadeza lírica.

Llegamos así, tras pasar, a grandes saltos, por el radical experimetalismo de Oficio de tinieblas (1973), a Mazurca para dos muertos (1983), crónica, fábula y canto épico de la violencia de la sociedad española, centrada en la provincia gallega de Pontevedra, con un lenguaje que se acerca a la cantilena o la letanía. El número de personajes es ahora casi inabarcable y su presencia física y verbal sustituye de manera casi definitiva al argumento, como lo sustituirá en Cristo versus Arizona (1988).

En esta dirección se desarrolla Madera de boj, donde captar la fina línea argumental resulta imprescindible para entender la peculiar unidad esencial del conjunto, pues las leyes del caos son tan exigentes como las del orden, si es que no son las mismas: ``esto no va ni medio revuelto ni medio confuso, esto va a su ser y con un orden perfecto''. Un orden impuesto por la misma geografía. Cela, que ha inmortalizado la España del interior, dentro de la tradición de los escritores del 98, ambienta ahora su novela en la llamada Costa de la Muerte: ``hay quien piensa que la Costa de la Muerte va desde La Coruña hasta la playa Fedorento en A Guardia'', para algunos ``va desde Malpica hasta Punta Carreiro, a la entrada de la ría de Muros'' que tiene, como telón de fondo, ``trece montes misteriosos en los que duermen otros tantos sueños''. En cualquier caso, la novela traza un recorrido por esta costa accidentada (``por aquí todo son puntas y entradas y salientes'') para centrarse especialmente en Fisterra o Finisterre, ``trozo de costa accidentado y confuso'', ``la última sonrisa del caos del hombre asomándose al infinito''.

Los itinerarios son, en realidad, dos: el de los distintos barcos que naufragaron en esta costa, del que Cela nos deja cumplida constancia, y el recorrido que hace el narrador en la última parte del libro para indicarnos cómo sortear los peligros y llegar a buen puerto. Se trata, pues, de un viaje odiseico por un espacio mítico dominado por la crónica, la fábula, la leyenda y la tragedia, y en el que junto a los barcos que se hundieron aparecen los pobladoresÊdel mar y de la costa: sirenas, fantasmas, demonios y endemoniados, balleneros, viudas, un sordomudo que vive en la playa con un lobo viejo y enfermo y un oso también viejo, un retrasado que tenía un cocodrilo amaestrado, los siete raposos muertos que ``se cagaron en la predicación'' y ahora sus almas arden en el purgatorio o en el infierno, etcétera.

Se trata, pues, de una sucesión y reaparición de historias de la mar y de la tierra y que no tienen argumento porque ``la vida no tiene argumento'' y ``eso del planteamiento, el nudo y el desenlace, que son las tres normas que se deben tener presentes, el modelo es Emilio Zola o doña Emilia Pardo Bazán, ahora ya no es como antes, ahora la gente ha descubierto que la novela es un reflejo de la vida y la vida no tiene más desenlace que la muerte (É), aquí no valen licencias porque los personajes pueden escaparse si no se encuentran a gusto''.

El principal cronista y fabulador es el propio Cela, quien veraneó en la playa de Langosteira desde 1984 a 1989 ``para buscarle la clave al país''. Pero como buen cronista, heredero de los grandes cronistas verdaderos y mentirosos de las crónicas medievales, las de Indias y del Quijote, Cide Hamete Benengeli a la cabeza, su función es la de mirar y escuchar y, ``como aquí somos casi todos parientes'', lo primero que hace es acudir a la historia de su familia, que añade al relato una curiosa voz bíblica. Son sus parientes los que nos dan una de las claves del libro: la madera de boj. Knut Skien, ballenero y tío del narrador, que canta en gallego los versos de Poe, le dice: ``nosotros sólo sabemos matar ballenas, a mí me da mucho miedo su venganza, las ballenas tienen mucha memoria''. Por su parte, Dick, cazador de ballenas en las Azores, le confesó en el lecho de muerte a su hermano Cam, bisabuelo del narrador, que ``a nosotros nos faltó arraigo, en nuestra familia nos hemos movido más de la cuenta, yo quise hacerme una casa con las vigas de madera de boj y ahora me voy al infierno sin haberlo conseguido, gané todo el dinero necesario, pero me faltó el tiempo''. Y añade: ``escúchame ahora, Cam, tú podrías hacer realidad el sueño de todos, construir una casa con vigas de madera de boj y grifería de oro''.

El oro es otro de los motivos recurrentes. Si la caza de ballenas les alejó de su tierra, los forasteros, empezando por los moros, parecen atraídos por el oro que en ella se oculta. Y si la madera de boj es expresión de desarraigo, el oro se convierte en homenaje a la tierra celta y a las leyendas bretonas, pero también en expresión de aventura, violencia y muerte: ``el vientre de estos horizontes es de oro, todo el mundo lo sabe, no encierra oro, lobos de oro, osos de oro, culebras de oro, sino que está encerrado por el oro que no deja sitio para los lobos, los osos, las culebras, por Cornualles, Bretaña y Galicia pasa un camino sembrado de cruces y de pepitas de oro''.

Por otro lado, el hilo argumental más visible, en torno a la relación entre Annelie y Vincent, está relacionado con el oro, simbólicamente identificado, como se sabe, con el excremento: ``Annelie come frutas, una noche le metió cerezas por el culo a Vincent para que después se las cagase en la boca (É), en la cabeza del obediente germina a veces sin avisar el huevecillo de araña de la venganza.'' Se va gestando así, como en La familia de Pascual Duarte, el asesinato. Vincent matará a Annelie, se llevará los sacos de oro y las joyas y no volverá a saberse de él.

Madera de boj se convierte en una de las piezas clave de la narrativa celiana y es, en más de un sentido, muy distinta a sus novelas anteriores. Ha desaparecido la caricatura, se ha atenuado notablemente la exuberancia verbal, la exaltación goliárdica de la vida, la hipérbole y la irreverencia. Nos encontramos ante una novela delicada, con un entramado muy sutil de relaciones que crean un tejido simbólico y metafórico sin que el lector apenas lo advierta. Todo -crónica, fábula, leyenda- resulta verosímil y verdadero: la sucesión de embarcaciones que silenciosamente entregan a su tripulación y su cargamento a la costa, ciudades como Dugium Duio, que ``se la llevó el viento y la sepultó el mar'' o como Valverde, ``la ciudad poblada de bujarrones y sumergida por castigo de Dios''. La presencia de Dios Nuestro Señor, la del Cristo de Fisterra que ``tiene fama de peleón, no se sabe si justa o injusta'', la virgen Locaia a Balagota, el Apóstol Santiago, ``los barcos perdidos y moribundos, con frecuencia tripulados por los fantasmas de una marinería difunta'', las almas en pena, el demonio, el lobishome, las meigas o brujas y el Espíritu Santo, que ``si fuera un murciélago en vez de una paloma nuestra religión no sería verdadera y habría menos católicos''.

Y, dentro de la tradición homérica, las sirenas, que ``cantan fados y otras canciones de amor con una voz muy melodiosa''; ``en la playa de cala Figuera apareció una vez el cuerpo incorrupto de una sirena jovencísima y bellísima que dicen que se llamaba Mafalda''. Y con ellas, las mujeres, tan espléndidas y reales como las sirenas. Y así, nuevo desayuno en la hierba, ``escuchamos lo que doña Dosinda dijo que quería decirnos, los hombres en calzoncillos y boina y las mujeres desnudas, no eran ningunas niñas pero estaban todavía buenas y aparentes con sus tetas grandes y duras y su melena suelta'', mientras que, casi una niña, ``la moza Miliña Valcarce tiene los ojos más hondos y bellos del mundo, son de color violeta y las tetas más turgentes y veladamente misteriosasÊy las piernas mejor puestas y torneadas de todo el occidente europeo''. ¡Si la vida fuese como la buena literatura! .



Poesía

La levedad del sueño

Juan Luis Campos

Josué Ramírez,
Los párpados narcóticos,
Fondo de Cultura Económica,
México, 1999.

Lo que confiere a la poesía su sentido de verdad es aquella vida a la que se debe. Es, pues, la propia vida del poeta, así como su mirada que recoge instantes de existencia en lugares inesperados. Así, dicha verdad puede ser incorporada por el lector a la verdad de su vida.

Los altibajos formales del más reciente libro del poeta Josué Ramírez (México DF, 1963), Los párpados narcóticos, bien podrían expresar esa búsqueda de vida que manifiesta la urgencia de hallar una verdad, por efímera que sea. De ahí, entonces, que el autor no se rinda ante el temor de que la libertad de su arte pueda a veces decaer (``En mis sueños/ hacemos el amor/ en sitios extrañísimos.''), pues bien sabe que ello le permitirá, a su vez, encontrar la altura de la verdad de su poesía (``La duda sólo existe en horas bajas, de tedio, de tensión/ terminal, mudez y absurdos./ La duda cabe toda apretadísima en el corazón de los/ frustrados.'')

Certidumbre del poeta es su lenguaje. Y el de Ramírez es un idioma difícil, que exige varias relecturas para intuir su verdad. No le teme a las palabras, usa cacofonías, aliteraciones, asonancias, como si tan sólo jugara con ellas con la pretensión de asombrarnos y, ocasionalmente, pareciera no decir mucho (``Respiré los zumbidos orquestados en desorden'', ``ruedas rodando'', ``miró que miraba'' -claro, son palabras arrancadas del contexto del poema). Pero no: es el lenguaje de un poeta que, obligado por la memoria, recurre a imágenes que son mucho más que un desordenado recuento de sus experiencias. Es un lenguaje meticulosamente elaborado que intenta ser gráfico (```¿Sabe el viento decir su nombre propio?'/ Aquí el lenguaje nazca como un prójimo'').

Los párpados narcóticos, libro que en rigor está compuesto por dos libros, que no secciones: ``Tepozán'' y ``Los párpados narcóticos'' -que a decir de su autor serían continuación temática del poemario Tepozán, 1996-, pues difieren en el tono, es sobre todo la obra de un poeta urbano. Ramírez recorre diferentes barrios de la Ciudad de México, desde ``un ahuehuete en Popotla, quemado y seco, donde lloró Cortés'' hasta que ``sin miedo, en soledad, pronuncié Xitle,/ y la noche se abrió sobre las piedras negras/ ajena a mi deseo, pero no obstante muy semejante a él''. Asimismo, deambula por los pasillos de la memoria familiar, particularmente del padre en acción sindicalista, en que ``se trata de mezclar dos tiempos, antes y después, con la/ afición temprana de mirar crepúsculos./ Porque, cuando es hallado lo que estuvo, la carne es/ certidumbre prodigiosa, asunto manuscrito, tinta seca,/ ese fondo de agua que da al aire la imagen de sí mismo''.

En la sección-libro ``Los párpados narcóticos'', donde el autor recorre variados lugares del país, los zapatistas encuentran el asombro de Ramírez en el poema ``Crónica de Navidad en Chiapas, 1994'': ``Otros,/ metidos en la selva, entre las nubes en donde anida el rayo,/ pensando en olvidar su soledad y comulgar mañana, se/ hicieron guerrilleros.'' Curiosa visión del EZLN.

Este incansable poeta (siete libros publicados) nos dice: ``Limosna y limusina; complicación del tiempo que por pulso/ me ritma el habla,/ y alitera el transcurso de la hora parcial, me integra al dónde,/ al alba y las facciones de un rostro en continuos vaivenes/ emotivos.''



FICHERO

Aforismos

La miseria política de nuestro tiempo. Un programa de mano para el Apocalipsis a la mexicana, Enrique Márquez, Col. El ojo infalible, Ed. Océano, México, 1999, 156 pp.

Ensayo (filosófico)

Huxley y Dios, Aldous Huxley, Col. Para estar en el mundo, traducción de Miguel Martínez-Lage, Gaia/Ed. Océano, México, 1999, 301 pp.

Ensayo (literario)

Archipiélago de signos. Ensayos de literatura mexicana, Felipe Vázquez, Col. Becarios, Ediciones del H. Ayuntamiento de Toluca/Centro Toluqueño de Escritores, México, 1999, 223 pp.

Humanismo y cultura judía, textos de Margo Glantz, Sergio Nudelstejer, Esther Cohen, Sara Sefchovich, Esther Shabot, José Gordon (coordinador), aguafuertes de José de Santiago, Universidad Nacional Autónoma de México, Difusión Cultural/Comité Unido Tribuna Israelita, México, 1999, 116 pp.

Neocosmos. Antología de escritos, Salvador Elizondo, Editorial Aldus, México, 1999, 253 pp.

Ensayo (sociológico)

Diversidad cultural de la globalización, Elías González Corona, Irma Beatriz García Rojas (coordinadores), Universidad de Guadalajara, México, 1999, 236 pp.

El otro Vallarta. Acercamiento a la problemática sociourbana contemporánea de Puerto Vallarta, Ricardo Fletes Corona, Rogelio Marcial y Roberto Rodríguez, El Colegio de Jalisco, México, 1999, 104 pp.

La globalización imaginada, Néstro García Canclini, Col. Paidós Estado y Sociedad, Ed. Paidós, México, 1999, 238 pp.

Historia

Santa María de los Lagos, Alfredo Moreno González, Secretaría de Cultura de Jalisco/H. Ayuntamiento de Lagos de Moreno, México, 1999, 252 pp.

Narrativa

A veinte años, Luz, Elsa Osorio, Col. Literatura Mondatori, Grijalbo Mondadori, Buenos Aires, Argentina, 1999, 415 pp.

El hotel de los corazones solitarios, José Agustín, Editorial Patria/Nueva Imagen, México, 1999, 171 pp.

Un café con Gorrondona, Alejandro Rossi, Col. Obras de Alejandro Rossi, Editorial Joaquín Mortiz, México, 1999, 107 pp.

Poesía

Antinoo, Fernando Pessoa, traducción de Cayetano Cantú, Acronos, México, 1999, 51 pp.

Capricho mexicano, Lourdes Sánchez Duarte, Col. Autores del 2000, Tintanueva Ediciones, México, 1999, 91 pp.

El huracán nos pasa, César Rodríguez Díez, Col. La Hoja Murmurante, Separata de Arte, Editorial La Tinta del Alcatraz, Estado de México. s/f, 2000.

Hora lunar, Leticia Luna, presentación de Juan Bañuelos, La Cuadrilla de la Langosta/Estampa Artes Gráficas, México, 1999, 53 pp.

La cochinilla y otras ficciones breves, Guillermo Samperio, prólogo de Hernán Lara Zavala, Col. Confabuladores, UNAM, México, 1999, 203 pp.

Obra poética y correspondencia escogida, Arthur Rimbaud, edición bilingüe, traducción de José Luis Rivas y Frédéric-Yves Jeannet, Universidad Nacional Autónoma de México/Embajada de Francia en México/Alianza Francesa de México, México, 1999., 323 pp.