La Jornada Semanal, 23 de enero del 2000


Fácil de producir, barata y funcional, la cajetilla de cigarros inaugura, a comienzos del siglo, la era del producto de gran consumo. Los números son más elocuentes que cualquier adjetivo: una sola fábrica (la R.J. Reynolds de Winston-Salem) devora 4 mil toneladas de tabaco al día, mismas que devuelve en forma de 8 mil cigarros por minuto, es decir, cerca de 500 mil por hora, doce millones por día, más de 4 mil millones por año... Humo y más humo... En un próximo número publicaremos algunos aspectos de la lucha contra el humo emprendida tanto por los sensatos como por los fundamentalistas.

Cuando llegas a Tobaccoville, el aire de Carolina del Norte se carga de ese olor a la vez dulzón e insistente que impregna, en los recuerdos de infancia, las salidas paternas al café de la esquina para comprar una cajetilla de cigarros tan cotidiana como el pan. Las imágenes de Bogart, Bacall, Dietrich, Brando y tantas otras estrellas, despiertan en las pantallas de la memoria. En gran parte, de ahí venía su aura y su glamour, de esas volutas de humo lánguidas o amenazadoras que se desprendían de los cigarros que ellos sacaban de la cajetilla con un golpecito seco de la muñeca o que dejaban consumir lentamente, como en la primera imagen de Casablanca. La fábrica de la R.J. Reynolds (RJR) en Tobaccoville es una de las dos más grandes del mundo. Está rodeada de campos cubiertos de tabaco -una planta alta y verde de hojas gruesas, lustrosas y pesadas-, cuyo vicio transmitieron los indios caribeños a los marineros de Cristóbal Colón, poco después de que este último desembarcara en América.

Las montañas de cajetillas apiladas tienen todas la misma forma de ladrillito rectangular, las mismas dimensiones, el mismo contenido. Forman parte del ``sueño'' que Norteamérica exporta a todo el planeta. Solamente cambian la gráfica y los colores: Winston rojo y blanco, Salem verde y blanco, Camel naranja y blanco. La producción automatizada e computarizada de esa fábrica ultramoderna muestra que la cajetilla de cigarros sigue siendo, como ya se había anunciado en 1925 en el New York Times, ``uno de los símbolos más completos de la era de la máquina'', es decir el siglo XX. ``Producida, vendida, comprada, consumida y desechada por miles de millones de ejemplares al año, la cajetilla de cigarros es tan banal que casi se ha vuelto invisible'', anota Chris Mullen en su historia del arte de los paquetes. Sin embargo no hay otro objeto tan exhibido, tocado o usado por el hombre moderno.

La máquina revolucionaria

Veinte veces al día en promedio, miles de millones de seres humanos hurgan febrilmente en sus bolsillos para sacar ese talismán y encender el pequeño cilindro de papel lleno de tabaco que va a proveerlos de su dosis de narcótico. Los franceses lo bautizaron ``cigarro'' desde fines del siglo XVI, y lo fuman por lo menos desde fines del XVIII. Pero el cigarro se convirtió en lo que Richard Kluger llama ``el verdadero opio del pueblo'' hasta principios del siglo XX. A mediados del XIX, la gente consumía el tabaco en forma de trozos para mascar, de pizca, de pipa o de puro. El cigarro obtuvo su título de nobleza en los campos de batalla, primero en Crimea, de donde los oficiales franceses e ingleses trajeron los ``turcos''. Luego, en los campos de la guerra civil norteamericana, que se libró en medio de los campos de tabaco de Virginia y Carolina del Norte.

Decenas de sociedades producían cigarros en Nueva York, Richmond y Londres a fines del siglo XIX; los liaban a mano y los presentaban sueltos, en simples envolturas de papel. La máquina inventada por James Bonsack, de Richmond (Virginia), revolucionó la industria en 1886. Permitía fabricar 200 por minuto, todos de la misma medida de largo y diámetro, con la cantidad y la calidad de tabaco necesarias para que el humo inhalado tuviera la constancia del sabor y el efecto narcóticos. Pero así como la ``calidad'' de tal o cual mezcla de tabaco podía ser superior, ``el aspecto y la identidad visual del producto eran esenciales en un mercado de rivalidad encarnizada'', anota Mullen. La industria del cigarro inaugura la era de la ``marca'' y del producto de gran consumo presentado en una envoltura hecha para seducir al cliente. Muy pronto fue acompañado de estampitas promocionales a color que revelaban los encantos de actrices semidesnudas, las maravillas del mundo y las virtudes de héroes militares o deportivos del pasado y del presente. Pero la difusión del producto se veía obstaculizada por su tendencia a secarse rápidamente, a perder su sabor y a desintegrarse, esparciendo hebras de tabaco en los bolsillos. Hacía falta una segunda revolución para que el cigarro pudiera realmente inundar al mundo con sus nubes de humo.

Esta revolución tuvo lugar en 1913, cuando R. J. Reynolds, fundador de la sociedad del mismo nombre, inventó la cajetilla tal y como la conocemos hoy. Al mismo tiempo creó un imperio (RJR, la segunda empresa líder en el mundo del tabaco, cuyo cuartel general es Winston-Salem) y un icono casi tan reconocido como la botella de Coca-Cola o las orejas de Mickey: el Camel. La imagen de Joe el camello (pensionado del circo Barnum & Bailey) se imprimió en un cup (``cubilete'') de papel doblado en el que se envolvían veinte cigarros de setenta milímetros de largo, protegidos por un papel metálico. Este conjunto se sellaba con un timbre fiscal y era fácil de manipularse. En 1915, RJR inventó el paquete de diez cajetillas. En 1931 envolvió la cajetilla de Camel en papel celofán para garantizar una mayor ``frescura''. Ya para entonces se había convertido en el objeto de mayor consumo en el mundo.

Cuestión de personalidad

``Camel fue el primer cigarro del americano medio'', explica Tom Gray, historiador y coleccionista cuyos ancestros dirigieron la RJR. ``El éxito fue instantáneo. Sin duda por su clasicismo, su simplicidad de imagenÊy de nombre, y también por el atractivo exótico.'' Pero también, y tal vez más que nada, porque la cajetilla resultó ser un objeto de una funcionalidad tan perfecta que muy pronto fue adoptado como normaÊpor toda la industria del tabaco, en Estados Unidos y en todo el mundo. ``Prácticamente no ha cambiado en un siglo de existencia'', reconoce Joe Inman, vicepresidente de RJR encargado de la fabricación. ``Es como la ratonera. Fácil de producir, barata e idealmente adaptada a su uso, que consiste en ser llevada en el bolsillo de un pantalón o de una camisa desfajada.''

La cajetilla de cigarros probó definitivamente su superioridad en las trincheras de la primera guerra mundial. ``Para ganar esta guerra -proclamó el general Pershing, comandante del cuerpo expedicionario americano- necesitamos tabaco y balas.'' En el infierno de Verdun, los soldados descubrieron que la guerra moderna no permitía la pipa, el puro, el tabaco para mascar (por razones sanitarias), para aspirar ni para liar. A fines de la guerra, los Camel para los norteamericanos, como los Gauloises (aparecidos en 1910) para los franceses, eran la principal forma de consumo de tabaco. La cajetilla de cigarros, emblema de la fraternidad en las trincheras, pronto resultó ser la droga indispensable para enfrentar la aceleración de la vida moderna y de la urbanización galopante. Hollywood convirtió al cigarro en uno de los leitmotiv de su mitología: el accesorio necesario para el estilo cool del gángster de las películas de detectives.

Barry Miller, antiguo empleado de R. J. Reynolds y actual archivista de la Universidad de Carolina del Norte, dice que hasta hoy ``el fumador anuncia, mediante la elección de la cajetilla que saca de su bolsillo y pone en la mesa, la personalidad que quiere exhibir''. Cuando estalló la segunda guerra mundial, Roosevelt decretó que el tabaco era ``un material estratégico''. La cajetilla de cigarros era un ingrediente base de la ración de cada soldado. Al final del conflicto se convirtió en moneda de cambio y de contrabando a través de toda la Europa devastada, y sigue siendo el medio principal de la ``mordida'' en los países en guerra.

En Occidente, el cigarro se ha convertido en el blanco de otra guerra: la cruzada antitabaco. Todas las cajetillas (desde 1966 en Estados Unidos) deben llevar el aviso que denuncia, en caracteres cada vez más grandes y alarmantes, al consumo de tabaco como algo ``nocivo para la salud''.

Se han hecho muchos otros acondicionamientos: cajetillas de madera, metal o plástico; planas (como la de los Gitanes) o redondas; con cinco, diez, cincuenta o cien cigarros; de cartón rígido con tapa y formato ``largo'' de ochenta milímetros (la de Marlboro, de 1954). Surgieron los cigarros con filtro (Viceroy, 1936), perfumados con menta (Salem, 1956), largos king size de ochenta y cinco milímetros (Pall Mall, 1941) y algunos otros. La grafía que los acompaña siempre ha ido con la época. Al estilo figurativo de tema orientalista de Camel han seguido la abstracción modern style de Lucky Strike (1917), y el minimalismo de los Winston o los Marlboro (1954). A partir de los años ochenta, las cajetillas ``genéricas'' anónimas, que se conforman con anunciar en blanco y negro el tipo de cigarro que contienen, se han propagado en Estados Unidos.

Recientemente, la cajetilla se ha convertido en un objeto casi tan vergonzoso como una revista porno, que está prohibido sacar en el lugar de trabajo y en lugares públicos. Sin embargo, todavía se venden 24 mil millones de cajetillas al año en Estados Unidos. Y nunca antes se habían vendido tantas en el mundo: 263 mil millones tan sólo en 1995, es decir, más de cuarenta por habitante del planeta. Y los héroes todavía fuman en las películas producidas por Hollywood entre 1990 y 1995, como John Travolta y Uma Thurman en Tiempos violentos. ``Nadie cree que aquí se acaben las cajetillas de cigarros algún día'', dice en tono desafiante Tom Gray. ``Si habrá un último bastión, ése será Winston-Salem. Aquí lo entierran a uno con un paquete de cigarros en el ataúd.''

Traducción de Gabriela Peyrón