La Jornada Semanal, 30 de enero del 2000



Lucia Massa


El primer fin del mundo


Una mitad de Occidente cree que el nuevo milenio comienza en enero del 2000. Otra mitad opina, con mejor fundamento aritmético, que se inicia en enero del 2001. La primera mitad debe enterarse de que otras alarmas ocurrieron cerca del año 1000, cuando no sucedió nada muy grave. La uruguaya Lucía Massa hace un viaje en la máquina del tiempo y nos describe cómo la mentalidad medieval enfrentó el primer fin del mundo. Nuestros antepasados también se hicieron bolas con los números. Sus dudas las despejó la Santa Madre Iglesia. Las nuestras fueron suprimidas por los medios masivos.



Hace mil años, el almanaque cristiano llegaba al primer cambio de milenio. En ese momento los hombres y mujeres medievales, que vivían en una economía absolutamente primitiva donde reinaban el hambre y las enfermedades, vieron signos de todo tipo que interpretaron como señales de la llegada del gran día: el día del Juicio Final. Cometas, eclipses, apariciones de santos y hasta el propio diablo, son algunos de los ``prodigios'' (maravillas enviadas del Más Allá) que pasaron a la historia a través de los escritos de los religiosos de la época.

En la mentalidad medieval, todo se explicaba en función de un Dios todopoderoso, una fuerza superior que encierra una dualidad: de él provenían todas las buenas señales, y también las otras. La vida estaba marcada por la religión y en gran medida eran las sagradas escrituras las que predecían el futuro. Es fácil deducir, entonces, por qué la proximidad del año 1000 cobró tanta importancia. La redondez del cambio numérico (que en el presente es tal vez lo que da significado al segundo fin de milenio occidental) nada tenía que ver. Era la religión la que imponía ese estado de alerta.

Milenio

Hasta el día de hoy, al menos vagamente, todo el mundo tiene alguna idea de qué se entiende por ``milenio'', algo relacionado con el almanaque, la religión y al mismo tiempo con un posible fin del mundo. Etimológicamente, el término significa periodo de mil años. Pero el pensamiento milenarista surge de dos libros apocalípticos de la Biblia: el de Daniel en el Antiguo Testamento y el del Apocalipsis en el Nuevo.

Sobre todo fueron algunos fragmentos de San Juan los que se convirtieron en una especie de icono:

El desenlace, según San Juan, sería el Juicio Final, donde Dios juzgaría a los vivos y a los muertos y elegiría a los que lo seguirían al cielo, mientras enviaría al resto al ``estanque del fuego''. Por sobre todo, los textos apocalípticos de la Biblia fomentaron ese constante sentimiento de espera que por muchos años acompañó a la sociedad medieval. Se temía la llegada del ``gran día'', pero al mismo tiempo existía la posibilidad de salvación si se lograba entrar en el grupo de los ``elegidos'' que seguirían a Dios.

Este es el origen de todo el temor milenario (al que algunas sectas religiosas siguen aferrándose) que fomentó el estado de alerta medieval. La interpretación de los acontecimientos se volvió más importante que los acontecimientos en sí. Y eran justamente los que estaban más cerca de Dios, los religiosos, los encargados de buscar símbolos ocultos detrás de los hechos. Ellos descifrarían los ``presagios'' de la voluntad de Dios, a los que denominaban ``prodigios''.

Los prodigios

Cualquier desorden o alteración bastaba para encontrar señales divinas. Hay cinco grandes ``categorías'': signos en el cielo (cometas y eclipses), desórdenes biológicos (aparición de monstruos, hambres y epidemias), trastorno espiritual (la corrupción de la Iglesia por dinero), la herejía (todos los que en algún sentido cuestionaban las verdades católicas) y como última advertencia, en el 1009, la destrucción de la iglesia de Jerusalén (donde se encontraba el Santo Sepulcro).

Ademar de Chabannes, monje y luego sacerdote (nacido en 998), relató la aparición de un cometa que tenía la forma de una espada, que interpretó como la causa de destrucción de ciudades, castillos y monasterios, quemados por el fuego. En su lista figuraban Charroux, la basílica del Salvador, la iglesia de Santa Cruz de Orlans y el monasterio de San Benito de Fleury.

Y aun las epidemias y el hambre, que eran fenómenos corrientes, se asociaron como signos del desarreglo general del mundo. Chabannes también escribía sobre el mal des ardents (forma de erisipela gangrenosa) que se había ``encendido'' en el pueblo de Limoges: ``Un número incalculable de hombres y mujeres vieron consumirse su cuerpo por un fuego invisible y desde todas partes la lamentación cubría la tierra.'' Según Chabannes, Godofredo, abate de San Marcial y el obispo Audouin se reunieron con el duque Guillermo y ordenaron un ayuno de tres días a los lemosinos. Todos los obispos de Aquitania se reunieron en Limoges y se trajeron los cuerpos y reliquias de los santos (añade que sacaron de su tumba a San Marcial, patrono de la Galia).

Un capítulo aparte merecerían los relatos de Raoul Glaber, que recrea un año mil invadido por el ``terror''. Su cita más famosa, utilizada en textos históricos sobre diversas temáticas medievales, se centra en una de las grandes hambrunas que se vivieron en 1033. Según Glaber, durante tres años no fue posible cosechar la tierra a causa de las inundaciones. Y seguía:

Cuenta, además, que algunas personas estaban tan minadas por la falta de comida que, si encontraban con qué alimentarse, se hinchaban y morían ahí mismo, o ya no eran capaces de llevarse la comida a la boca por falta de fuerzas. El cronista agrega que las iglesias vendieron todos su ornamentos para tratar de paliar la situación, aunque la falta de comida siguió en pie.

Los historiadores, como Georges Duby, reconocen que es muy probable que Glaber exagere, además de que en su época tenía fama de monje ``charlatán'', ``indócil'' e ``inquieto''. Pero también aseguran que si no se le juzga en función de nuestros hábitos mentales y se acepta su propia lógica, aparece como el mejor testigo de su tiempo. Por eso, cuando toca el turno a los prodigios que se vivieron durante el milenio, los testimonios de Glaber son casi la única fuente utilizada en los textos históricos.

En estos presagios evidentementeÊse ocultaba la obra de Satanás y co-operaba lo que en la sociedad occidental era considerado como más despreciable. Llegó el momento de buscar ``culpables'' y aparecieron en primer término los judíos, los infieles y la ``chusma'' (los siervos que osaban blasfemar contra la palabra de la Iglesia). Entre las medidas que se tomaron para ``purificar'' a la sociedad comenzaron las exclusiones en sentido amplio: se expulsaba a los judíos de las ciudades, se excomulgaba a los miembros de la cristiandad afectados por el ``mal'' y empezaban las hogueras de herejes y brujos.

Pero aun en este sentido Glaber destaca por su originalidad. No sólo encuentra constantemente símbolos claros de la cercanía del diablo, sino que él mismo lo ve en persona y describe su apariencia física. A los ojos del monje, era de estatura mediocre, cuello menudo, rostro demacrado, ojos muy negros, frente rugosa y crispada, nariz encogida, orejas peludas y aguzadas, cabellos erizados, dientes de perro, cráneo en punta, pecho salido, espalda gibosa, nalgas temblorosas y vestimentas sórdidas.

1000 o 1033

La duda básica era ``cuándo'' y las respuestas eran muchas. Si bien ninguna fecha estaba especificada en el Apocalipsis de San Juan, mucho menos se aclaraba si se trataba del milenio del nacimiento o de la muerte de Jesús. Además, en aquel momento la festividad religiosa se centraba mucho más en el aniversario del deceso (Semana Santa) y no tanto en el de su llegada al mundo. Entonces la ``espera'' se trasladó al 1033. Por eso cuando los historiadores hablan del ``año mil'' no se refieren a un año de 365 días sino a un periodo de más o menos seis décadas (aproximadamente entre 980 y 1040).

Un indicio del traslado de la fecha ``crítica'' es el auge de las peregrinaciones que se vivió en torno a 1033. También denominado el ``santo viaje'', la visita a Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela se hizo cada vez más común. Era una de las medidas que se habían tomado para obtener purificación y llegar ``bien preparado'' al día del Juicio Final. La verdadera esperanza era encontrar la muerte en el camino. La práctica de la peregrinación se inscribe dentro del conjunto de medidas que, durante esos sesenta años, los círculos religiosos utilizaron en busca de una ``alianza'' con Dios.

Purificación

Todas las medidas apuntaban al mismo fin: a cambio de la paz divina era necesario privarse de algo. En el caso de las clases altas, la nobleza aplicó la modalidad de dar limosnas, que se hizo extensiva a los reyes. Pero hubo una práctica que reunió literalmente a las tres órdenes de la sociedad (clero, nobleza y campesinos). Rápidamente se propagó por Europa occidental la convocatoria de ``asambleas de paz''. Eran reuniones populares y masivas en torno a las reliquias que se traían de los santuarios, con el objetivo de que todos observaran las reglas de vida que hasta entonces sólo eran seguidas dentro de los claustros. Penitencia y privación: ésas eran las consignas básicas que el pueblo tenía que asumir. Había que privarse de todos los placeres: de comer carne, de hacer el amor, de combatir o de manejar oro.

Era una época marcada por los caballeros, jóvenes nobles dedicados al arte de la guerra, a los que la paz tocó directamente. Los caballeros no escaparon al ``santo juramento'' y con las manos sobre las reliquias se comprometieron a contener su agresividad dentro de límites precisos. El texto del juramento sancionado por el obispo Guérin de Beauvais, entre 1023 y 1025, es significativo por lo que prohibe y porque permite descifrar la conducta caballeresca anterior al nuevo contrato. En las cláusulas, entre otras cosas, se establece:

Estas consignas de paz fueron sustituidas por un compromiso que no sólo intentaba delimitar áreas de protección contra las violencias de la guerra, sino que establecía una suspensión general de toda hostilidad durante los periodos más santos del calendario litúrgico. Esta abstinencia fue propuesta a la caballería como la forma de penitencia más conveniente a su estado.

Primavera del mundo

Pasada la larga espera, dentro de los claustros se consideraron exitosas las medidas de purificación colectiva: ``Se veía a las fuerzas del mal retroceder derrotadas. La ira de Dios se aplacaba. El aceptaba concluir con el género humano un nuevo contrato. Cumplidos los mil años, después del paso de los azotes, la cristiandad salía como de un nuevo bautismo'', analiza el historiador Duby.

Hay distintos indicios que refuerzan esta idea. Tal vez el más claro sea el furor por reformar y reciclar los edificios de las iglesias. Los religiosos hablaban de un ``blanco vestido de iglesias'' que se estaba extendiendo por el mundo. Esta expansión se debía, en gran medida, a la afluencia de limosnas. Pero el cambio más radical se manifestó de la fachada para adentro. La imagen de Dios se tornó más humana, lo que se tradujo, a la vez, en una relación más cercana entre pueblo e iglesia. En el imaginario colectivo cobraron cada vez más fuerza la cruz y la figura de Jesús; sobre todo, la misa se convirtió en furor. Glaber asegura que en el monasterio de Cluny se celebraban misas sin interrupción desde la primera hora de la mañana hasta la hora del reposo.

Aunque la paz de Dios instaurada como mecanismo purificador funcionó un tiempo, los caballeros no sabían hacer otra cosa más que pelear. En el concilio de Narbona de 1054 se proclamó la consigna: ``Que ningún cristiano mate a otro cristiano, pues quien mata a un cristiano derrama sin ninguna duda la sangre de Cristo.'' Y es en este contexto que madura el espíritu de las Cruzadas. Sólo la guerra santa es lícita y los golpes apuntan a los infieles.

Aunque el temor milenario pasa, los artistas siguen inspirándose en los pasajes del Apocalipsis. Los grandes murales que representan el Juicio Final son uno de los motivos que más se repiten en las paredes eclesiásticas del siglo XII, y todavía en el XIV es posible encontrar obras de este tipo. Durante doscientos años más, los ojos medievales seguirán contemplando imágenes de la ``noche'' del mundo.