La Jornada Semanal, 30 de enero del 2000



Fabrizio Mejía Madrid


TIEMPO FUERA


La fuerza de Manzo



La tercera vez que encontramos a Manzo estaba tirado en el baño. Con los ojos en blanco y un pómulo golpeado, tenía el abdomen rasguñado con el nombre de nuestro dirigente: ``Eugenio''. Como en las anteriores ocasiones, Manzo nos contó, balbuceante, una historia de absoluto terror: unos hombres, muchos, lo habían subido a un coche y ahí dentro lo habían tratado de asfixiar con una bolsa de plástico, lo amenazaban, hacían que le llamara a su mamá por el celular para que fingiera que nada malo le ocurría, le cubrían la nariz con una venda empapada en solvente y lo dejaban en cualquier lugar. La tercera vez lo depositaron casi desnudo dentro del baño de la escuela. Nos miramos unos a otros en silencio esperando que repitiera el final de siempre de sus relatos: ``Y me dijeron que van a matar a Eugenio''.

Era la primavera de la huelga de estudiantes y las moscas procreaban en las pilas de basura. Clara ya me había contado casi como secreto de confesión que estaba convencida de que alguien llamaba a su casa para amenazarla de muerte:

-Pero ¿qué te dicen? -pregunté.

-A mí nada. Yo nunca he contestado. Pero mi hermano ya me dijo que hay alguien que siempre cuelga.

Yo misma iba entre los oscuros puestos de guardia pensando en que de cualquier rincón saltarían violadores a sueldo. Lo sé: algún día lo harán porque esas son las tácticas que se usaron contra las guerrillas centroamericanas. Lo escuché el otro día. Lo de que el Banco Mundial paga y entrena violadores para despedazar las vidas de las dirigentes. Yo por eso nunca hablo en las asambleas.

A partir de la cuarta vez que lo secuestraron, su imagen se sumergió en la de todos los demás. Yo misma lo seguí varias veces yendo por el pasillo central. Caminaba como todos, miraba su reloj, apuraba el paso. Normal. Pero siempre se me perdía. Se disolvía en el aire. Y lo considerábamos un mártir. Clara y yo fuimos varias veces a su casa cuando se restablecía de las agresiones de la semana. Su madre era una viuda de negro como hay docenas en la CTM Culhuacán. Nos recibía como si su hijo no estuviera al borde de la muerte: con galletas horneadas por ella misma:

-Las de bolsa pueden tener veneno -decía muy segura-. Es una política especial del gobierno: esparcen veneno en las tortillas, el pan, la leche y las galletas para ir matando a los pobres. Pero no soy estúpida. Yo misma preparo todo y me aseguro de no caer en esa trampa. Así que con confianza, tomen, muchachas.

Después pasábamos a ver al pobre Manzo en su cama de cuando era niño (la cabecera con dibujos de conejitos) y nos enseñaba la panza: ``Eujenio'', decía con una escritura de torturador. Sólo un policía de las agencias internacionales de las guerras de baja intensidad puede tener tan mala ortografía. Y era espantoso porque Manzo, sonriente, se mostraba heroico: ``No nos van a intimidar. Ya lo hablé con Eugenio. Estuvo aquí, ¿saben? Se preocupa. Pero en esto él y yo somos uno, para siempre.''

La quinta y sexta vez que lo secuestraron coincidió con que el teléfono de mi casa hacía ruidos cuando yo decía el nombre de nuestra organización. Unos sonidos de grabadoras conectándose, pero también de bolsas de comida abriéndose. Me paralicé. Todavía sueño con sus caras con gafas negras y sombreros de fieltro gris, escribiendo lo que digo, mascando comida china en un sótano de la embajada yanqui. Viven en los sótanos, me lo han dicho. Son prisioneros supuestamente condenados a muerte en Estados Unidos. Y fingen que los electrocutan, pero en realidad les cambian la cara y el nombre y los mandan a hacer espionaje en el Tercer Mundo. Así hacen los gringos. Si es cierto que no llegaron a la Luna y todo fue un montaje en Hollywood y que Kennedy está vivo y maneja al país desde hace treinta años, imagínense cómo maquinan los asuntos en las escuelas de la ciudad de México.

Así que comencé a ponerme vigilante. A mí no me iban a agarrar como a Manzo. Nos pusimos de acuerdo Clara y yo para entrar a los baños, hacer rondines juntas y dormir y comer por turnos. Empezamos a usar a los perros para darles a probar la comida antes de servirnos. Pero la séptima vez que lo secuestraron notamos que había algo en el cielo. Primero pensamos que era un helicóptero militar vigilando, pero después nos dijeron que era un satélite que nos fotografiaba todo el tiempo desde el espacio. Lo sé: son capaces de retratar lo que estás leyendo. Así que nunca sacábamos los documentos y Clara y yo nos turnábamos en las noches para cambiarnos de ropa dentro de un basurero. Ahí fue donde se nos ocurrió que quizás los satélites pudieran traspasarlo con rayos y fotografiarnos desnudas. Pinches cerdos. Y fuimos a ver a Manzo para que nos aconsejara.

Lo encontramos tirado y muy golpeado, repasándose con una navaja el nombre de ``Eugenio''. Nos sorprendió mucho. Tenía una mirada extraña y con una voz metálica nos corrió a gritos.

Desde entonces Clara dice que el movimiento está infiltrado por extraterrestres y que el satélite aquel es un OVNI. Yo misma empiezo a creer que Clara es una agente especial, pero finjo que no me doy cuenta. A Manzo no lo hemos vuelto a ver.