La Jornada Semanal, 6 de febrero del 2000



Augusto Isla

el estado de las cosas

La lección de la UNAM

El maestro Augusto Isla nos da, con la sinceridad sin concesiones que estos tiempos exigen, su opinión sobre lo que sucede en la UNAM. Analiza con rigor y honestidad las características de los protagonistas del conflicto, enfrenta los lugares comunes vertidos por los eternos ``descuidados'' (López Velarde dixit) e insiste en la necesidad de tomar el único atajo posible: la organización y la acción de los estudiantes, los académicos y los trabajadores de la universidad.

En el conflicto de la UNAM, el Consejo General de Huelga se podría declarar victorioso. Pero como suele ocurrir en esta clase de movilizaciones, su dialéctica es la de la insaciabilidad. Comienzan con un escueto pliego de peticiones que tienen un amplio respaldo, pero al paso de los días radicalizan sus exigencias y su comportamiento político. Las fracciones más sensatas, por así decirlo, pronto se fatigan y ceden el liderazgo a aquellos extremistas cuya vitalidad emocional es mayor. Con una combinación de ocio, activismo y visceralidad desenfrenada levantan un poderoso andamiaje organizativo, petrifican su retórica y alimentan su belicosidad, frente a la cual los demás participantes, aquéllos que se ciñen a las demandas iniciales, quedan inermes ante la prepotencia de una axiología que consagra a los otros como puros e incorruptibles, como depositarios de verdades inapelables.

El desconocimiento de esta lógica por parte del adversario, o su ineptitud para neutralizar esta dinámica violenta, abre un abismo que dificulta cualquier entendimiento. Ese tiempo, durante el cual parece que nada se resolverá, deja ver el fondo social de movimientos como el universitario.

Basta seguir las imágenes de los actores más radicales difundidas por los medios de comunicación, para percibir que el verdadero problema no era el reglamento de cuotas, sino la exclusión social. Sus rostros, su indumentaria, sus gestos provocadores, nos hablan de jóvenes provenientes de sectores populares que, si bien han encontrado cabida en la universidad, no ven claro el porvenir, no sólo por su presumible bajo rendimiento académico, como lo muestra la torpeza verbal de voceros y declarantes, sino por el modelo mismo de sociedad que tiende a desplazarlos.

Son y se sienten escoria social. La institución les tiene sin cuidado. A la postre, sus reivindicaciones iniciales ponen de relieve la máscara de su resentimiento. ¿Por qué habrían de defenderla si ella no representa promesa alguna? El estado en que se encuentran las instalaciones es la reseña de una devastación, no de una custodia, por lo demás arbitrariamente autoasignada. Las destruyen porque no les pertenecen: son el símbolo de lo inaccesible. No son unos locos, como decía Alejandro Rossi en una mesa redonda transmitida por televisión: son unos desesperados. Y el desesperado no dialoga, sólo se escucha a sí mismo. Es intransigente, insaciable en su apetito de ver doblegado al enemigo. El CGH pretende una capitulación absoluta de la institución y cuando ésta ocurra desconocerá el acuerdo de rendición con nuevas demandas, pues de lo que se trata es de tener en jaque al enemigo, de prolongar el placer que provoca la única notoriedad posible, la del ninguneado por otra minoría que se regodea en su insolente acumulación de riqueza, o por otra más que se entretiene escandalosamente en su disputa por el poder político.

La fracción ultra del CGH carece de soportes ideológicos. Se equivoca Soledad Loaeza al inculpar a la izquierda histórica de México, en cuyas luchas tantos mexicanos nobilísimos ofrendaron libertad y vida. Más bien todo huele a rencor, a desafío, a indigencia intelectual. El principio de gratuidad aplicado a la educación universitaria no solamente es jurídicamente insustentable, sino también injusto desde la perspectiva de la universidad pública a nivel nacional, pues en el resto de las instituciones del país la regla es la cuota. ¿Algunos pronunciamientos con aires mesiánicos que anuncian la alborada de un nuevo mundo? Baratijas.

Lo trágico de estos fenómenos consiste en que la sociedad institucional no sabe cómo tratarlos, como un cuerpo que ignora qué hacer con el veneno que destila. La autoridad constituida sigue la vía del diálogo y casi siempre fracasa en virtud de que el interlocutor, inscrito ya en la lógica de la violencia, no cesa de poner diques a la comunicación. Si aplica la ley penal a que dan lugar los delitos -en este caso son evidentes el despojo y el daño a bienes de la Nación-, ejerce una violencia a la que, por lo visto, sólo tienen derecho los que han perpetrado los ilícitos.

De este modo, tanto el camino del diálogo, que supone una responsabilidad cívica de la que carecen los radicales, como el camino de restablecimiento del estado de derecho, inhibido tal vez por el trauma del '68, parecen cerrados. Y aunque es improcedente afirmar que los universitarios resuelvan sus propios problemas, esta vez el único atajo posible para salvar a la universidad es la organización de estudiantes y académicos. Ellos tienen la mayoría, la razón moral e histórica, y se impondrán finalmente a una minoría desquiciada que, sin embargo, nos avisa que estos movimientos de resistencia civil, con su carga de primitivismo, confusión y violencia, nos seguirán acosando aquí y allá, mientras no emprendamos una reforma a fondo de la sociedad mexicana, más allá de nuestras banalidades electorales. El conflicto de la UNAM es una lección más de nuestra vulnerabilidad social.