* José Cueli *

šUn torero muy torero!

Con el problema de la UNAM en la mente, durante el transcurso de la corrida -una universidad destruida, jóvenes irreflexivos detenidos y policía en el campus universitario-, percibí a un Manuel Caballero que conserva la más pura, más hermética, más austera tradición de torear a la muerte, recreando el sueño inefable de la poesía, lo inasible de la tristeza y el reconocimiento del girar de esos bravos de toros de Xajay, bravura seca hacia dentro del cuerpo, en suaves melodías interiores, prolongaciones inacabables.

El toreo de Manuel fue además de su virilidad, fusión de diversas tendencias taurinas, opuestas en su esencia al adquirir fascinadoramente la matizada y delicadísima espiritualidad torera. Ese fulgor, ese fausto suntuoso, esa exaltación de carácter fatalista, que de pronto levantaba el ser inmovilizado, al agitar su espíritu desmayado y perfumar la plaza de toros con el genio de su torería.

Todo en Manuel Caballero, hechizado y dominador, se levantaba sobre la cultura mexicana que le ha dado esa profundísima sugestión indecible, en la cual nada atraía, ni absorbía tan imperativa y, al mismo tiempo, tan dulcemente como sus contrastes; el miedo de la muerte y lo imprevisto de su lidiar a los toros desde el momento de abrir el capote, el secreto de su encantamiento y la escueta y concentrada elegancia de su movimiento frente al toro.

Peregrinando en la extraña fiebre de los ruedos mexicanos, penetró en su luz velada, de sombras transparentes y fluídas que recogen gravemente el espíritu y lo disponen al condensado y hondo goce del sentir espiritual. Todo reflejaba en Manuel una palpitación ardorosa y exquisita. Todo representaba un ansia viva y angustiosa de belleza, evocadora de un arte sobrio, ensueño esplendoroso del amor trágico -sin filosofía, ni psicología-, la poesía desgarradora que lo agita y le permite crear toda esa hechicería fulgurante.

Cada verónica, media verónica, chicuelinas y pases naturales tenían en Caballero aroma distinto -al de un Zotoluco que desperdició a un bravísimo toro- y despertaba infinitas sucesiones de imágenes y producía perturbadoras embriagueces, e indecibles vértigos de sensualidad. Manuel de Albacete fue el torero de los aromas que nos transportaba al espacio siempre fresco de la sexualidad inalcanzable y rodeó a la muerte sin principio, ni final, al salir a torear con un público desgarrado por los sucesos de la UNAM.

Manuel toreaba y no le importaba la muerte; más allá del yo, de las reglas, lo bien hecho, lo perfecto. Toreaba con la piel color pálida, próxima a volverse polvo y esa tristeza seca, honda, como su toreo, ante una raza que está al margen, en los márgenes, amargura y desesperada desolación y que parece agonizar y resucitar. šAl salir de la plaza, lo vi paseado en hombros, pero yo tenía y tengo la mente la UNAM!