La Jornada Semanal, 13 de febrero del 2000



Mario Monteforte Toledo


el cuento del domingo

Los inventores
de la muerte

Mario Monteforte Toledo, guatemalteco-mexicano-guatemalteco, ha incursionado en todos los campos de la literatura y del periodismo que, como todos sabemos, son la misma cosa. En este cuento del domingo, Monteforte camina por territorios bíblicos y revive la historia de Caín y Abel. En esa época ``aún no existía la memoria'', pero el recuerdo latía ``en un tejido despierto donde se almacenan las congojas hasta que salen convertidas en experiencia, en sangre y en olvido''. Saludamos a Mario Monteforte y recordamos sus días mexicanos, su buena prosa y su mucho mundo.

Tan leve era la maldición de trabajar que ni les sudaba la frente. Las semillas daban dos mil por uno y los campos se abrían en todas direcciones, como implorando surcos y labores. Había tanto de comer que ni siquiera daba hambre. Aún no se contaba el tiempo: lo mismo daba día que noche; los dedos bastaban para enumerar las cosas, la gente, las razones para tener razón, lo que poseían y lo que les faltaba.

Aún no existía la memoria, pero no por falta de algo que recordar; porque no se puede estar aquí en este mundo sin acumular recuerdos del tacto, melodías, olor a flores y a tierra mojada, algo de qué reír y algún dolor nuevo, advertido tras el acecho de esa especie de tejido despierto donde se almacenan las congojas hasta que salen convertidas en experiencia y en sangre, o en olvido.

Acabados el trabajo y el juego inventaron el canto, la danza, la poesía y amasaron formas y gozos con el barro oreado al sol; la noche les alcanzaba hasta para descubrir constelaciones y averiguar sus rumbos en el cielo. Deslumbraba vivir en un mundo cundido de cosas que esperaban nombre y sentido. Por el rescoldo que dejó un rayo al partir una encina descubrieron el fuego y quemándose las manos supieron que era sagrado y le erigieron un altar.

Abel era el que más preguntaba, como si tuviera prisa. Ninguno le explicó por qué está viva el agua y suaviza los caminos para los pies desnudos y hace brotar pasto en el desierto, por qué él corría a la vera de los abismos sin resbalar, por qué no lo mordían las serpientes ni le caían las rocas de los deslaves. Abel era armonioso comoÊla salud y todo lo que se goza sin saber que existe. Tenía los ojos tan brillantes que los niños se miraban en ellos.

Era también el preferido de los padres, de los otros hermanos, sobre todo las mujeres; cuando dormía le trenzaban el pelo con retoños, le ungían los pies con mirra y le lamían el pecho.

Abel hablaba siempre de lo que no existía y de lo que se miraba antes de que Dios les soplara los ojos a sus padres para enseñarles la primera magnitud de la humillación y de la obediencia. El había buscado a Dios por todas partes, en lo oscuro, debajo de las aguas, en la entraña de los árboles cuando los partían los huracanes al enfurecerse contra la tierra.

Al sentir miedo y sin saber por qué, sus hermanos convocaban a Dios desde el cráter de los volcanes para acercarlo a sus cuitas. Pero seguramente Dios no amaba a los humanos desde que su arcángel expulsó a los padres del paraíso por rivalizar con El al convertirse en creadores. Tal vez no quería oír sus recriminaciones ni sus ruegos; sus criaturas habían aprendido a quejarse solas, desde que los ángeles desaparecieron para siempre y porque aún no nacían los santos.

Abel no conoció el paraíso y sus padres jamás hablaban de eso, para no ver más grandes las amenazas de la tierra; pero lo inventaba y en la noche, para dormirlos, enseñaba a sus hermanos a soñarlo. Abel reflejaba algo fabuloso, ineludiblemente perecedero.

La expulsión del paraíso descubrió el peligro de los cráteres, la posibilidad de que se apagara el fuego, la angustia de los caminos sin fin donde gente amada podía extraviarse para siempre. El miedo fue creciendo con la aparición de infinitas cosas del mundo que ni siquiera tenían nombre. El peor de los miedos era no saber, no comprender; sentir la existencia del tiempo, esa serpiente implacable sin origen ni fin pasando en absoluto silencio, haciendo precarios a los seres, las cosas, las obras de las criaturas humanas.

Los padres se negaban a ayudar a su prole; les era imposible olvidar que Dios los había hecho con Sus propias manos y allá, en la remotísima época cuando aún reinaba la pureza, estuvo orgulloso de ellos. Los hijos eran dignos de lástima por no haber conocido a los ángeles ni haber oído la voz terrible del Señor, y por sufrir Su maldición sin ser responsables de la soberbia de crear.

La familia no encontraba mucho sobre qué contender, al menos mientras fueran tan pocos. Sólo Adán y Eva discutían a media noche; mutuamente se culpaban de haber merecido sus grandísimos males. Pero la discordia no duraba porque Adán sentía la inaplazable urgencia de poblar la tierra y porque Dios los había colmado de castigos, pero en su enojo olvidó prohibirles que hicieran el amor, o quizá con la inconfesable intención de que se multiplicaran y lo recordaran con gratitud. Porque las divinidades viven de obediencia y agradecimiento.

A Caín sólo lo amaba Abel. Era el más fuerte, el que pasaba días enteros mirando al horizonte como para imaginar las rutas de greyes errantes, infinitas, llenas de congojas.

Caín y Abel trabajaban en el mismo campo y compartían la misma habitación y las tareas duras. Sólo Abel hablaba, hablaba sin tregua, como quien antes de emprender un largo viaje no quiere llevarse dentro algo sin compartir. Caín escuchaba en silencio. Sus palabras siempre eran las finales y daban en qué pensar. Un día le preguntó Abel si lo amaba y él dijo que sí; entonces Abel inventó un nuevo canto al agua y a la sonrisa más tranquila y a la respiración de un cordero.

De los padres, de los hermanos, nacieron más hijos. Ya eran muchos y aprendieron a bailar y a cantar juntos, y se dividieron por tareas o porque unos se quedaban en su lar, atados a la tierra que habían labrado, y otros caminaban sin rumbo, hechizados por el reclamo de ignotos paisajes del otro lado del horizonte, o porque acaso allá creían encontrar el paraíso perdido. Desde entonces esa búsqueda dividió a las greyes y les mantuvo encendido el rencor contra Dios y la capacidad de asombro y el hervor de la sangre por la aventura y la más inmensa curiosidad.

Un día amaneció el muro de una casa con figuras pintadas por Caín; todos acordaron que estaba bien y algunos comenzaron a dibujar sobre la arena, para que la dispersara el viento.

Estuvieron callados bastante tiempo, escuchando los murmullos del bosque después de recorrer las trampas. Luego Caín sacudió la cabeza como quien espanta malos pensamientos, miró intensamente a su hermano y se fue. Esto sucedió varias veces hasta que una noche, con la luz apagada, Abel dijo:

-Hay una cosa llamada destino, que asediará al hombre hasta cumplirse.

Caín irguió el pecho, como siempre que se aprestaba a luchar contra lo poderoso; pero nada respondió. Luego se durmieron. Abel siguió buscando en vano la ocasión de hablarle, hasta que Caín le gritó que no quería escucharlo. Sin duda ya imaginaba las retenidas palabras de su hermano: en aquel entonces aún se adivinaba mucho porque no abundaban las palabras. Pero otra noche, a oscuras, a Caín ya lo había fatigado esquivar y escuchó.

-A nosotros nos está ordenado revelar el mayor de los misterios. No podemos traicionar a nuestra gente. Nuestros padres tuvieron la audacia de cumplir con su destino, el horrible destino de cambiar el Edén por el amor incierto que inventaron. Cumplir un destino tan grande es un honor, el único honor de las criaturas humanas. Por eso aceptamos el rencoroso agradecimiento de vivir y alimentar a las divinidades con nuestras oraciones y cumplir con nuestra parte de lo que está escrito. Ese también es un acto de amor y de orgullo. Sin nosotros Dios no hubiera podido construir el universo, ni siquieraÊesta tierra que pisamos. Nosotros somos eternos en nuestros hijos y en los hijos de nuestros hijos, hasta la consumación de los siglos. Y ellos seguirán repitiendo nuestro terrible y hermoso destino.

Caín no volvió a trabajar y emprendió viaje sin decir a dónde; dos de las hermanas lo acompañaron.

Abel dejó de cantar y de inventar cuentos.

Torrentes de lluvia deslavaron los muros pintados. Los perros sollozaban cobijados en la sombra. Adán exhortó a la familia a suplicarle a Dios perdón por lo que pensaban de Caín. Al amanecer, partió en su busca y lo encontró solo, meditando; las mujeres andaban de pesca. Abel dijo:

-Nada puede durar para siempre, y sobre todo el ser humano. El hombre sólo puede ser divino si crea algo no creado por su Dios, algo que lo hará cuidar la vida, algo que se ignorará hasta extinguirse, si nosotros no lo descubrimos.

Abel labró en jade la primera daga y dulcemente se la puso en la mano a Caín. Irguió Caín su alta estatura, su mirada sobre los siglos que no podían contarse con las manos, y besó a su hermano en la frente.

Una mancha de sangre quedó junto al agua como constancia de lo ahí ocurrido.

Al ver a Abel tendido y sonriendo su última sonrisa, Caín se espantó de que la muerte se pareciera tanto al sueño. Desde entonces su estirpe dará la muerte y la sufrirá un poco cada noche.