La Jornada Semanal, 13 de febrero del 2000



Millennium


Enrique Semo

Austria en México

Una vez más, Austria ocupa la atención mundial y por la misma razón que en la ocasión anterior: la presencia en su gobierno de una ultraderecha neofascista. Hace sólo diez años, conocimos el escándalo ligado a la personalidad de Kurt Waldheim, presidente en funciones para el período 1986-1992. En 1988, una comisión de historiadores reveló que Waldheim, oficial del ejército nazi en la segunda guerra mundial, formaba parte de una unidad que había cometido atrocidades en Yugoslavia. Según el informe, él estaba plenamente enterado de ellas. El tribunal internacional que se formó para estudiar las evidencias declaró que su complicidad no podía ser probada, pero la impresión que dejó fue de que sabía mucho más de lo que declaró. Ex secretario de la ONU de 1971 a 1981, Waldheim presidió un gobierno que sufrió el aislamientoÊtanto en Europa como en Estados Unidos, que puso al austriaco en su lista de visitantes indeseables.

Ahora es la llegada al poder de un partido populista, dirigido por un nostálgico del nazismo, Joerg Haider, la que inquieta profundamente a los demócratas de todo el mundo y ha causado ya reacciones de los gobiernos europeos. El ascenso al poder de una coalición entre la derecha y la extrema derecha xenófoba y antisemita en ese país económicamente próspero y estable, es en parte una reacción a las presiones migratorias del Tercer Mundo que Haider encara, proponiendo una ``desextranjerización''. Pero el fenómeno tiene una raíz más profunda. En la historia austriaca hay viejas corrientes reaccionarias, profundamente arraigadas, que evidentemente no han podido ser superadas. Las fuerzas que prohijaron a Hitler y Eichman vuelven a sus andanzas, pero su origen se remonta a varios siglos atrás.

Lo curioso es que Austria ha tenido una larga e influyente presencia en México. Entre 1516 y 1700, España y, por consecuencia, la Nueva España, fueron gobernadas por los Habsburgo. Esta fue, sin duda, la más influyente de las dinastías europeas. Entre los siglos trece y veinte proveyó de gobernantes a imperios, reinos y ducados entre los cuales se cuentan Alemania, Austria, España, Italia y Holanda. Originarios del cantón suizo de Argau, la influencia de esos nobles comenzó a extenderse a Alemania y casi al mismo tiempo a Austria, que en alemán se llama Oesterreich, que significa Reino del Este. Iniciada en 1278, la dinastía se extinguió hasta 1918.

Cuando Carlos I recibió la corona española, era ya rey de Holanda y heredero de los dominios de los Habsburgo en el sur de Alemania y Austria. El joven monarca, que no hablaba español, fue electo en 1519 emperador del Santo Imperio Romano Germánico. Mucho más reciente fue la experiencia con otro Habsburgo, Fernando Maximiliano José, que nació en Viena en 1832 y vino a morir en México en 1867.

Maximiliano era hermano de Francisco José, que fue emperador de Austria desde 1848 hasta 1916. Su reinado fue una larga lucha de resistencia contra las fuerzas que llevaban a la desintegración de un vasto imperio condenado por su heterogeneidad. Cuando al fin éste se derrumbó, en 1918, se llevó consigo el orden europeo construido con mucha dificultad para abrir paso al que, en buena parte, subsiste hasta nuestros días. El imperio que heredó cubría una superficie ligeramente inferior a la de Texas y tenía una población de cuarenta millones de habitantes, que además de los ocho millones de austriacos, comprendía cinco de alemanes, cinco de húngaros, cinco de italianos, cuatro de checos, dos millones de rumanos y dos de polacos, además de muchas otras nacionalidades menos numerosas entre las cuales había croatas, serbios, eslovenos y judíos. Durante su reinado, el nacionalismo se transformó en una gran fuerza. Muchos de esos pueblos se rebelaron, lucharon por su independencia y fueron reprimidos, con todos los resentimientos y actitudes xenófobas que eso produce.

Francisco José I fue el más conservador de los emperadores de su tiempo. Mientras que Rusia, Alemania, Francia e Italia entraron en movimiento para modificar el orden de cosas existente y estaban dispuestos a pactar con las fuerzas emergentes, el emperador austriaco actuó como defensor decidido del status quo y opositor de todos los impulsos de cambio. Sus primeros años de reinado transcurrieron a la sombra de Schwarzenberg, un realista intransigente convencido de que el pueblo debía ser mantenido en su lugar y que los aristócratas de la corte eran un mal necesario pero que no estaban a la altura de sus deberes. Arrogante y despreciativo hacia la moral convencional, Schwarzenberg pensaba que las masas debían ser dirigidas y las clases medias liberales podían ser fácilmente intimidadas. No se oponía a la existencia de un parlamento, pero hizo todo lo posible para quitarle poder. Encontró un discípulo ansioso de aprender en el joven Francisco José, que se sentía un Habsburgo y un emperador escogido por Dios. Ponía su fe en el ejército y la unión de todas las nacionalidades bajo una sola bandera para formar un Estado multirracial fiel no a los pueblos, sino sólo a su emperador.

Paulatinamente, el joven gobernante se fue forjando la personalidad de un tirano que sólo confiaba en la autoridad de Schwarzenberg, que después de la revolución de 1848 reorganizó el imperio con mano de hierro, produciendo frecuentes protestas humanitarias en los demás países de Europa. Durante los años de su dominio, las túnicas blancas del ejército austriaco llegaron a ser vistas como sinónimo de absolutismo y represión. Aplastó la rebelión independentista húngara de 1848 y la ahogó en sangre. Francisco José, una figura solitaria y cada vez más distante de su pueblo, permitió que el general Radetsky castigara severamente a los italianos que también se habían rebelado. Restaurada la paz, Francisco José se abocó a construir, en pleno siglo XIX, el régimen más absolutista que había conocido la dinastía de los Habsburgo desde principios del siglo XVII. El joven príncipe, que fue elevado al trono para introducir cambios en el decadente imperio, acabó construyendo un régimen tiránico altamente centralizado, manejado por él y por una burocracia impersonal, eficiente e incorruptible, pero muy conservadora.

Las mismas exigencias que el emperador Habsburgo impuso a sus pueblos, se las impuso también a sí mismo. Trabajó como pocos monarcas habían trabajado hasta entonces, dependiendo cada vez más de tecnócratas y expertos anónimos que manejaban los asuntos internos, externos y militares. Eso repercutió inevitablemente en su vida privada. En 1853 se enamoró perdidamente y acabó casándose con su prima Elisabeth de Baviera, una joven de gran hermosura, encanto y ternura (la famosa Sissi). Hostilizada por su suegra empeñada en someterla, espantada por el rígido protocolo de la corte, relegada por la obsesión de trabajo de su esposo, Elisabeth se refugió en un frenesí de viajes que la alejaban de esa realidad. El pueblo la veía como una figura joven y encantadora llevada a la desesperación por la frialdad y la lejanía del emperador. Pese a que éste quería mucho a su mujer, el matrimonio fracasó lamentablemente y esto aisló más aún a Francisco José, a quien todos consideraban arrogante, frío e inflexible.

Al final de su vida estaba totalmente solo, sumido bajo el peso de todos los desastres de los que fue protagonista. Su figura había evolucionado de la de un joven autócrata e intransigente a la de un patriarca venerable. Pero, en realidad, a su alrededor sólo había escombros. Su hermano, Maximiliano, había sido fusilado en México y su nuera se había vuelto loca de pesar. Su hijo, el príncipe heredero, se había suicidado por amor en Mayerling. La emperatriz que él adoraba peroÊa quien no había podido hacer feliz, fue acuchillada en Génova. Su sobrino Francisco Fernando, a quien había nombrado su nuevo heredero, se casó por debajo de su rango, se le oponía de todas las maneras posibles y acabó muriendo en Sarajevo, a manos de un asesino que desencadenó la primera guerra mundial. Incluso su única confidente y amante, Katherina Shratt, lo había abandonado hacía mucho.

Cuando Francisco José murió, en plena guerra mundial, la increíble historia de esa dinastía llegó a su fin, y con ella la de un orden que dominó a Europa durante varios siglos. El ejército austriaco acabó perdiendo la guerra y el imperio se derrumbó. El último Habsburgo, Carlos, bajó del trono en noviembre de 1918, exactamente 642 años después de que el primer Rodolfo plantara con fuerza su estandarte en Viena.